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Carne de Houellebecq

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Michel Houellebecq

¿Qué es la vida? Los pensamientos y sentimientos surgen, con o sin nuestro consentimiento, y empleamos las palabras para expresarlos. Nacemos, y nuestro nacimiento es olvidado, nuestra infancia rememorada, pero a través de fragmentos vivimos, y viviendo perdemos la comprensión de la vida. ¡Qué inútil es pensar en palabras que puedan penetrar en el misterio de nuestra existencia! Correctamente utilizadas pueden poner en evidencia nuestra ignorancia sobre nosotros mismos, ¡Y eso es demasiado!

P. Shelley

Dice Houellebecq que el hombre sufre en el mundo, y ese sufrimiento es dolor. Pesimista, irónico, sexual y autodestructivo, Michel Houellebecq, el escritor francés maleducado e histriónico de fama mundial, acumula enemigos pero dice la verdad. Su ficción es el escenario de las páginas de sucesos de los diarios, la réplica a los excesos de la política, el asco a la rutina de quien no teme inmolarse ante la sociedad. Aviso a depresivos: las líneas que siguen sangran apatía pero son al tiempo el analgésico de la posmodernidad.

Doloridos y ajenos, perplejos ante el mundo que nos rodea, quienes acudimos a sus textos lo hacemos no por pérdida de optimismo, sino por una necesidad de materializar en palabras la autodestrucción de la conciencia humana. Leer a Houellebecq es hurgar en la herida con un bisturí dorado, pero probablemente sea ahora, más que nunca, cuando necesitamos una buena cirugía.

No se ahoguen en sus versos de callejones ensangrentados. Descubrirán con la lucidez de quien se sabe desesperanzado que no están locos. Hallarán en Houellebecq al poeta romántico que fue, y pese a todo, amarán su poesía como él también lo hizo, —¡Qué osadía!— amarán, háganme caso, porque probablemente esta sea la única empatía que encuentren con las líneas de su escritura.

El silencio y el sexo

Su poesía es observación. Sus mirada, extrañamiento. Una mirada que sirve para expresar percepciones sobre el mundo en un momento concreto, más cercano a la pintura o a la fotografía que a la novela. Por eso se adapta mejor a esa extrañeza o incongruencia, a esas situaciones en las que no comprendemos lo que sucede. Hay Apocalipsis en sus versos, pero también hay ternura, esa de lo nunca sucedido.

No estoy sereno,
Pero estoy en mi habitación
Los ángeles sostienen mi mano,
Siento cómo cae la noche.

El sentido de la lucha

Si uno lee cualquiera de los libros de poesía de Houellebecq (unidos en la antología de Anagrama), con cierta cadencia y distanciamiento, apreciarán el particular sentido de dos constantes que también se repiten en su narrativa: el silencio y el sexo.

Hace tiempo leí, y no recuerdo dónde, que en el origen de la especie se inventó el amor para que los hombres se sintieran culpables si herían o no protegían a las mujeres, entonces débiles. Los hombres se han querido quitar esa carga durante siglos, y al final son las mujeres las que se han liberado para darles ese anhelo. El resultado es lo que estamos viendo: hombres con libertad, pero descorazonados.

Para entender el significado del sexo en el imaginario de Houellebecq, antes hay que pasar por su narrativa. Las partículas elementales habla de la sexualidad como expresión de algo sagrado, acechado por el tiempo y por la erosión del deseo de los cuerpos. Aparece al final de esta obra el tema del suicidio de las mujeres, entregadas al sexo bajo la amenaza de lo efímero. Contra todo lo que puede parecer en una primera lectura, superficial, la vida pasional para Houellebecq es una vida demasiado expuesta a las relaciones de lucha a las que inevitablemente arrastra el deseo.

Para Esther, como para todas las chicas de su generación, la sexualidad no era más que un divertimento placentero, guiado por la seducción y el erotismo, que no conllevaba ninguna implicación sentimental especial; seguramente el amor, igual que la piedad según Nietzsche, nunca había sido otra cosa que una ficción inventada por los débiles para culpabilizar a los fuertes, para imponer límites a su libertad y su ferocidad naturales. Las mujeres habían sido débiles, en especial a la hora de parir, en sus comienzos necesitaban vivir bajo la tutela de un protector poderoso, y a tal efecto habían inventado el amor, pero en la actualidad se habían vuelto fuertes, eran independientes y libres, habían renunciado tanto a inspirar como a experimentar un sentimiento que ya no tenía ninguna justificación concreta.

El proyecto milenario masculino, perfectamente expresado en nuestra época por las películas pornográficas, consistente en despojar la sexualidad de toda connotación afectiva para devolverla al campo de la pura diversión, había conseguido realizarse por fin en esta generación. Lo que yo sentía, esos jóvenes no podían ni sentirlo ni comprenderlo exactamente, y si hubieran podido habrían experimentado una especie de incomodidad, como ante algo ridículo y un tanto vergonzoso, como ante un estigma de tiempos más antiguos.

Tras décadas de condicionamiento y de esfuerzos, por fin habían conseguido extirpar de su corazón uno de los sentimientos humanos más antiguos, y ya estaba hecho, lo que se había destruido no se podría reconstruir, igual que los añicos de una taza rota no podrían reensamblarse por sí solos; habían alcanzado su objetivo: no conocerían el amor en ningún momento de su vida. Eran libres.

La posibilidad de una isla, M. Houellebecq

Quizá les suene a algo que escribió Jack Kerouac, en On the road:

She turned away wearily. We lay on our backs, looking at the ceiling and wondering what God had wrought when he made life so sad [...]

Michel Houellebecq 1El silencio de Houellebecq es el de una conciencia enloquecida, la desesperación dolorosa cuando hasta la emoción y los gestos que la traducen están vetados. Dice una doncella en el Fausto de Pessoa: “No, no te levantes. Eso sería un gesto, y cada gesto interrumpe un sueño”.

Los sueños en la poesía de Houellebecq son de las pocas cosas que parecen no estar prohibidas. Sí lo están ciertos gestos. Otros, aparecen exagerados, rompiendo el ritmo y la calma de las noches impares.

El silencio y el sexo comparten lugar en el orden poético del autor, de forma que nada parece ordenado y en cambio encandila y adormece como si de una música mágica se tratara. El imaginario escatológico del poeta no queda demasiado lejos de Duchamp y otras vanguardias, aunque en realidad Houellebecq no fue un adelantado en esto: roza más el naturalismo burdo que cualquier corriente vinculada al arte.

Su apatía con el mundo que le rodea es directamente proporcional al primer impulso con el que acudimos a sus poesías. Su imposibilidad de perfección en la escritura parece gritarnos a veces la abdicación frente al texto. Sin embargo, hay método en su locura.

Hoy vivimos en un reino completamente nuevo,
Y la mezcla de circunstancias envuelve nuestros cuerpos,
Baña nuestros cuerpos,
En un halo de júbilo.
Lo que los hombres de antaño presintieron a veces a través de la música,
Nosotros lo llevamos a la práctica cada día.
Lo que para ellos pertenecía al campo de lo inaccesible y de lo absoluto,
Nosotros lo consideramos algo sencillo y conocido.
Sin embargo, no despreciamos a esos hombres;
Sabemos lo que debemos a sus sueños,
Sabemos que no seríamos nada sin la mezcla de dolor y alegría que fue su historia,
Sabemos que llevaban nuestra imagen dentro cuando atravesaban el odio y el miedo, cuando chocaban en la oscuridad,
Cuando escribían, poco a poco, su historia.
Sabemos que no habrían sido, que ni siquiera podrían haber sido, sin guardar en el fondo de su corazón esa esperanza,
Ni siquiera podrían haber existido sin su sueño.
Ahora que vivimos en la luz,
Ahora que vivimos en las cercanías inmediatas de la luz
Y que la luz baña nuestros cuerpos,
Envuelve nuestros cuerpos,
En un halo de júbilo,
Ahora que nos hemos establecido en las cercanías inmediatas del río,
En tardes inagotables
Ahora que la luz en torno a nuestros cuerpos se ha vuelto palpable,
Ahora que hemos llegado a nuestro destino
Y que hemos dejado atrás el universo de la separación,
El universo mental de la separación,
Para bañarnos en la alegría inmóvil y fecunda
De una nueva ley,
Hoy,
Por primera vez,
Podemos contar el final del antiguo reino.

Prólogo a Las Partículas Elementales, M. Houellebecq.

Michel Houellebecq 3

¿Por qué poesía?

El poeta hace equilibrios en el límite de la cordura. Combina métrica estricta —y se le considera un clásico en esto— con prosa poética. La forma versificada le permite decir aquello que no sabía que iba a decir, libera el subconsciente.

La rima es una ventaja extraordinaria en Houellebecq; le ayuda a liberarse también de la razón y de su propio discurso. Una estructura compacta y firme que desata la vida interior, que perturba con la repetición para calar, quién sabe, si con vitalidad o consuelo.

Entretanto leerle nos hace además a todos un poco más miserables, porque carga sin filtro contra el sistema de consumismo e hipocresía en el que vivimos. Pero no se confundan, probablemente Houellebecq no quiera cambiar el mundo. Ni siquiera él predica con el ejemplo. Seguramente Houellebecq sea un gilipollas, ese hombre gilipollas que escribe como los ángeles y tiene el poder de abrir y cicatrizar a un tiempo nuestras heridas.

Sigan por eso cantando a la desesperanza. Ojalá el día de mañana se den cuenta de que esta también fue una forma de felicidad.


Variaciones sobre un poeta gallego

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Manuel Antonio

Dudas

Precisamente porque Manuel Antonio (Rianxo, 1900- 1930), poeta gallego, ha tenido una vida tan razonablemente fotogénica cuesta encontrar al individuo tangible tras esos intentos por hacerse una biografía. Supongo que no hace falta encontrar a nadie; incluso una buena labor del retratista o biógrafo debiera ser la de esquivar al hombre redondo que se ha hecho a sí mismo (o que lo han hecho), y nunca mejor dicho. Suele ser una redondez sospechosa, esa. Qué mejor que descomponerlo, como un mecano. No he visto más que wikipedias por ahí sobre nuestro poeta, muy razonables y ortodoxas todas. Se ha creado una coraza alrededor de Manuel Antonio. Es, como diríamos, un intocable. Hay un muy digno artículo de César Antonio Molina sobre el poeta en su libro Sobre la inutilidad de la poesía, que se sale del palabreo militante. Las cartas del poeta no aclaran gran cosa; son una extensión de su fotografía, y todo contribuye a endurecer esa costra de coherencia. Así, tenemos la pajarita de poeta, la pipa de marinero y el sombrero de ala ancha; alguna vez hubo alguien que sostuvo todos esos complementos, que observaba a la posteridad con el desparpajo aprendido en las fotos de las revistas literarias de vanguardia. Pero quiero pensar que no hay nadie, que el energúmeno melancólico y rabioso que creemos ver se ha evaporado o nunca ha estado ahí, y que es la poesía anclada en esa cáscara la que sostiene todos los versos, como si los versos necesitasen de una percha.

Ruido

Pensemos, antes de seguir, que se trata de una percha sin apellidos. El Pérez Sánchez se le ha caído al nombre. Puede que el Pérez fuese una de las primeras trabas que encuentra para ser poeta. Se quita de en medio los apellidos. Esto es lo primero que hará el poeta; antes del primer verso compone el nombre. Más ligero, todavía se ve rodeado de aldea, y la aldea es otro incordio. La aldea, como se sabe, es el punto más lejano de un centro, de cualquier centro. La aldea es un enterrarse bajo un cielo. El centro es ruidoso y el tiempo corre rápido. Octavio Paz: «La época moderna es la aceleración del tiempo histórico». Manuel Antonio asume hasta tal punto esa máxima que también en él se acelera el tiempo vital. «La vida obliga a la prisa por vivir porque el pan enseguida se pone duro», diría Ramón. Los futuristas italianos, menos metafóricos, asombrados por la velocidad de los trenes, fundan su religión, una metafísica de la turbina con mucho ruido de exclamaciones. La ciudad es la gran expendedora de novedades, y a principios del siglo XX no va a haber otra cosa que sed de novedades. El terremoto apenas llega a la aldea.

Pero él se va a enterar de todo. Conecta con Dieste, Castelao, también rianxeiros, y con Vicente Risco, el oráculo del momento. Risco le consiente, y al mismo tiempo, le advierte contra la moda de los ismos. Es posiblemente gracias a Risco que le llegan a Manuel Antonio las novedades artísticas de esa Europa efervescente. Risco lo sabe todo y le pone al tanto pero también le informa que a él no le interesan ninguno de esos movimientos (cubismo, dadaísmo, neo-imaginismo, creacionismo…). Tanto Risco, como Castelao, hablan de crear un arte gallego, ajeno a modas extranjeras. Si acaso, nombra el Saudosismo portugués, los haiku japoneses y el Arte Negro, y por encima de todo las literaturas nórdicas antiguas y modernas (celta y escandinava principalmente). Risco era una suerte de Pound galaico, un sabio oriental que se volvió loco al encontrarse rodeado por la barbarie guerracivilesca.

A pesar de todo Manuel Antonio cae, de puerta afuera al menos, en esa superstición; asume lo nuevo como principal valor estético. Y lo nuevo es la juventud y sus valores. Es la época de los manifiestos artísticos, y escribe uno con ánimo de dinamitero, que titula Máis alá. Lo que se echa en falta en este manifiesto es la absoluta ausencia de sentido del humor. Cosa, por cierto, que no le faltaba a Valle-Inclán, «mestre da Xuventude imbécil de Galicia», según el manifiesto. El dolor del castellano. Una prueba más, quizá, de lo poco que en realidad interiorizó el espíritu bromista de las vanguardias. Se diría que no estaban las cosas para bromas. A mediados de los 80, y mentando a Manuel Antonio, Suso de Toro publicaría Manifiesto Kamikaze, en el que recomienda, entre otras cosas, hacer croquetas con la momia de Castelao. Está muy bien, este texto. Hoy en día dan un poco ganas ya de hacerse unas croquetas con la momia Manuel Antonio, dejando a un lado el bigote.

De todas formas Manuel Antonio manda al cuerno también a los santos de la literatura gallega, y emplaza a sus paisanos a dejar a un lado el patriotismo llorón. Es un hombre de acción. El vivir como deporte, consigna en una carta desde el mar. No ha hecho otra cosa en su vida más que remangarse para estrangular esa melancolía que lleva en los huesos. Sale al mundo a buscar los versos, a recolectarlos, y de paso una futura República Galega.

Biografía

Manuel Antonio y dos amigosManuel Antonio, que es todavía un romántico inglés o alemán, sabe que vida y obra son lo mismo; huye del aburrimiento y de una vida sin biografía. Lo de hacerse una biografía es una preocupación vieja del escritor, y sobre todo del poeta. La poesía está más cerca de la vida, es una sombra que lleva encima el versificador. El poeta no puede dejar a la poesía en casa, o usarla para pasar el rato los domingos. Otra cosa es que escriba versos todos los días, que no hace falta, o incluso no conviene.

Manuel Antonio, efectivamente, fue uno de esos poetas que pronto se encontró con la imperiosa necesidad de irse a morir a Grecia, como Byron, y de paso hacía la revolución. Sus intentos son bien conocidos; en 1918, todavía estudiante en Santiago, escribe al vicecónsul de Francia en A Coruña para pedirle que le dejé alistarse en la Legión Extranjera del ejército francés para luchar en la Primera Guerra Mundial, y en vista de que el vicecónsul no quiere saber nada de tal petición, Manuel Antonio coge un tren para Irún y lo detienen en la frontera. La leyenda habla de unos días de cárcel por la trastada y una vuelta heroica a casa. Le tentará también la Revolución Rusa y la guerrilla de Sandino en Nicaragua. Como se ve, siempre acontecimientos históricos de primera categoría. Por suerte para su madre todo eso se quedó en agua de borrajas. A falta de guerras o revoluciones se hizo marino.

Para contar la vida de Manuel Antonio es importante mentar a su madre. Se queda sin padre a los cuatro años, así que no le queda más que una madre conservadora que va a misa los domingos y un tío en Padrón que ejerce de sochantre en la parroquia. Es algo que se repite siempre al hablar de Manuel Antonio, lo de la madre conservadora, como si hubiera sido más probable tener una madre jipi, una especie de Cher con mandilón negro en la Galicia costera de principios del siglo XX. Precisamente tras la muerte de Manuel Antonio, esa madre conservadora no toca ni un papel del hijo poeta durante décadas, hasta que unos venerables rescatadores convencen a la madre moribunda y se hacen con el alijo de cartas y poemas inéditos y papeles varios. Después, tampoco se aprovecha mucho ese legado, por miedo a destapar al radical nacionalista o por lo que sea. Manuel Antonio siempre tuvo fama de extremado. Entramos aquí en la guerra entre catedráticos, siempre desinteresadas. En lo ideológico da un poco igual saber si el poeta era independentista, me parece. Su poesía es, de todas formas, impermeable a todo eso. Las Asambleas Nacionalistas le hicieron poco efecto al poeta. Va y viene de ellas, un poco asqueado de tanto consenso.

Si tuviésemos que resumir su vida en tres palabras nos quedaríamos con estas: poesía, mar, tuberculosis. Escapando de la tuberculosis que mató al padre se refugia en Padrón, con solo dos años, en casa de su tío sochantre. A los 12 años deja las cosas claras; no va a hacer carrera en la Iglesia. Aquí, ovación de sus filólogos futuros. Estudia el bachillerato en Santiago de Compostela. Y ponemos ahí a la poesía, que le llama desde el otro lado de la ventana, como un vampiro flotando en el aire. Qué de gente debió arruinar esta ciudad.

En Vigo descubre otro tipo de ciudad, menos de su gusto quizá. Pero es un poeta urbano; detesta el ruralismo. Lucifer es un viejo aldeano y burgués, todo en uno. La ciudad le abruma y le atrae. Estudia en la escuela de Náutica. Vigo, en parte, le resulta incomprensible; el dinero, el fútbol, la burguesía. Qué burguesía no acabamos de saberlo; él la reconoce. Esa es la ciudad que no le interesa. Le gusta su cosmopolitismo, o lo que él entiende por tal. Es un mundo nuevo que le atrae. Toda ciudad o pueblo portuario tiene un ambiente de perdición destacado, como si la soledad de los mares hubiese calado a fondo en cada una de las calles y habitantes. En una de sus cartas a su primo Roxelio habla de Vigo:

As rúas, de noite, teñen un aspecto de pervertimento e de deformidade en segredo (istes cines de putas pintadas; istas tabernas semimisteriosas; istes mangantes que van matando en borrachera as horas noiturnas de descanso; as carcaxadas histéricas que saen do fondo de calquer curruncho; unha puta calexeira que che aborda temerosamente, c’ unha escitante fracasada; os mariñeiros eistranos que pasan falando falas descoñecidas; as luces adormentadas dos barcos da badía).

Uno de las grandes chascos de esos referentes galleguistas y artísticos de principios de siglo (Vicente Risco, Castelao…) es que a poco que salieran de Galicia o España se escandalizaban como señoronas de aldea ante lo que ellos entendían como desórdenes y desviaciones de la moral. Por ejemplo, en ese diario de Risco en Alemania, Mitteleuropa, llega a confesar que está pasando una crisis religiosa, «de exaltación relixiosa», «contra a impiedade». Y recuerda que Castelao pasó por lo mismo en Francia. No parece el caso de Manuel Antonio. Se siente irremisiblemente atraído por los neones y la estética de una moral que se descompone.

Por fin se embarca; primero en el paquebote Constantino Candeira, a las órdenes del capitán Augusto Lustres Rivas, al que dedica su libro de poemas, después en el buque holandés Gelria y por último en el pesquero de altura Arosa.

Se incide en la dura vida que llevó en esos mares. Salud precaria, largas jornadas de trabajo fatigoso. No cabe duda; alguna que otra queja deja en sus cartas, y es fácil imaginar que no solo se dedicó en sus travesías marítimas a mirar el horizonte y escribir versos. Ese mar le dio el espacio; para eso había salido de casa. No era un marino que escribía versos, sino un poeta que se hizo marino para salir de su aldea y encontrarse poéticamente. Ya se había hecho a la idea de que los versos que estaba destinado a escribir no podían escribirse en el ambiente rural en el que había nacido. Con ese aburrimiento también se nace, y ese aburrimiento él lo encuentra en la aldea. Se entiende; un chico que mira a París, con sus dadaístas y cubistas y surrealistas pegándose en los cafés. En septiembre de 1925 recibe unos navajazos por defender a una señorita, pero no es lo mismo. Presume de los pocos milímetros que le faltó a la cuchillada para seccionarle una arteria. Ya que no va a ser poeta en París se conformará con pasear los océanos en barco. La vida de marino es la alternativa más o menos razonable a esos prontos juveniles y fracasados de participar en la Primera Guerra Mundial o en alguna revolución.

En 1929, ya muy enfermo de tuberculosis, vuelve a Asados, una aldea muy cercana a Rianxo, y el 28 de enero de 1930 muere.

paquebote Constantino Candeira

Poesía

En el paquebote Constantino Candeira escribe De catro a catro. Follas sin data d’un diario d’abordo (Nós, 1928). Participan en la edición del libro el escritor Rafael Dieste, también de Rianxo y amigo de Manuel Antonio, y es ilustrado por Carlos Maside.

Es el poemario. Era el poemario. Fue muy celebrado dentro de la literatura gallega, desde Cunqueiro hasta el Grupo Rompente, a mediados de los 70. Ya no me atrevo más que a cazar versos al vuelo, nervioso por si todo se me derrumba. Y se me derrumba, lo sé, al menos en parte. Y se me derrumba como se le derrumba a uno la juventud, qué cosas. Manuel Antonio es el poeta oficial de la vanguardia gallega, un Vicente Huidobro menos charlatán y desatado. Unos poemas en los huesos. Por debajo del maquillaje formal muy del momento que le toca vivir, está el poeta intimista y solitario que ya deja caer los versos sin importarle mucho cómo caen en la página. Menos caligramas y más sangre.

Nos bordeis xa saben
que a nosa moeda
ten o anverso de ouro
e o reverso sentimental
Os ecos imprevistos
do noso cantar sonámbulo
apagarán os focos de madrugada
Mañá despertaremos
na ausencia desta xornada
Esquivouse unha folla
do diario efusivo

El valor de Manuel Antonio está precisamente ahí, en ese tono sentimental y seco al mismo tiempo con el que describe esa vida en el mar, traspasada por ciertas alucinaciones elegantes de la soledad.

Xa non vira o vento
por que a noite fechou tódalas portas

Su otro gran acierto está en la introducción del vocabulario marítimo en su poesía. Calima, barlovento, singradura, gavia, cabotaxe. La materia y el peso del poema.

Este verso, por ejemplo:

O sol era un páxaro triste
que se pousaba no penol

El más fiero vanguardista de la literatura gallega describe con nostalgia un mundo en extinción. Como dice César Antonio Molina «Manoel Antonio, situado al final de un mundo todavía romántico, intimista, sentimental y perfectamente hundido en las raíces de la naturaleza rural y marina, eleva esos elementos básicos del hombre antiguo uniéndolos al nuevo mundo presentido ya como algo inevitable tras el humo de esos vapores vistos desde los últimos veleros».

Al igual que Kafka, tuberculoso, Manuel Antonio parece atrapado en esa lucidez de una muerte temprana. En fin, el cuerpo.

A alba nova sorprendeume
cacheando entre los luceiros
unha despedida que se me perdeu

 

Houellebecq el clon

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Michel Houellebecq 1

Michel Houellebecq es el primer escritor clon de la historia. O el primer clon escritor, si se prefiere. El primer novelista que adopta la perspectiva del clon sobre el humano para narrar los últimos días de su existencia en el planeta tierra. Quizá sea este el designio final de su literatura. Y algunas de sus novelas lo iluminan con perversa autoconciencia, como La posibilidad de una isla, la más incomprendida de todas, en parte por esto mismo. Por mostrarnos en toda su crudeza elemental la verdadera evolución de Houellebecq desde la payasada aún humana (el ángulo clown de su literatura) hacia la risotada posthumana (el ángulo clon de su vida y obra), dominante al fin. Sus máscaras narrativas se desplazan así entre avatares y clones, réplicas virtuales y dobles biológicos del escritor carismático.

Por otra parte, todas las novelas de Houellebecq constituirían el «inconsciente político» de la hipermodernidad europea, como la denomina Lipovetsky. El éxito increíble del discurso de Houellebecq se fundaría, de ese modo, en haber sabido articular, no importa si por afán de notoriedad mediática o de cruda revancha social —como le achacan sus numerosos enemigos— un discurso provocativo, minoritario e impopular con fuerte tirón mayoritario en un contexto comunicativo donde la novela parecía condenada por imperativos comerciales a la inanidad estilística, la moralización y el entretenimiento de masas o el ocio más inofensivo.

El método Houellebecq

¿Tuvo Houellebecq una infancia normal? Cuenta la leyenda literaria que ese período instructivo de toda vida se lo pasó al cuidado de su abuela mientras su madre, a la que luego odiará por esto, se lo montaba a lo grande viviendo la vida loca de las comunas libertarias y la fraternidad comunista de la época. Así que Houellebecq, como escritor y como hombre, es un reaccionario «hijo de mala madre», el subproducto esquizofrénico de los excesos naturalistas de los años 60 y demás derivas políticas de la moda primaveral de entonces.

A la sombra afectiva de la abuela, el niño Houellebecq se transformaría en un monstruo filosófico: cuerpo infantil y cerebro senil. Con muy pocos años, su cuerpo emaciado prematuramente poseía la sabiduría acumulada de milenios de conocimiento y experiencia del mundo. Cuando se miró al espejo por primera vez, retrocedió con pasmo, horrorizado ante lo que veía. Ese cuerpo y esa mente no parecían habitar el mismo espacio-tiempo. Tardaría años en volver a mirarse sin miedo a reconocer al otro en sus facciones. Los mismos años quizá en que decidió hacerse poeta. Escribiendo cosas como esta: «Por un lado está la poesía, por otro la vida». O como esta: «Sed abyectos, seréis auténticos». El año pasado se publicó por fin en español el libro Poesía que recogía sus cuatro poemarios (Sobrevivir, El sentido de la lucha, La búsqueda de la felicidad y Renacimiento). La verdad del individuo Houellebecq se encuentra en estos poemas. Lo cual no quiere decir que sean superiores a sus novelas. Ni tampoco subsidiarios. Es la misma esencia radical, la misma fragancia tóxica, solo que envasada en un frasco distinto. El espíritu Houellebecq, como una marca acreditada, exuda de su poesía de un modo más puro, más intenso, quizá incluso más libre, sin dejar de ser un efluvio inconfundible desde el principio. En uno de los poemas de Sobrevivir parece anunciar el método novelístico con que se hará célebre algunos años después: «Toda sociedad tiene sus puntos débiles, sus heridas. Meted el dedo en la llaga y apretad bien fuerte».

H.P. LovecraftEn los mismos años en que Houellbecq se miraba en la poesía para reconocer la profundidad abisal de su espíritu («Toda gran pasión desemboca en el infinito»), escribió un libro extraño, como correspondía a la figura desesperada del romántico que se ha extraviado en un mundo demasiado cínico y prosaico que no solo no reconoce sus valores sino que los ridiculiza y humilla («La vida es dolorosa y decepcionante»). Un libro sobre uno de sus ídolos intelectuales, el escritor norteamericano de relatos de horror Howard Philips Lovecraft. En esta monografía extraordinaria (Lovecraft contra el mundo, contra la vida, 1991), que él considera su primera novela, Houellebecq aguza la cuchilla de su pensamiento negativo en contacto con el ideario pesimista y puritano de Lovecraft, que le sirve de excusa para enunciar fórmulas proféticas como esta: «Pocos seres han estado más preocupados, más heridos hasta la médula, por la convicción de la futilidad absoluta de las aspiraciones humanas. El universo no es nada más que un aleatorio ensamblaje de partículas elementales. Una figura en transición hacia el caos. Que es lo que finalmente prevalecerá. La raza humana desaparecerá. Otras razas aparecerán y desaparecerán a su vez. Los cielos serán glaciales y vacíos, atravesados por la débil luz de estrellas moribundas. Estas también desaparecerán. Todo desaparecerá». En esa misma parrafada de un lirismo algo trasnochado, que, sin embargo, contiene ya el anuncio del título de una importante obra venidera, califica nociones humanistas como el bien, el mal, la moralidad o los sentimientos como «ficciones victorianas».

Yo soy yo y mis eccemas

Houellebecq es, en efecto, un neurótico nihilista fabricado con defectos somáticos en un laboratorio clandestino de la posguerra europea con el fin de que sus eccemas seborreicos y demás erupciones cutáneas lo hicieran más humano que los humanos: sensible al sufrimiento y al dolor intolerable de estar vivo y lo bastante lúcido respecto de la entropía y la decadencia universal de la vida. Un Ecce Homo eccematoso y excéntrico: la imagen carnal del último de los hombres, el hombre acabado de las postrimerías, la manifestación póstuma del ser humano en las últimas. El pesimismo hipertrofiado de sus esquemas, de una intransigencia imitada de Schopenhauer, le condujo a encarnizarse cada vez más consigo mismo, como pelele de la farsa universal, y con la voluntad de poder y las representaciones del mundo, sin refugiarse en mentiras consoladoras, ilusiones patéticas ni falacias poéticas.

Como la francesa es una cultura seria, el poeta Houellebecq no tardó en hacerse novelista. Su primera novela (Ampliación del campo de batalla, 1994) era un manifiesto explosivo, el anuncio de una carrera maratoniana contra la fatiga empeñada en la demolición espectacular de los mitos blandengues de la sociedad actual. Muchos la tomaron, para restarle alcance a la propuesta, por una requisitoria retrógrada contra la finisecular falta de valores en una Europa extenuada y decrépita. La descripción despiadada de un estado de cosas con fecha de caducidad inminente. Como pasaría con la segunda novela (Las partículas elementales, 1998), de efectos aún más devastadores, donde Houellebecq, ya sin complejos intelectuales, anuncia ese mundo con el que sueña como terminación ideal de la historia humana: un trasmundo aséptico como el soñado por la tecnocracia planetaria, desexualizado a más no poder y lavado de toda impureza humana, una suerte de purgatorio tecnológico para la aceleración sexual y el paroxismo publicitario del sexo acaecido entre los habitantes de las tierras occidentales desde los turbulentos años 60. El ajuste de cuentas con la miserable evolución de la sociedad francesa de las tres décadas doradas es feroz. Los sesentayochistas profesionales son vistos como payasos mediáticos, gurús del vacío espectacular, profetas de la vacuidad consumista y telegénica. Pero los gestores reales del presente y sus súbditos entontecidos no son retratados con más afecto ni conmiseración. Todo el escenario patológico es iluminado con la luz inhumana de un quirófano metafísico. Con Houellebecq oficiando, escalpelo en mano, de cirujano anímico, perforando con visible sadismo cada glándula enferma y cada órgano canceroso de la realidad. Y todo con la excusa de liberar a la criatura humana del dolor y la infelicidad de estar viva. Houellebecq es el primer novelista moderno en sentir la conciencia del fracaso de la especie como remordimiento individual y como fatalidad sin remedio. Houellebecq afirmaba en esta novela su creencia en el progreso, conforme a los criterios positivistas de su maestro Augusto Comte, pero en un progreso que ya no era (ni podía ser) humano. Al final, en el curso de un apocalipsis ambiguo que representa un nuevo génesis para una nueva especie, los humanos son relegados a la inexistencia y los clones ocupan su lugar en el mundo. Mediante este escenario catastrófico, Houellebecq narra la epopeya científica del origen de sus semejantes morales, los clones, esa raza neutra con la que se identifica desde el principio. Él es, de ese modo, «el primer representante de una nueva especie inteligente creada por el hombre a su imagen y semejanza». Dicho lo fundamental, establecidas las coordenadas expresivas de su visión del mundo (ironía provocadora, negatividad autocrítica, imaginación apocalíptica y contundencia inapelable), no quedaba sino ir perfilando el decorado idóneo del magno evento.

Michel Houellebecq 3

Tres años después publica Plataforma (2001). Una gran novela estimulante y desoladora sobre la imposibilidad de experimentar el amor en un mundo capitalista dividido entre la pornografía y el terrorismo. Es, en este sentido, la primera historia de amor ambientada en los tiempos del porno. La primera historia de amor, por consiguiente, que toma en cuenta la mutación cerebral por la que el porno se transforma, de repente, en el modelo de erotismo diseñado para el disfrute anafrodisíaco de los clones del mañana. Como no podía ser de otro modo, el cuerpo es el protagonista absoluto de la novela: el cuerpo de un hombre (Michel) y, sobre todo, el cuerpo de una mujer (Valérie) cuyos deseos, fantasías y placeres son tan importantes por una vez como sus sentimientos o sus afectos más íntimos. El apasionado amor carnal de Valérie y Michel se desenvuelve entre el escenario porno que le da vida, con el turismo sexual como trasfondo decorativo de la trama, y la carnicería terrorista que le pone fin, con el integrismo religioso erigido en amenaza terrible para la vida. El amor ya no es solo una experiencia privada, el mundo interfiere en él de todos los modos posibles, con su vivificante promiscuidad y también con toda su avasalladora fuerza de destrucción. En esta gran novela trágica, Houellebecq reinventa el amor entre hombres y mujeres siendo absolutamente contemporáneo de la era de la disolución efectiva del contrato sexual.

El evangelio según Houellebecq

Hubo que esperar a La posibilidad de una isla (2005) para que Houellebecq, tras el emotivo entreacto de Plataforma, retomara la temática clon que había inaugurado en Las partículas elementales rodeado de un espectacular aparato promocional de defensores y detractores. Incomprendida y despreciada por los defensores a ultranza del orden de la realidad, La posibilidad de una isla constituye una ficción ejemplar de nuestro tiempo por su hibridación narrativa de modelos en apariencia incompatibles (sátira de creencias y costumbres, realismo sucio existencial y ficción científica) y por el uso de la tecnología más imaginativa como cuestionamiento radical de los principios convencionales de la vida humana, comenzado por el sacrosanto valor de la conservación y reproducción de la especie y la expectativa de la inmortalidad biológica. La vida humana, según la perspectiva científica de Houellebecq, habría entrado en una incontrolable fase de degradación a finales del siglo XX y comienzos del XXI, condenada a repetir sus errores históricos hasta la extenuación, o bien obligada a reinventarse a través de una forma de vida superior, integrada por clones generados y controlados por una vasta red de inteligencias cibernéticas.

Michel Houellebecq 2La trama de la novela se organiza como una narración en contrapunto entre el relato autobiográfico de Daniel 1, un cómico ácido y desengañado, un clown cinematográfico y televisivo, y los melancólicos comentarios de sus clones futuros (Daniel 24 y Daniel 25). Las vivencias de Daniel 1, profesional paradigmático de la sociedad del espectáculo, se refieren básicamente a las desventuras de su exitosa carrera artística como bufón resabiado, a la práctica y problemática del sexo y la fascinación con el sexo de las mujeres jóvenes en particular; y, además, a su interesada participación en la apoteosis de los «elohimitas»: una secta (réplica de la secta real de los «raelitas») que promete la juventud eterna a sus fieles gracias a un sofisticado procedimiento consistente en clonar sus cuerpos y transferirles su conciencia.

Esta amalgama de una descarnada crónica realista del presente (Daniel 1 registra los hechos relevantes de su vida con una conciencia dolorosa de la vejez y el sufrimiento, pero también del placer, a fin de que los neohumanos mantengan una conexión emocional e intelectual con él) y una perspectiva distópica sobre el futuro como la adoptada por los clones del porvenir (la tierra ha sido devastada por guerras masivas, cataclismos geológicos y una gran sequía, y la especie humana ha regresado a la barbarie tras sufrir numerosas mutaciones) confiere a esta novela una cualidad irónica altamente sugestiva e innovadora.

Cartografía del sistema

En 2010 Houellebecq publica su quinta novela (El mapa y el territorio), con la que obtiene el Premio Goncourt que le había sido negado cuando quizá lo merecía más. Se trata, sin embargo, de una de sus obras más complejas y sutiles en línea con el perverso designio narrativo de la metáfora de inspiración borgiana (y/o baudrillardiana) que elige como título. En otras novelas pudo parecer que Houellebecq vociferaba como un demente contra esto o aquello, o clamaba como un profeta malherido y sin dios contra los vicios de la vida actual con ese tono grandilocuente que los destinatarios del discurso reclaman para poder creer en la verdad del mensaje. Aquí, en cambio, Houellebecq se instala, desde el espléndido principio, en una dicción serena y desengañada, hasta fatigada de sí misma y de la virulencia e inutilidad de sus diatribas, con la que logra modular una incisiva cartografía del presente sistémico en el momento crítico en que la confusión o indistinción del mapa y el territorio (el simulacro y la realidad) se instaura ya de manera definitiva como régimen dominante en la sociedad espectacular.

La inteligencia de la estrategia narrativa reside, precisamente, en el modo en que, sin perseguir la provocación frontal, el autor acierta a deslizarse como personaje en la trama para controlarla desde dentro y conducirla adonde se propone con gran eficacia. Con cierta ironía, se podría sostener incluso que el protagonismo novelesco, atribuido a un artista multimedia, Jed Martin, es engañoso. En su última exposición, Martin decide llevar a cabo una serie de cuadros dedicados a grandes figuras profesionales de nuestro tiempo. En ese elenco privilegiado incluye a un escritor, «Michel Houellebecq», autor del texto que confiere sentido global a la exposición. Con esa excusa, Houellebecq se infiltra en la ficción bajo una luz nada complaciente, con todos sus defectos, sin filtros ni encubrimientos, desnudo de alma y de cuerpo, por así decir. Este autorretrato irónico es el primer golpe de genio de la novela. Pues a través de la historia del artista de éxito, concebido a imagen y semejanza del escritor y de su visión desencantada y severa del mundo, este consigue plantear una reflexión de aplastante lucidez sobre la (in)trascendencia del arte en tal contexto.

En cualquier caso, la imagen alegórica del encuentro entre el escritor y el pintor, versión novelada de uno de los cuadros posibles del artista, genera la representación de una realidad exasperante, examinada desde una doble perspectiva crítica. Una realidad precarizada, pasto de las intransigentes leyes del mercado, incapaz de cumplir con las expectativas de felicidad afectiva y satisfacción material de la mayoría, abocada a una regresión ideológica, presente y futura, que transita por el regionalismo folclórico, el contubernio mediático y la indiferencia moral de unas vidas abandonadas a la banalidad cotidiana y el tedio televisivo.

La definitiva genialidad de la novela radica, sin embargo, en consumar la inscripción del autor en su creación mediante su espantoso asesinato. Con este gesto truculento, Houellebecq transmite una revelación intempestiva sobre el poder del mal en un mundo optimista que cree que el bien podrá imponerse con las políticas correctas. El escritor acepta el horror del sacrificio simbólico, exhibiendo una instantánea gore de su cadáver despedazado, con tal de manifestar el poder de la literatura en un mundo que tiende a despreciarla sin comprender su importancia. La pervivencia del mal garantiza, como sabía Bataille, que la supervivencia de la literatura esté vinculada a esa función suprema: decir el mal, mostrarlo sin contemplaciones, volverlo material de ficción para que podamos verlo, anulando la moralina, en toda su monstruosa desnudez.

De todos modos, al final, la imagen del cadáver horripilante de Houellebecq solo anuncia el momento milagroso de su resurrección clónica en una novela venidera o en un futuro promisorio aún inimaginable. O solo imaginable por él. Nuestro clon favorito. El más elocuente y conmovedor.

Michel Houellebecq

Poetas con pistolas

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Mussolini y Gabriele D'Annunzio

Mussolini y Gabriele D’Annunzio

D’annunzio era todo un caballero. Harold Acton, en su exquisita autobiografía (Memorias de un esteta, ed. Pre-textos, 2010) nos cuenta cómo eran las veladas poéticas que daba en lujosos salones florentinos, entre elegantes damas que, inexorablemente, caían rendidas a sus pies. Pero su influjo llegaba al pueblo llano. Y Acton también nos lo cuenta: “Las masas italianas pueden ser las más bulliciosas del mundo y, sin embargo, cuando la elocuencia de D’annunzio alzaba el vuelo en una plaza repleta de público habría podido oírse, literalmente, la caída de un alfiler, y aquello era antes de la introducción de los altavoces”.

D’annunzio escribía para la burguesía, para las élites. Culto, rico, muy refinado, amante del placer, despilfarrador hasta el punto de tener que vender su casa y huir de sus acreedores (como todo buen romántico: ahí tenemos el ejemplo de Byron), mujeriego (aunque él mismo se quejaba en broma, diciendo, cada vez que se veía rodeado de bellas admiradoras: “Por favor, tome nota. ¡Y aún me acusan de ir tras ellas!”). Su voz, siempre en palabras de Acton “era más que metálica, era inmensamente humana, casi bisexual, puesto que su virilidad se compaginaba con una dulzura femenina. Su entonación parecía la fina flor del Renacimiento italiano”. Cuando uno piensa en un poeta revolucionario no puede pensar en él. Y no, desde luego, no tenía nada de revolucionario, excepto una de las más importantes características de todos los revolucionarios y de todos los aspirantes a revolucionario: ser un hombre de acción.

En la guerra ya lo había demostrado como piloto de aviones, donde perdió la visión de un ojo en un accidente aéreo y llegó al rango de comandante. Y lo demostraría después, cuando, muy molesto con el resultado del tratado de Versalles, organizó una expedición armada de veteranos italianos y conquistó la ciudad croata de Rijeka, entonces llamada Fiume. Allí fundo el Estado Libre de Fiume, que es el primer experimento real de un sistema fascista. Un experimento que duró muy poco, pero del que Mussolini tomó muy buena nota. De allí salen entre otras muchas cosas el saludo romano, las camisas negras, el título de Duce, un sistema económico y político de tipo corporativista y como no, el uso rápido y brutal de la violencia como solución a todos los problemas. Esto último, la “acción directa” fascista, una bonita manera de decir que si alguien te molesta le pegas una paliza o directamente lo mandas a la tumba y adiós problema, es algo que supo hacer muy bien Mussolini (como por ejemplo, por poner uno de tantos, en el caso Mateotti), pero que no inventó Mussolini. No hay que olvidar que nuestro poeta no invadió solo la ciudad, sino que se rodeó de un nutrido grupo de excombatientes, hombres muy duros y habituados a la violencia y que debían tolerar algunas de las excentricidades de su jefe porque no tenían más remedio.

D’annunzio iba por libre, pero de un plumazo demostró ser mas futurista que el propio Marinetti, del que hablaremos a continuación. Después de la guerra ya tenía suficiente fama y éxito como para retirarse a su casa y continuar escribiendo sus libros, o como para volver a meterse en política y volver a ser elegido diputado; pero prefirió imitar a Garibaldi y lanzarse a la conquista de nuevas posesiones, siempre pensando en la “Italia irredenta”, en esa pobre gente que se había quedado fuera de las fronteras italianas fijadas definitivamente en 1870 y que, por culpa de los entrometidos ingleses, franceses y americanos se iban a quedar con las ganas de ser italianos. Sí… Pobre gente… Condenados a ser ¿qué?… ¿yugoslavos?… Ese país no se lo creía nadie. Y los nacionalistas italianos menos que nadie. No. Había que ayudar a esa pobre gente y para eso mejor los fusiles y las pistolas que los poemas. Italia debía recuperar sus “fronteras naturales”… ¿Les suena? Sí. Nuestro D’Annunzio era un avanzado. Y Hitler también tomó buena nota de ello…

Comparados con D’Annunzio, todos los demás poetas con pistola son unos pardillos. Puede que la conquista de Fiume no fuera más que una anécdota en el desbarajuste general de las fronteras europeas de 1918 a 1920. Pero para la historia de la literatura y la historia de la política es un hecho grave. Nunca un poeta montó tanto lio y nunca un fracaso tan escandaloso (al final el propio gobierno italiano se vio obligado a bombardear Fiume, para cumplir con los tratados internacionales) tuvo unas consecuencias ideológicas a tan largo plazo. Baste con fijarse en un detalle: cuando murió en 1937, Mussolini le montó un funeral digno de un jefe de estado.

¿Y mientras, qué hacía Marinetti?, podíamos preguntarnos. ¿Pues qué iba a hacer? Recitar poemas para Mussolini, pasearse con su título de “poeta oficial”. Y poco más. Nada del otro mundo… Y eso que había empezado muy fuerte. El manifiesto futurista es una patada en el estómago. Pero por lo visto a Marinetti todas las energías se le iban en la hoja del papel, y las “acciones” las dejaba para los otros. Y esa es la línea de comportamiento habitual entre los poetas con pistola. Muy pocos saben hacer otra cosa con la pistola que pasearla como un trofeo. Algunos lo llevan con verdadera dignidad. Otros se convierten en delatores y traidores a la primera de cambio. A la mayoría la pistola les viene muy grande. Pero vamos a ver algunos ejemplos…

Umberto Boccioni y Marinetti

Umberto Boccioni y Marinetti

El manifiesto futurista, volviendo a Marinetti, es algo que merece leerse. Sobre todo porque se publicó en 1909, una fecha muy temprana si tenemos en cuenta que ni el fascismo ni la revolución rusa se iban a iniciar hasta 1917-1919.

Queremos cantar el amor al peligro, al hábito de la energía y a la temeridad”, proclama el punto primero. Y desde ahí ya todo son frases contundentes, terribles… No puedo evitar citar los puntos nueve y diez, que cada vez que los leo me producen escalofríos: “Queremos glorificar la guerra —única higiene del mundo, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las ideas por las cuales se muere y el desprecio por la mujer” (punto 9).

Queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias variadas y combatir el moralismo, el feminismo y todas las demás cobardías oportunistas y utilitarias” (punto 10).

Tal vez el público de la época, los educados lectores de Le Figaro, el periódico donde se publicó por primera vez, no se tomaron muy en serio estas ideas. Tal vez pensaron que simplemente era “otro poeta loco”, u otro poeta “con ganas de destacar”. En esa época había muchos oradores exaltados (sin ir más lejos, aquí en España tenemos al radical Lerroux, que empezó diciendo que había que asaltar los conventos y hacer madres a las monjas y acabó como presidente del Gobierno y pactando con la CEDA, la derecha tradicional). Pero Marinetti hablaba en serio. Como lo demostró años después ejerciendo de poeta fascista y defendiendo a Mussolini hasta el final. Y a pesar de enmascarar su manifiesto con exóticas ideas aparentemente más inofensivas (el culto al automóvil, la pretendida sacudida a un arte “inmóvil”), lo del desprecio por las mujeres, lo de quemar museos y bibliotecas y lo de glorificar la guerra no era una simple metáfora. Y aunque la mayoría optó por no tomárselo al pie de la letra, sí hubo otros que se lo iban a tomar muy en serio. Para desgracia de la humanidad.

Marinetti había visitado Rusia en 1914. En San Petersburgo había contactado con los poetas rusos. Algunos de estos poetas luego serían poetas revolucionarios, otros simplemente revolucionarios a secas. Y otros, la mayoría, fueron víctimas de la revolución en la que en un principio habían creído y al servicio de la cual habían puesto su pluma. Marinetti también tuvo mucha repercusión entre los pintores. Algunos de sus seguidores, como Umberto Boccioni, se enrolaron como voluntarios en la Primera Guerra Mundial (la única higiene del mundo, ya se sabe) y pagaron muy caro su entusiasmo patriota y militarista. Aunque de forma menos heroica a como ellos pensaban: Boccioni, que era un buen pintor y un buen escultor, murió a consecuencia de una simple caída de caballo en unas maniobras militares.

En la primera mitad del siglo XX, poetas con pistola tenemos unos cuantos. Tenemos los españoles: Alberti, Miguel Hernández, Dionisio Ridruejo. Dionisio Ridruejo no tuvo bastante con la Guerra Civil y se fue a pegar tiros a Rusia como voluntario de la División Azul. Y luego acabó siendo uno de los más críticos con Franco y participando en el “Contubernio de Munich”, lo que le valió el exilio. Sin embargo no dejó de escribir libros de poesía. E incluso relató su experiencia en el frente ruso en uno de ellos, con el explícito título de Poesía en armas. Alberti y Miguel Hernández no llegaron tan lejos. Aunque al menos Miguel Hernández sí que se atrevió a pisar la primera línea de trincheras, jugándose el tipo, mientras otros se quedaban tranquilamente en la relativa seguridad de Madrid. Es muy conocida la discusión entre Miguel Hernández y Alberti sobre este asunto y no voy a entrar en ello, aunque, desde luego, resulta un claro exponente sobre el grado de implicación de los intelectuales en los conflictos armados y la distinta manera de evaluar la importancia de su labor. En la Guerra Civil española muchos escritores se alistaron como voluntarios. Pero tanto como si lucharon o no, la guerra les alcanzó de igual modo. Y así lo reflejaron en sus libros. Así tenemos los casos de Panero, Cernuda y Rosales, además de los ya mencionados más arriba.

Pero de los poetas españoles se ha hablado ya mucho y bien, de modo que no me extenderé más en ellos. Poetas con pistola hay en muchos países. Toda Europa se vio envuelta en una guerra u otra. Los poetas, como los pintores o los músicos, tuvieron que tomar partido. El pintor alemán Franc Marc murió en el frente mientras hacía bocetos de caballos, uno de sus temas preferidos. Su compañero Kirchner, uno de los fundadores del expresionismo alemán, no murió en la guerra pero se volvió loco. En los peores momentos del asedio de Leningrado, el compositor ruso Dmitri Shostakóvich no solo compuso una sinfonía, sino que se las apañó para presentarla al público. Su séptima sinfonía (llamada Leningrado, como no podía ser de otra manera) se estrenó en pleno asedio, entre bombas rusas y alemanas.

Los artistas luchan a su manera. A veces también llevan pistola. Y la pistola no es solo un arma, es un símbolo. Un poeta uniformado no deja de ser un soldado, aunque su deber sea recitar poemas en la radio. De los poetas españoles e italianos ya hemos hablado. Tenemos más… Tenemos a los ingleses, como Frederic Manning, un poeta de origen australiano que luchó con los ingleses en la batalla de Somme (aunque a los ingleses, y a los americanos, se les da mejor la novela bélica: desde Hemingway hasta Dalton Trumbo). Y tememos los rusos. Entre estos últimos resulta muy interesante el caso de Maiakovski. Él fue uno de los que se dejó cautivar por Marinetti. Lo frecuentó en el café El perro errante, uno de los cafés bohemios de San Petesburgo, por donde pasaban, entre otros, Ósip Mandelshtam, Anna Ajmátova y su marido Gumiliov y María Tsvetaieva. En aquel momento Maiakovski era casi más conocido como editor que como poeta. Como editor tenía contacto con todos los más importantes poetas del momento. Pero su verdadero despegue comienza después del asalto al Palacio de Invierno. Con la llegada de la revolución puso todo su talento al servicio de la propaganda bolchevique. Y al principio le fue bien. Gozó de la suficiente confianza del régimen como para poder viajar por Europa como intelectual comunista, participando en debates, conferencias y coloquios. De vuelta en Rusia se convirtió en uno de los editores de las más importantes revistas literarias oficiales y no movió un dedo para ayudar a compañeros suyos que habían caído en desgracia. Pasó de escribir poemas futuristas a escribir sobre un cristo revolucionario armado hasta los dientes acompañado de 12 guerrilleros y a proclamar que si la revolución puede fracasar por culpa del canto de unos pájaros, habrá que matar a los pájaros. Incluso dedicó un extenso poema a Lenin. Pese a todo, Stalin dejó de considerarlo un individuo leal y Maiakovski, imaginando lo que venía a continuación, se suicidó de un disparo en 1930. Y es que las palabras son peligrosas, pero las pistolas lo son más.

Vladimir Maiakovski con Lili

Vladimir Maiakovski con Lili

Natalia Carbajosa: Poesía y materia

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chema madoz

Fotografía de Chema Madoz.

Poesía visual no es la que se ve: es la que se oye con los ojos.
(Tomás Sánchez Santiago)

La relación de la poesía con los objetos es un viaje de ida y vuelta que, dependiendo del espíritu de la época, se subraya o se escamotea para el lector, y por supuesto acusa los vaivenes de toda acción-reacción. Así, por ejemplo, donde los románticos y los simbolistas ponen el énfasis en la inmaterialidad de la poesía, la pura ensoñación no dependiente del referente, las vanguardias recuperan para el poema el peso, el volumen y la tridimensionalidad. No hay ruptura como tal: lo que el padre del simbolismo, Mallarmé, anticipa para las vanguardias —en palabras de Muriel Durán: la autonomía estética del significante—, lo aprovechan para sí los constructores del poema-objeto.

Buscada o no, la relación de la poesía con la materia es tan antigua como el mundo. Afirma un poeta amigo de las cosas, Sánchez Santiago, que «una hipótesis nunca comprobada —y acaso por eso mismo más sugestiva todavía— plantea que en algún momento de la antigüedad se escribían los textos poéticos sobre los propios objetos aludidos en ellos (…) Con el tiempo, bastaría con dibujar el texto replicando con palabras la forma del objeto referido. Este sería el origen de los caligramas, llamados entonces technopaegnia». Largo es, pues, el camino recorrido desde estos caligramas tempranos hasta los de Apollinaire, pasando por los textos medievales árabes, hebreos o chinos donde la caligrafía se pone al servicio de la imagen, o la obsesiva materialidad del Barroco de la que hablaba Octavio Paz. En la efímera España de la modernidad, por la fuerza tempranamente transportada al contexto americano, abundan los ejemplos y los nombres propios: ultraísmo y creacionismo, Huidobro, De la Torre, Cansinos Assens, Garfias, Larrea, por supuesto Vallejo… habrá que esperar a los años 60 del mismo siglo para encontrar conatos similares: poesía concreta, letrismo, el grupo brasileño noigrades, la performance, Francisco Pino, Joan Brossa, Felipe Boso, José Miguel Ullán

No se puede, sin embargo, hablar de poesía y materia sin involucrar a los actores de la parte visual, esto es, los artistas plásticos. Desde el célebre urinario de Duchamp hasta las fotografías actuales de Chema Madoz, el llamado —con un tanto de grandilocuencia— arte conceptual y sus muchas derivaciones —land-art, pop-art, fluxus, etc.— ha conseguido, desde una perspectiva ante todo social y económica que involucra al objeto industrial y los bienes de consumo, devolver a la primera línea de la reflexión poética la relación entre la poesía y los objetos. Y aquí es donde tiene cabida un fenómeno artístico-editorial, igualmente deudor de las vanguardias, que subraya, precisamente, esa relación milenaria entre poema y objeto, y lo hace mediante un método de fabricación absolutamente artesanal e insólito en la era posindustrial: se trata de «revistas» editadas por artistas plásticos como La Más Bella, Lalata y Tres en suma.

La Más Bella es un proyecto editorial creado por tres personas en 1993: Diego Ortiz, Juanjo El Rápido y Pepe Murciego, inspirada, entre otras, en iniciativas como las del fotógrafo Alberto García-Alix durante la movida madrileña. Proyecto deliberadamente limitado («no editar más de la cuenta, más caro de la cuenta, más malo de la cuenta. Y hemos tratado de hacernos la pregunta de ¿a quién le gustamos, quién nos ve ahí fuera? Y la respuesta es: prácticamente nadie nos ve ahí fuera»), distribuye packs de poemas-objeto en los que colaboran artistas de todas las disciplinas y que constituyen en sí mismos, en cada nueva edición, una nueva vuelta de tuerca al ingenio más despierto. Acompañan las presentaciones con performances y, como medio de distribución, han creado un objeto-estrella, la Bellamátic, su propia máquina expendedora de ejemplares. Lalata es un colectivo radicado en Albacete y formado por dos editoras, Carmen Palacios y Manuela Martínez Romero, que a su vez convocan para cada número a cuantos artistas envíen propuestas ajustadas a un tema concreto, y que ellas convierten en un producto artístico empaquetado y etiquetado, «una lata de conservas cerrada herméticamente, cuyo contenido son objetos artísticos únicos». Lalata ha expuesto sus creaciones en las principales ferias y museos de arte contemporáneo de nuestro país, y está activa desde el año 2001. La propuesta más joven que quisiera destacar aquí viene de la mano del colectivo Tres en suma, un grupo de ocho artistas plásticos (Olga Antón, Andrés Delgado, Caridad Fernández, Fernando Carballa, Mariano Gallego Seisdedos, Eva Hiernaux, Carmen Isasi, David Ortega y Alejandro Tarantinoubicados en tres estudios-viviendas del barrio de La Latina de Madrid, con un programa permanente de actividades —exposiciones, conciertos, recitales—. Desde 2009, publican una revista del mismo nombre que combina obras plásticas y escritas con formatos artesanales que, número a número, se van volcando cada vez más del lado del poema-objeto. Su principal aportación es esa conversión de un espacio privado —sus viviendas— en un foro público para el intercambio de ideas artísticas y la confluencia de voces creadoras.

Dentro de sus diferencias de concepción, radio de acción y producto acabado, estas tres revistas, como tantas otras a lo largo y ancho de nuestro país y por todo el mundo, comparten ciertos rasgos: su independencia respecto de los cauces oficiales de edición, lo que las convierte, a la fuerza, en ediciones limitadas; la heterogeneidad de sus aportaciones, donde no se descarta nada, del poema lírico tradicional al videoarte, pasando por el happening y esas fronteras difusas que recrea entre el arte y la vida; su vitalidad y entusiasmo; y, sobre todo, su voluntad de quedarse ahí, en el terreno poético-material de los antiguos technopaegnia, decisión más que llamativa en estos tiempos en que nada a lo que no se consiga acceder, si no es mediante un clic, parece posible.

Y aquí aflora, a mi entender, una dimensión del arte que acaso la saturación digital, aun sin proponérselo, ha desplazado de su centro: el aspecto social del mismo. Está claro que el artista crea en soledad, y el receptor del arte lo hace también en soledad —aunque nos rocemos con los demás en bibliotecas, cines, teatros y salas de exposiciones, la recepción contemporánea de toda obra artística, en Occidente, es eminentemente solitaria—; pero para poder disfrutar de propuestas como las de La Más Bella, Lalata y Tres en suma, artista o espectador tienen que desplazarse, participar en sus performances, hablar con los editores, meterse en sus casas. En una palabra, compartir. Dejar a un lado individualidades, egos y rivalidad, entre otras cosas porque, como bien dicen los editores de La Más Bella, no hay motivos para ello («prácticamente nadie nos ve ahí fuera»). Hasta cierto punto se recupera, sí, el anonimato que durante siglos acompañaba al artista, su condición de artesano —antes de que empezara a estar mal visto eso de que el intelecto se manchara las manos— y, del lado del lector o espectador, el disfrute en comunidad.

Que la poesía no es solamente lenguaje, es algo que en Occidente parecen haber asimilado mejor los artistas plásticos que los propios poetas, acaso agobiados estos últimos —aunque no siempre de un modo consciente— por el peso de tanta teoría literaria, en el siglo XX, aferrada al signo lingüístico. Por eso estos artistas-editores toman formatos reconocibles de la sociedad de consumo y, sacándolos de la cadena de montaje, los ponen a cantar y a recitar para quienes, como en el viejo romance, con ellos van. Otra cosa sucede en Oriente, donde los objetos de la naturaleza siempre se han contemplado como receptáculos de pequeñas almas. Por eso no es insólito leer, en un suplemento reciente de Los cuadernos del matemático —no es revista-objeto, pero solo se publica en papel— la traducción de un poema de Mend-Ooyo, poeta mongol contemporáneo, sobre el canto de una piedra. Paisaje natural o paisaje comercial, tanto da. Si se quiere y se busca, en todo se halla poesía.

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Referencias:

Felipe Muriel Durán, La poesía visual en España. Salamanca: Almar, 2000.

Tomás Sánchez Santiago, La muerte del renglón: cinco miradas. Universidad de León, 2009.

Octavio Paz, Los hijos del limo. Barcelona: Seix Barral, 1989.

«Gestación, Gestión, Indigestión, Autogestión y Antigestión de La Más Bella». Documento en pfd.

«Dossier Lalata». Documento en pfd.

«Tres en Suma». http://www.tresensuma.com/

«Mend-Ooyo, El gran poeta contemporáneo de Mongolia». Introducción, selección y versión de Justo Jorge Padrón. Suplemento de Cuadernos del Matemático n.º 50 (2013).

Foxá, conde de lo mismo: el español que salía en las novelas de Malaparte

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Agustín de Foxá saludando a Manolete.

Agustín de Foxá saludando a Manolete.

Soy aristócrata, soy conde, soy rico, soy embajador, soy gordo, y todavía me preguntan por qué soy de derechas. ¿Pues qué coño puedo ser? (Agustín de Foxá)

Agustín de Foxá, conde de lo mismo, o sea, de Foxá y marqués de Armendáriz, nació en Madrid en el año 1903 en el seno de una familia aristócrata. Poeta, novelista, autor teatral, columnista y orador incansable, dejó a la posteridad multitud de frases ingeniosas y una obra inacabada por su temprano óbito, en 1959, a los 56 años de edad, que la evolución histórica de España ha postergado al ostracismo.

En Agustín de Foxá, conde de los mismo, Francisco Umbral lo define como «vasto, gordo, exquisito, dandi, cínico, culto y brillante» y es ese personaje, que tanto se preocupó él mismo por cultivar, el que ha sobrevivido a una obra despreciada por motivos ideológicos y de la que solo se salva una novela, Madrid, de corte a checa, que es para muchos autores, como Jaime Siles, una de las mejores del siglo XX en español. Pero Foxá no fue solo un conde gordo, como lo definiría Ussía, cínico e ingenioso con una novela fantástica.

En 1994 Andrés Trapiello se interesaría por el personaje en su célebre ensayo sobre la cultura en la guerra civil española, Las armas y las letras, rescatando del olvido al fascinante histrión de las grandes ocurrencias y provocando que su afamada novela volviera a reeditarse en diferentes ocasiones.

Dice Luis Carandell, en un artículo en El País, que Foxá era el escritor franquista que menos antipático caía a los progres y recuerda algunos de los grandes apotegmas que le hicieran famoso. Algunas de esas frases podrían haberle metido en problemas serios en la España de la época, de hecho fue así en muchas ocasiones, pero Foxá no soportaba que la realidad le estropease una gracia con la que deslumbrar al respetable.

Así, ante un ministro de Exteriores muy beato, y que llegaba tarde a una reunión del cuerpo diplomático, exclamó: «se habrá ido de curas». Otro día, fue él mismo el que llegó con retraso e inquirió: «¿A qué hora ha dicho que es la misa?»

Trapiello cita otra sentencia en la que el conde dejaba constancia de su cinismo y atrevimiento: «Hagamos de España un país fascista y vayámonos a vivir al extranjero» que, junto a la siguiente, más conocida, «Tengo el puesto ideal. Embajador de una dictadura (la de Franco) en una democracia. Disfruto de ambos sistemas», muestran los pocos reparos del escritor a la hora de llevar su peculiar humor a la política.

Él mismo resume de forma magistral su recorrido ideológico desde la aventura juvenil de la Falange al desencanto del franquismo de la siguiente manera:

Todas las revoluciones han tenido como lema una trilogía: libertad, igualdad, fraternidad fue de la Revolución francesa; en mis años mozos yo me adherí a la trilogía falangista que hablaba de patria, pan y justicia. Ahora, instalado en mi madurez, proclamo otra: café, copa y puro.

Agustín de Foxá

Agustín de Foxá.

Junto a Trapiello, el otro gran valedor de la figura del conde de Foxá fue sin duda Francisco Umbral, que lo sitúa escribiendo Madrid, de corte a checa en Leyenda del César Visionario, gran novela umbraliana sobre la Guerra Civil, le dedica un enorme artículo en Los alucinados, que ya hemos mencionado, y lo cita en numerosos artículos y obras. Tanto Trapiello como Umbral rescatan esa imagen heterodoxa y brillante del conde, pero que es solo una de las caras de una personalidad poliédrica y compleja.

Foxá estudió Derecho y se hizo diplomático. Pronto empezó a colaborar con diversas revistas de prestigio como La Gaceta Literaria de Ernesto Giménez Caballero, lugar de encuentro de las vanguardias literarias durante los años 20, así como en Héroe o Mundial. En 1930 se estrenaría como articulista en ABC, medio en el que escribiría durante toda su vida. Por esa época sería amigo de Edgar Neville, Ramón Gómez de la Serna o María Zambrano, entre otros escritores de diversas tendencias.

Como diplomático fue destinado a Sofía y a Bucarest, publicando en 1933 su primer libro de poemas, La niña del caracol, editado y prologado por Manuel Altolaguirre. Dice Umbral que en aquella época los miembros de la Generación del 27 y los escritores falangistas, de los que Foxá sería pieza clave, andaban mezclados, pues eran la misma cosa, aunque él se alejaría de ellos tras la contienda con su artículo acusatorio Los Homeros rojos, en el que Sender, Cernuda, Altolaguirre, Alberti o Miguel Hernández eran «tristes Homeros de una ilíada de derrotas».

Falangista de primera hora, mantenía una relación de amistad con el fundador de Falange, quizás más literaria que política, lo que no quiere decir que Foxá, un esteticista ante todo, no tuviera en aquellos momentos un compromiso político con el falangismo. Asiduo a las tertulias de La ballena alegre, formó parte de la llamada «corte literaria» de José Antonio junto con Rafael Sánchez Mazas, Dionisio Ridruejo, José María Alfaro, Jacinto Miquelarena o Pedro Mourlane Michelena, entre otros. Con algunos de ellos compondría la letra del Cara al sol, momento que narra en su propia novela, Madrid, de corte a checa, en la que se atribuye a sí mismo los versos con los que comienza el himno:

Cara al sol, con la camisa nueva
que tú bordaste en rojo ayer

Tras publicar su segundo libro de poemas, El toro, la muerte y el agua, con prólogo de Manuel Machado, la guerra le sorprende en la embajada de Bucarest, que abandona para sumarse al bando de los sublevados tras hacer de doble agente durante varios meses. Ya en el lado franquista, en Salamanca, se reúne con el resto de intelectuales falangistas en las mesas del café Novelty. Umbral, que denomina a este grupo como «los laínes» por estar liderados por Laín Entralgo, lo retrata de esta manera:

Agustín de Foxá, gordo y dandi al mismo tiempo, cínico y patriota, contradictorio y brillante, lee cada noche, en la tertulia del café, un capítulo de la novela que está escribiendo, Madrid de Corte a checa.

El café Novalty en la actualidad.

El café Novelty en la actualidad (Pravdaverita CC).

En Salamanca Foxá escribiría su novela más conocida concibiéndola como un episodio nacional, al modo de los de Galdós, a la que se sucederían otras dos: Misión en Bucarest y Salamanca, cuartel general. La primera de ellas se publicaría a la muerte del autor, la segunda, tercera de la trilogía, desaparecería y no llegaría nunca a editarse.

Foxá escribiría otras muchas obras. Poesía, como El almendro y la espada, Poemas a Italia y El gallo y la muerte y también teatro, en prosa y en verso: Cui-Ping-Sing, El beso a la bella durmiente, Baile en capitanía, Gente que pasa… Además, siguió colaborando con diversas publicaciones del régimen, como Vértice y Jerarquía o la publicación bilingüe hispano-italiana Legiones y Falange, que él mismo dirigió, a la vez que seguía escribiendo en ABC.

Mientras, recorrería el mundo ostentando diversos cargos diplomáticos en representación del gobierno de Franco, acrecentando su fama de hombre brillante, irónico y, en muchas ocasiones, cínico. Al terminar la Guerra Civil, y ya en medio de la Segunda Guerra Mundial, es destinado a Roma. Allí, su incontrolable lengua volvería a meterle en apuros.

Cuentan numerosas crónicas, así que suponemos que será verdad, que estando en una cena con diversos miembros del cuerpo diplomático y del gobierno italiano, el conde Galeazzo Ciano, ministro de Asuntos Exteriores de Mussolini —además de su yerno—, se le acercó y le reprochó a Foxá sus desmanes con la bebida cosa que, por otra parte, no constituía ninguna novedad, a lo que el conde de Foxá, molesto, respondió con una gracia que le acabaría pos costar el puesto y casi la cabeza. La escena ocurrió más o menos de esta manera:

Ciano: Señor de Foxá, la bebida acabará matándolo.

Foxá: Al menos a mí no me matará Marcial Lalanda.

El día de su boda con María Luisa Larrañaga.

El día de su boda con María Luisa Larrañaga.

Ciano tenía fama de cornudo en toda Italia y Marcial Lalanda era el torero de moda durante aquellos años en España por lo que, cuando se le tradujo la ocurrencia a Ciano, entró en cólera y allí mismo intentó retarlo a duelo. Se da el caso de que Foxá acusaba al italiano de lo mismo que a él le habían reprochado en España hasta la saciedad, solo que él se lo tomaba con más humor.

Serrano Súñer, homólogo español del conde italiano, y cuñado de Franco, «el cuñadísimo», cuenta en sus memorias políticas cómo Ciano presionaba de forma vehemente para que se expulsara a Foxá de Italia, llegando incluso a acusarle ante el gobierno español de espía de los aliados.

Serrano, que era amigo de Foxá y buen conocedor de su carácter y de sus ocurrencias, acabó, en una llamada telefónica con Ciano, por sentenciar el asunto:

El camarada Foxá saldrá de Italia por chistoso, pero no por espía.

Tras la aventura italiana desembarcaría en Helsinki, como ministro de España, en un país aliado de la Alemania nazi que libraba una guerra atroz con la Unión Soviética, en la que el frío y el terreno estaban del lado de los finlandeses. Allí coincidirá con Curzio Malaparte, que andaba por allí como corresponsal de guerra, otro heterodoxo, que lo convertiría en personaje literario de su célebre Kaputt, para muchos una de las mejores novelas que ha alumbrado el siglo XX sobre la barbarie de la guerra.

Malaparte y Foxá se convertirían en inseparables durante la estancia de ambos en el país nórdico. El italiano, otro escritor sin pelos en la lengua, resulta un aliado imprescindible durante las aburridas cenas y fiestas del cuerpo diplomático. Así se muestra en Kaputt, en la que el escritor italiano reproduce una gran cantidad de diálogos que concuerdan con la personalidad del español. En muchas ocasiones Malaparte intenta contener al conde cuando sus bromas, a veces potenciadas por el alcohol o por el orgullo, les ponen en un aprieto ante los altos mandos militares finlandeses y alemanes.

Foxá no solo acompañaría a Malaparte en sus correrías por Helsinki, sino que también irá con él al frente en varias ocasiones. El italiano relata una anécdota ocurrida en una de esas visitas que bien podría valernos para hacernos una idea de la personalidad del conde, si bien es cierto que no sabemos hasta qué punto la historia pueda ser real.

Cuenta Malaparte que cuando llegaron a las afueras de Leningrado, divisaron a lo lejos a dos siberianos que intentaban trasladar un abeto por la nieve. Este es el fragmento:

El coronel Lukander se volvió hacia De Foxá y le dijo:

Señor ministro, ¿desea que mande lanzar un par de granadas contra esos dos hombres?

De Foxá, envuelto torpemente en un traje blanco de esquiador, miró al coronel Lukander desde debajo de su capucha.

Es Viernes Santo, respondió, ¿por qué han de pesarme esos dos hombres en la conciencia precisamente hoy? Si de veras quiere hacerme un favor, no dispare.

El coronel Lukander parecía asombrado.

Hemos venido aquí a hacer la guerra― dijo.

Tiene razón ―replicó De Foxá―, pero yo aquí no soy más que un turista.

El coronel, estupefacto, mandó lanzar las dos granadas que, por poco, no alcanzan a los dos rusos. Sin embargo, los rusos, en vez de salir corriendo, continuaron transportando el abeto. Foxá, sonrió y dijo con voz afligida:

¡Lástima que sea Viernes Santo! ¡Me hubiera gustado ver volar en pedazos a ese par de valientes!

Además de hacer cómplice a Foxá de algunas de sus aventuras en diferentes capítulos de Kaputt, Malaparte ofrece su propia visión sobre el diplomático hispano. Así, al italiano le resulta muy interesante cómo, a pesar de pertenecer al bando franquista, Foxá analiza las razones del bando republicano y le habla de los diarios del presidente de la República, Manuel Azaña, destacando como este se había distanciado de los acontecimientos y de los personajes que lo rodeaban. Malaparte lo definiría de la siguiente manera:

Que fuera el representante de la España de Franco en Finlandia (Hubert Guérin, ministro de la Francia de Pétain, llamaba a De Foxá «el ministro de la España de Vichy») no le impedía reírse con desprecio de Franco y su revolución. De Foxá pertenecía a esa joven generación de españoles que había intentado encontrarle un fundamento feudal y católico al marxismo y, como él mismo decía, una teología al leninismo, conciliar la vieja España católica y tradicional con la joven Europa obrera. Pasado el tiempo, se reía de las ambiciosas ilusiones de su generación y del fracaso de esa trágica y ridícula tentativa.

No sabemos lo que ocurrió después entre ellos, pues Malaparte se referiría a él en términos poco agradables en La piel, la otra gran novela del italiano y, cuando se le preguntó al español por él, este contestó: «prefiero a Bonaparte». Lo cierto es que su personalidad le llevó a convertirse en personaje literario de esas grandísimas obras.

Curzio Malaparte en su escritorio.

Curzio Malaparte en su escritorio.

Tras la Segunda Guerra Mundial seguiría su periplo por diferentes países en tareas diplomáticas hasta enfermar gravemente en Filipinas, su último destino. La enfermedad no le restó ni el humor ni el talento. Cuando le subían en camilla al avión que le llevaría a morir en España susurró: «Soy el último de Filipinas».

Foxá, como diría Umbral, era un dandi cínico que escribía mejor que nadie y que se burlaba, más o menos, de todo el mundo. Tuvo incluso el atrevimiento y el ingenio de condenar el régimen franquista, comparándolo con una tribu que pone moldes en los cráneos de sus miembros para que todos tengan la cabeza igual de cuadrada. El artículo, Los cráneos deformados, le valió el premio Mariano de Cavia, solo que todos pensaron que se refería a la Rusia comunista y no a nuestro país.

No mucho antes de fallecer, escribiría estos versos con los que, al igual que él terminó su vida, nosotros concluimos nuestro artículo. Un enorme poeta tras una máscara de cínico.

Melancolía del desaparecer

Y pensar que, de después que yo me muera,
aún surgirán mañanas luminosas,
que bajo un cielo azul, la primavera
indiferente a mi mansión postrera
encarnará en la seda de las rosas.
Y pensar que, desnuda, azul, lasciva,
sobre mis huesos danzará la vida,
y que habrá nuevos cielos de escarlata,
bañados por la luz del sol poniente
y noches llenas de esa luz de plata,
que inundaban mi vieja serenata
cuando aún cantaba Dios bajo mi frente.
Y pensar que no puedo en mi egoísmo
llevarme al sol ni al cielo ni en mi mortaja;
que he de marchar, yo solo hacia el abismo,
y que la luna brillará lo mismo
y ya no la veré desde mi caja.

(Agustín de Foxá)

Mis hombres favoritos: Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma

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Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma

Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma.

Vaya por delante un asunto personal: Barcelona es mi ciudad, pero no la amo. La conozco en profundidad y creedme si os digo que no hay mucho en su aire húmedo que consiga emocionarme. Son algunos de sus pobladores —algunos amigos, otros, absolutos desconocidos, contemporáneos, unos vivos, otros no— los que me reconcilian con ella. De entre la camarilla ausente, la extrañeza surge al echar de menos a personas con las que tienes la certeza de que jamás podrás tropezarte por estas calles. Me pasa frecuentemente con dos muertos que —parafraseando la película— un día estuvieron muy vivos, dos camaradas, dos extraordinarios memorialistas, dos bebedores compulsivos, dos poetas como la copa de un pino: Jaime Gil de Biedma y Carlos Barral. Dos tipos que comparten sea leyéndolos o, casi simplemente, pensando en ellos­— el insólito mérito de dar ganas de vivir más y mejor, uno de los mejores piropos que se me ocurren ahora mismo. Tan diferentes, tan leales y rivales a la vez, de Barral y de Gil de Biedma se podría decir que, cada uno a su manera, llevaban hasta las últimas consecuencias —llevándose por delante lo que hiciera falta— la máxima de Montaigne: «mi oficio y mi arte es vivir».

A ciertas edades ya se está en condiciones de sospechar qué combustible alienta el motor que cada uno tiene en las entrañas: a unos les mueve el poder, a otros la insaciable curiosidad, a muchos solo les pone en marcha la lujuria, el reconocimiento, el temor de los demás, o la humillación. Gil de Biedma y Barral sospechamos que comparten idéntica fuerza motriz: llegar a conocerse a sí mismos. Para ello, los dos eligieron la misma arma: la poesía. La diferencia está en que Barral se cubre con ella —como una de esas capas decimonónicas que a veces le gustaba llevar, a modo de abrigo, en sus noches de alcohol—, mientras Gil de Biedma la usa para desnudarse. Fue este último quién dejó dicho que Baudelaire era en realidad un actor, «que es lo que somos todos los poetas. Solo en sus interpretaciones se les conoce». Abajo las máscaras, pues: si Barral ejerce de capitán con pipa y piel requemada, Biedma es un poeta disfrazado de poeta.

Carlos Barral 1Hay más asuntos que los unen. Los dos resultaron ser acérrimos partidarios de la felicidad, algo no tan común como se pudiera creer. A su vez, ambos compartían una vocación frustrada de huida y, por tanto, la misma condición de exiliados en su propia casa. A veces, el determinismo es ley en las familias pudientes: en sus años jóvenes fueron reticentes herederos de los negocios relacionados con la familia —una editorial por parte de Barral, la Compañía de Tabacos de Filipinas por parte de Gil de Biedma—, cachorros de casta vencedora, conversadora, leída, políglota y productiva. Quizás por ello los dos se enorgullecían de su indolencia, de estar tocados por la pereza, una forma radical de rechazo al lúgubre mantra burgués: la vida queda definida por la vía del trabajo y, fuera de eso, solo está la nada.

Tanto Barral como Gil de Biedma eran tenaces agotadores de la noche, imponentes bebedores, de una sed dictatorial. Dos brillantísimos seductores en perpetua competencia de audiencia pero, eso sí, con intereses sexuales contrarios. Feroz descorbatado uno —Barral odiaba la corbata, y en la España de Franco de los años 50 no era postura fácil prescindir de ella—, corbatista irredento el otro, la elegancia de ambos, deshilachada la de Barral, de corte exacto la de Gil de Biedma, estaba en su mirada franca y directa a la yugular. Empezando por ellos mismos: a tumba abierta y de forma pormenorizada, cada uno desgranó en sus libros su propia vida y sus respectivos fracasos como poetas, como amantes y como hombres, con el ruido de fondo del franquismo como formidable máquina de destrucción.

También llevaban los dos los paisajes de su infancia grabados a fuego: el mar de Calafell para Barral —«ese paisaje ninguno», lo llamaba él—, y el campo castellano para Biedma. A su muerte, los dos regresaron a ellos para habitarlos eternamente. Las cenizas de Barral se perdieron entre las olas de la playa de su pueblo de Calafell, en Tarragona, y Gil de Biedma fue enterrado en el panteón familiar de Nava de la Asunción, en Segovia. Incluso en este último y penoso menester también son viejos aliados que deciden dejarse vencer casi a la vez. Murieron con apenas cuatro semanas de diferencia: Barral, con 61 años, el 12 de diciembre de 1989 y Biedma, con 60 años, el 8 de enero de 1990.

En su poesía, tan distinta, fueron comunes los temas: el transcurso del tiempo y la decadencia física y moral. También compartían una mirada libre, sensual y, a su vez, extrañada, un extrañamiento que derivaba de haber tenido una infancia feliz durante la Guerra Civil. Parafraseando a Biedma, hasta cierto punto ambos vivieron avergonzados de los palos que no les dieron, señoritos de nacimiento y, por mala conciencia, escritores de poesía social.

Jaime Gil de Biedma 2«Eran como jóvenes príncipes que llegaban a nuestras sórdidas aulas», dejó dicho Manuel Vázquez Montalbán, otro bendito barcelonés, poeta de corazón y prosista de razón, esta vez de la casta de los vencidos, del barrio del Raval, tan abismalmente opuesto a las higiénicas y luminosas calles de donde proceden nuestros protagonistas.

Así eran Biedma y Barral: dos amigos poetas que se leían con fruición, que se corregían y criticaban honestamente. «Hablemos del punto y coma», se decían: era la frase clave para entrar en faena y conversar largas horas sobre la pertinencia de un adjetivo, del estricto silencio de una determinada puntuación, de la maquinaria oculta de sus respectivos poemas. «Eran unas discusiones muy agradables, hasta que se emborrachaban completamente y entonces yo los enviaba a la mierda», apostilló una vez Ivonne Barral, la mujer de Carlos, con la que tuvo cinco hijos.

Barral era un poeta hermético, un esteta atrapado en la luz feroz de la infancia y de los paisajes perdidos. Adoraba a Rilke —una especie de fiebre, una enfermedad de la que se curó traduciéndolo—, y llevaba tatuado en tinta invisible su verso «¿quién habla de victoria? Sobreponerse es todo». Era un tipo de poeta escaso que no se ponía a escribir si no tenía necesidad «de averiguarme, de verificarme», según sus propias palabras, y que siempre llevaba «una carterita en el bolsillo con un poema empezado hace dos meses, al que voy dando vueltas, unos días sí, otros no, y que finalmente un día me siento a escribirlo».

En su imaginación, secretamente consideraba que pertenecía a la tribu marinera. «En cuanto llegaba a Calafell se transformaba: de la ropa al vocabulario, hasta cambiaba de clase social, el cuerpo renegrido por el sol», explica Josep María Castellet, otro escritor, editor y crítico fundamental en España, que incluyó a nuestros dos amigos en su revolucionaria antología Veinte años de poesía española, publicada en 1960. Según Castellet, Barral era un tipo lúcido, arrebatador, de un entusiasmo febril: en Calafell «llamabas a su casa y decía, “ya bajo”, y lo hacía literalmente, de un salto, desde el balcón a la puerta en la calle, entonces rodeada de arena, a pie de playa». De las noches de humo y copas que compartieron, Castellet recuerda especialmente una: borrachísimos los dos y unos cuantos más, acabaron entre barcas. De repente, Barral empezó a vociferar a quien quisiera escucharle que había averiguado que la mejor forma de fortalecer el pene era a fuerza de darle golpes contra las rocas de la playa —una leyenda marinera quizás— y, seguidamente, al encontrar una gran piedra a su paso, se bajó los pantalones y se puso a obrar en consecuencia: tum, tum, tum.

Como una maldición, Barral huía de la vida cotidiana y del trabajo en cuanto podía, y su refugio era el mar, el alcohol, los amigos y la conversación. Sus grandes temas eran la política, el sexo y la poesía.

Porque Carlos «el Magnífico, el Grande, el Gran Seductor», como le llamaba Esther Tusquets, amiga y editora como él, era un gran conversador. De hecho, a inicios de los años 60 eran todos «unos charlatanes, en el sentido de que se hablaba mucho, nos encantaba discutir», escribió Tusquets. El sexo era otro de los juguetes preferidos de este grupo barcelonés de escritores, arquitectos, fotógrafos, modelos y músicos que fue la gauche divine. Y precisamente titularía Encerrados en un solo juguete su primera novela otro grandísimo hijo de Barcelona y gran amigo de Barral, Juan Marsé, otra de esas personas que consigue que casi ames y te concilies con esta ciudad.

Según Tusquets, Barral funcionaba pensando que todo le estaba permitido y que todo se le iba a perdonar. Como es sabido, Gabriel García Márquez envió a la editorial de Barral el original de Cien años de soledad, y este quedó abandonado en un cajón de su mesa. «No os preocupéis», afirma Tusquets que les dijo Carlos chulesco cuando unos amigos le echaron en cara tamaño error: «lo recuperaré cuando quiera». No fue así, claro, pero la afrenta, de un plumazo, quedó enterrada.

Pero no nos equivoquemos: no era egoísta. En realidad, era un tipo generoso como pocos. Cedió el relato Los cachorros, de Mario Vargas Llosa a Lumen, la editorial de Tusquets, cuando esta empezaba su andadura, y en el transcurso de una cena Carlos Barral animó a Umberto Eco a escribir algo para echar una mano a dicha editorial; el resultado fue Apocalípicos e integradosun auténtico best seller intelectual de la época.

Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Carlos Barral y J.M. Castellet, posando frente a los talleres de Seix Barra

Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Carlos Barral y J.M. Castellet, posando frente a los talleres de Seix Barra.

Barral era el campeón de los seductores y un sujeto poco común. Tenía una extraña facilidad para hacerse querer y provocar devociones, fuera entre los editores más importantes de Europa o entre el gremio de camareros de los bares de carretera del litoral mediterráneo. Curiosamente, casi todos los títulos de su obra giran alrededor de su persona, pero no era egolatría: en sus escritos memorialísticos asombra comprobar su despreocupación por ser tan abiertamente severo consigo mismo, además de su extraordinaria capacidad de análisis y de transmitir sus vivencias personales. El historiador Raymond Carr afirmó que Años de penitencia —el primer volumen de las memorias de Barral: después vendrían Los años sin excusa y Cuando las horas veloces— era el libro que, de todos los que había leído sobre el tema, mejor reflejaba el ambiente de la dictadura franquista entre 1939 y 1959.

Para Anna Maria Moix, Barral se movía en la dualidad de ser un editor vanguardista que a través del sello Seix Barral «luchó por sacar de la miseria cultural a un país hundido en la estulticia oficialmente programada por la dictadura» y de ser un escritor y poeta entregado a sus versos. A lo largo de su vida se enfrentó, según Moix, «a la contradicción entre el deseo de una vida aislada, dedicada a la escritura, y una realidad que le empujaba a la vida pública, en lucha siempre estéril contra lo cotidiano, algo que el poeta arrastraba como una enfermedad mortal».

Jaime Gil de BiedmaRespectivamente, Gil de Biedma lidia también con diversas identidades, pero en su caso todas ellas estaban subordinadas a la que iba a regir su destino con mano de hierro: la vocación inquebrantable de ser poeta. «Toda la organización de mi vida presente y futura, en lo moral y en lo práctico, descansa sobre la base de que soy, y aspiro a seguir siendo poeta. Bueno o malo, grande o pequeño es cuestión que, de momento, me interesa menos», escribió en su juventud. Y así obró hasta las últimas consecuencias. De todos los caminos a su alcance, probablemente escogió el más tortuoso: «ser poeta es, todavía, un destino serio y terrible, no una profesión pintoresca y marginal», le dijo a María Zambrano. Su entrega fue total, y su escritura escasa y lenta: tiene poemas, como Las afueras, escritos a lo largo de muchos años, y pasó lustros a la caza de una voz propia. Comprendió al cabo de mucho tiempo que el tono que buscaba para sus escritos era el de «un buen locutor de radio: una impersonalidad personal». Su fórmula fue, efectivamente, la del monólogo dramático, un hallazgo que definió parte de la poesía española —y tal vez latinoamericana— a partir de la segunda mitad del siglo XX.

Charles Baudelaire y más tarde Lord Byron y W. H. Auden fueron su obsesión personal. A su vez, sabía que en España la superioridad de los poetas respecto a ensayistas y novelistas era aplastante. Aprendió de unos y otros, y descubrió que uno debe hablar de su propio tiempo. De la década de los 50 en adelante, el pragmatismo gana por goleada a la retórica. Lo importante no es hablar, sino hacer. Y eso es lo que hace Biedma en sus versos: expresa lo que está ocurriendo —en la calle por la noche, entre dos personas en un dormitorio por la mañana, alrededor de una mesa llena de amigos, vasos…—, no lo que se está diciendo. Todo servía para la causa: los mejores chispazos de imágenes  y versos emergían, madrugadores, con las primeras luces de los días laborables, entre jabones y toallas: «no sé qué sería de mí como poeta si no me duchase», comentó una vez, y es sabido que mentalmente reescribió y pulió decenas de poemas en las interminables y tediosas reuniones de la Compañía de Tabacos de Filipinas, donde trabajaba.

Carlos BarralLúcido como pocos, bendecido por las musas, Gil de Biedma consiguió ser poeta para descubrir después que eso no era suficiente. Para él la constatación del paso del tiempo y la derrota física y moral era el núcleo de toda trama, y la partida está perdida de antemano. «Me odio a mí mismo porque tengo que envejecer, tengo que morir», escribió. La juventud y los ojos sedientos de conocimiento y experiencia eran entonces la única redención posible, pero el inquietante laberinto consiste en constatar que eso lo aprendes cuando ya es demasiado tarde: «entre la fascinación intelectual de conocerse y el instintivo horror a reconocerse hay solo una transición de pocos años», dejó dicho.  Para él, «ser joven y poeta es una de las poquísimas cosas interesantes que uno puede ser en el mundo», y esta apuesta a una sola carta gobernó su destino: a la edad de 36 años perdió la fe en la poesía «como actividad que permite construirte y llegar a ser» y renunció. Quizás por ello, de todos los suyos, su poema favorito era No volveré a ser joven.

Amigos y conocidos lo describen como un tipo robusto, enérgico, mordaz, afilado, «con una inteligencia de primer orden, disertador brillante y con una gran capacidad de seducción», según Castellet. «Un cierto aire de camionero ilustrado», un tipo al que «los placeres de la inteligencia no terminaban de suplir a la pura vida», según Luis Antonio de Villena. Pero no nos engañemos, los poetas también ríen: «tenía una carcajada contagiosa, en los bares, con la maldita ilusión iluminándole la mirada, educadamente melancólico, le incomodaba el halago y repelía la hipérbole», según lo describe Villena. Era de los que creían que la vida debía ser un incendio constante y donde a veces, entre llamas, encuentras remansos de paz como fogonazos: «una disposición de afinidad con la naturaleza y los hombres, que hasta la idea de morir parece bella y tranquila». Brillantísimo crítico y memorialista, su obra Retrato del artista en 1956 sigue ejerciendo un poder hipnótico tantos años después de su escritura. 

Es uno de los mejores poetas de este siglo, pero algunos objetan a la figura de Gil de Biedma el hecho de ser excesivamente popular. A no todos les molesta. Sus hermanas explican que se han salvado de multas, de colas y esperas burocráticas —«pero, ¿de verdad sois hermanas del poeta? Pasad, pasad, a mí me encanta»— gracias al buen oficio de Jaime con las letras. Probablemente esta popularidad se debe a una poesía cuyo «sencillo funcionamiento se basa en principios teóricos muy sofisticados, de gran economía y precisión», definición de Gil de Biedma respecto a la obra poética de Barral, una definición exactamente aplicable, palabra por palabra, a sus propios escritos.

Así, con uno y otro aprendemos que merece apostar la vida por esa centelleante cristalización del verso perfecto. Y entonces imaginamos a Barral y a Gil de Biedma en alguno de sus últimos veranos, entre vasos y humo, en mangas de camisa y la risa floja, mirándose mientras desgranan, mano a mano, con voz pastosa, el quiebro de Antonio Machado:

Poeta ayer, hoy triste y pobre
filósofo trasnochado,
tengo en monedas de cobre
el oro de ayer cambiado.

 

Gafapastas en la Edad Media

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Alejandro descendiendo en un artefacto submarino. Miniatura del Roman d'Alexandre, Oxford, Bodleian Library.

Alejandro descendiendo en un artefacto submarino. Miniatura del Roman d’Alexandre, Oxford, Bodleian Library.

¿Es la Edad Media una época tan oscura como la pintan? Pues depende de lo que entendamos por oscura. Si por oscura entendemos tristeza y atonía social, en absoluto. Os recomiendo dos libros clásicos y fáciles de conseguir, uno de Mijail Bajtin titulado La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento y otro de Johan Huizinga titulado El otoño de la Edad Media, para acabar de una vez por todas con ese tópico de la Edad Media como un túnel oscuro al final del cual aparece el luminoso Renacimiento.

Entiendo que para divulgar la historia de la literatura en un colegio haya que recurrir a buenos y malos, a blancos y negros, a padres e hijos. Entiendo que no se piense en los movimientos literarios como en flujos de ánimo que van y vienen en un extraño río de corriente alterna, sino como si fueran rivalidades futbolísticas: Madrid contra Barça, mester de juglaría contra mester de clerecía, Sevilla y Betis, conceptistas y culteranos, Messi o Cristiano, Góngora o Quevedo. Entiendo que haya que construir, sobre todo en la escuela, una especie de estantería mental, donde los niños vayan colocando los libros y los autores. Pero como sucede siempre, lo que tendría que haber sido una simple herramienta del conocimiento se ha convertido en el objeto del conocimiento en sí. Pocos maestros dan a leer sonetos de Góngora y Quevedo a sus alumnos. Los niños aprenden asqueados lo que dice el libro de texto y salen del instituto con la idea de que Quevedo fue un hincha del Conceptistas y Góngora, el presidente de Culteranos F.C.

Pero volvamos a la Edad Media. En otro artículo hablaremos de esa curiosa pareja artística llamada Góngora & Quevedo. Ahora volvamos a la supuesta oscuridad de la Edad Media. Aceptémosla por un momento, aceptemos una cierta oscuridad; oscuridad por las lamentables condiciones de vida de los campesinos, oscuridad por las enfermedades contagiosas, que se extendían en forma de plagas… ¿Es posible que esta supuesta oscuridad —signifique lo que signifique oscuridad— durara diez siglos, es decir, mil años? ¡Mil años, que se dice pronto! Llevamos cuatro de crisis económica en Europa y parece un siglo, así que imaginémonos mil años de oscuridad. Un poco agobiante. Y un poco improbable también. Pero, claro, el discurso pedagógico ha incidido tanto en la luminosidad del Renacimiento, que se necesitaba un apagón total en la Edad Media, para que Petrarca y los suyos brillaran bien.

(Abro paréntesis: así como hay discursos machistas y etnocéntricos, también hay discursos que favorecen o prestigian un momento cultural determinado en perjuicio de otros. Y eso es exactamente lo que ha pasado con los diez siglos de cultura medieval: que se han convertido en el patito feo, en la cenicienta de la historia de la literatura. Toda la gloria, toda la luz se la ha llevado el Renacimiento. El Siglo de Oro lleva chupando cámara desde la Ilustración, y ha dejado fuera de plano, y un poco desprestigiada, a la pobre Edad Media, que se repone en los últimos años como puede. Cierro paréntesis).

Por eso recomendaba antes los libros de Bajtin y de Huizinga, porque dibujan una Edad Media sorprendente para el lector que no esté muy habituado a lidiar con estos asuntos, y tenga grabado a fuego desde sus tiempos escolares el mencionado cliché de la oscuridad medieval.

Manuscrito Osuna (O) del Libro de Alexandre.

Manuscrito Osuna (O) del Libro de Alexandre.

Ojo, una cosa es cierta: muchos avances técnicos, muchas reflexiones intelectuales, muchos poemas, muchas novelas, muchos tratados teóricos sobre las más variadas materias, escritos por autores griegos (en griego) y posteriormente por los latinos (en latín), mucho progreso en una palabra, se han perdido en el descontrol que supuso la disgregación del Imperio romano. Y cuando digo que se han perdido es que se han perdido. Los textos no se distribuían todavía impresos, y no se podían digitalizar tampoco, eran manuscritos, y había pocas copias. Era muy fácil que el paso del tiempo los pulverizara literalmente, o que se consumieran en un incendio o que simplemente se amontonaran en el polvoriento rincón de una catedral, porque nadie entendía ya la lengua en la que estaban escritos o porque decían cosas inconvenientes o incómodas para la moral cristiana. No olvidemos que muchos de ellos, casi todos, se habían escrito antes de que naciera Cristo.

Así que desde el punto de vista del Renacimiento (punto de vista del que nosotros somos hijos directos), la Edad Media es un tiempo ciego porque no se ve la producción intelectual de la civilización inmediatamente anterior. En ese sentido hay una cierta oscuridad, una cierta ignorancia y hasta un cierto desprecio por eso que luego será considerado durante tantos siglos, hasta el día de hoy, La Cultura, La Gran Cultura.

Lo que sí deberíamos desterrar de nuestra cabeza cuando pensemos en la Edad Media es la idea de que fue un periodo homogéneo. Mil años no pueden ser nunca homogéneos. No es posible que diez siglos, uno detrás de otro, tengan el mismo encefalograma. Y efectivamente, si atendemos al interés por el conocimiento y al cultivo de las artes en ese largo periodo de tiempo conocido como Edad Media hay altibajos, hay dientes de sierra, hay picos y caídas en picado.

Si alguien hubiera inventado un sismógrafo cultural, y lo hubiera puesto en funcionamiento al comienzo de la Edad Media, hoy veríamos que el mayor pico de actividad se produjo —y me causa mucha desazón hablar de centenares de años como si fueran meses— en el siglo XII. El mundo moderno, el mundo tal y como lo conocemos hoy, un mundo basado en el dinero y en el intercambio comercial, empieza a desarrollarse entonces. Y ese cambio en las relaciones económicas, la prosperidad y la euforia asociada a ella, tiene un correlato cultural en forma de renovado interés por el estudio y la cultura. Las escuelas catedralicias, una especie de institutos de enseñanza media actuales, pero que servían para la formación de curas, se van haciendo más complejas y ambiciosas: studia generalia se llaman estas nuevas escuelas (studium generale, en singular) y son los embriones de una nueva institución que recibirá el nombre de universidad. A principios del siglo XIII se funda en Palencia la primera universidad de Castilla. Para entonces, Bolonia, París y sobre todo Oxford llevan ya funcionando más de cincuenta años.

La primera generación de poetas españoles —el tema del que yo quería hablar— nace alrededor de este mundo, en el que la cultura —la alta cultura— y el saber —el saber clásico procedente de Grecia y Roma— vuelven a tener prestigio y a despertar interés.

Una precisión: cuando hablamos de generación literaria, no tenemos que imaginar —ni ahora y mucho menos en el siglo XIII— un grupo de amigos reunidos alrededor de una mesa elaborando la poética que los definirá, los preceptos estéticos que todos ellos jurarán cumplir so pena de ser expulsados del grupo, como hacían los surrealistas. Los miembros de una generación o de un movimiento artístico ni siquiera tienen que conocerse entre en sí o caerse bien. No tienen que emborracharse juntos. Por no tener, no tienen ni que redactar una poética.

Muchas veces estas agrupaciones en escuelas o en tendencias o en grupitos no las hicieron los propios interesados reunidos en un sótano, en un café o en la casa de árbol, sino que las hicieron otras personas —los críticos— muchos años después. Un buen día, al leer las poesías de Mengano, de Fulano y de Zutano los críticos encontraron que entre ellas había coincidencias y similitudes. Y entonces dijeron: Fulano, Mengano y Zutano forman la generación del Nosequé, cuyos rasgos estilísticos principales son tal, tal, tal y una expresión cuidada. Luego todo eso se imprimió en un libro de texto y desde entonces los niños se lo tienen que aprender de memoria si quieren pasar de curso. No me extraña, dicho sea de paso, que la enseñanza de la literatura esté a punto de desaparecer.

Pero, ojo, que también hay buenos críticos, lectores generosos que nos prestan sus gafas para que podamos ver más allá de lo que ve todo el mundo. Son gafas con superpoderes: te las pones y notas el típico movimiento de Google Maps cuando te alejas del punto que has marcado en una ciudad desconocida: las calles se agrupan en barrios, y estos en ciudades que se hacen más pequeñas formando países que dan lugar a continentes separados por océanos que forman la Tierra, un puntito que se pierde en la Vía Láctea. Te coloca en el universo. Cuando leemos a un autor que no conocemos nos sentimos como si estuviéramos en una ciudad por primera vez. Los buenos críticos nos alejan con sus palabras del punto observado para que podamos situarlo en el mapa de la literatura.

Pero volvamos a nuestra primera generación de poetas españoles. ¿Cómo debía escribirse según ellos? ¿Cuál era su poética, por decirlo así?

La primera norma tenía que ver con la forma, algo inusual en nuestro tiempo, cuando las camarillas de poetas hacen más hincapié en el contenido que en la forma. Pero es que estamos en el siglo XIII y hasta las novelas —lo que nosotros llamamos hoy novelas— se escriben, para que sean fácilmente memorizadas, en verso.

Bueno, pues la primera generación poética española quiso distinguirse de las demás por escribir sus cosas en versos de catorce sílabas. Y no solo eso: cada uno de estos versos, tenía que estar dividido en dos frases de siete sílabas cada una separadas por una pausa. Algo así:

Mester traigo fermoso [pausa] non es de juglaría,
mester es sin pecado [pausa] ca es de clereçía

Sí, lo habéis adivinado: estoy hablando del mester de clerecía. Pero si seguimos visualizando un cura cada vez que leemos clérigo o clerecía en un texto medieval, solo estaremos entendiendo parte del chiste. Un clérigo es un cura, sí, pero solo de manera circunstancial. Un clérigo es también —y sobre todo— un tipo culto, un tipo que ha leído, que puede hablar, porque ha estudiado, de literatura, de música, de matemáticas, de historia. Y si hubiera vivido en nuestra época, también sabría de computadoras, de biología molecular y por supuesto de cine.

El escribano Jean Miélot.

El escribano Jean Miélot.

Con todas las inquisiciones que se quiera, con todas las torturas en el nombre de la fe que se produjeron, la Iglesia católica fue una institución vanguardista en la Edad Media, un motor de progreso y un estímulo para el cultivo de las artes, de las letras y de la cultura en general. Sí, una gran patrocinadora de las artes, así era la división cultural de ese gigantesco conglomerado empresarial llamado Iglesia católica. Que no nos cieguen las inercias ideológicas y los prejuicios que se van adhiriendo a las palabras con el paso de los siglos. Ser medieval en el siglo XXI es posiblemente un anacronismo, pero serlo en la Edad Media es algo bastante razonable. Yo diría que hasta rabiosamente moderno.

Si a partir de hoy, cada vez que leemos mester de clerecía visualizamos un existencialista francés con jersey de cuello vuelto o incluso un gafapasta —cultureta lo llamábamos en mis tiempos—, estaremos entendiendo mejor su significado.

Pero volvamos a los versos anteriores. Para que nos hagamos una idea, esos versos se leerían así, marcando mucho la separación entre sílabas:

Mes ter trai go fer mo so [pausa]
Non es de ju gla rí a [pausa]
Mes ter es sin pe ca do [pausa]
Ca es de cle re çí a [pausa]

¿Suena segmentado? Es que querían que sonara así, entrecortado, para que se notara bien que habían estado currándose las sílabas de cada verso —y sus obras tenían miles de versos—, que no había trampa ni cartón, ni licencias, ni atajos, que su trabajo no tenía tacha, no tenía falta, no tenía pecado, que técnicamente era irreprochable y en absoluto chapucero o improvisado. Nada de encabalgamientos: ¿qué es eso de que lo que quieres decir no te cabe en siete sílabas y que por lo tanto tienes que encabalgarlo en las siete sílabas siguientes? Nada, nada, si no te cabe, cúrratelo un poco más y que te quepa. Y nada de sinalefas, nada de unir sílabas finales con sílabas iniciales.

Miniatura de unos juglares en las Cantigas de Alfonso X de Castilla.

Miniatura de unos juglares en las Cantigas de Alfonso X de Castilla.

Cuaderna vía se llamaba este par de versos tan complicado. Cuaderna vía porque tenía cuatro vías, es decir cuatro versos; cuaderna vía porque hacía referencia al quadrivium, y porque sonaba a cuaderno, el instrumento escolar por antonomasia. Pero no a escolar de colegial, sino a escolar de scholar, de sabio, de erudito, de gafapasta que quiere marcar distancias con otra estirpe de escritores, esa que hoy nosotros llamamos autores de best-sellers, y que en el siglo XIII se llamaban juglares.

Los juglares hacían literatura para el gran público. No podían ponerse a contar sílabas. Ellos escribían y publicaban —es decir, recitaban— de memoria, como podían, en tiradas de versos asonantes e irregulares, que unas veces tenían catorce y otras dieciséis sílabas. Normal: ponte tú a memorizar cinco o seis libros de 1000 versos cada uno. Ellos hacían lo que podían, se aprendían pasajes un poco neutrales, un poco que no decían nada, y que servían para rellenar cualquier historia cuando les fallaba la memoria. Los juglares no son flores de studium; son escritores 4×4, que van arrasando jardines campo a través.

Los de la cuaderna vía preferían hilar más fino, recrearse en la suerte y que se notara. Escribir versos de catorce sílabas es muy difícil. Probad a escribir alguno. Lo más seguro es que os salgan octosílabos del tipo En un lugar de La Mancha. O endecasílabos: De cuyo nombre no quiero acordarme. Pero os costará mucho componer un tetrástrofo monorrimo, que así también se llama la cuaderna vía.

Esta actitud de reivindicación técnica me recuerda a la mía propia: en cierta ocasión, discutiendo con una amiga a la que le había encantado El código Da Vinci, de Dan Brown, yo criticaba la novela porque el narrador no era consecuente con el punto de vista. Y me extendí sobre esa cuestión técnica, que a ojos de un novelista cultureta como yo clamaba al cielo. Cuando terminé la disertación, mi amiga me miró como a un marciano, se encogió de hombros y dijo:

Qué más da. A mí me ha entretenido.

TAREA

Para el próximo día echad un vistazo —no digo leer porque es muy largo y reconozco que un poco duro— al Libro de Alexandre, que es al mester de clerecía lo que Cien años de soledad al realismo mágico. En realidad, el Libro de Alexandre es una novela histórica —pero escrita en cuaderna vía—, que cuenta la vida de Alejandro Magno, mezclando episodios reales e imaginarios. A mí me gusta pensar en este libro como en una obra que funde la cultura pop medieval —la épica popular de los juglares— con la alta cultura. El Libro de Alexandre presenta uno de esos héroes que tanto gustaban —y siguen gustando— al gran público, uno de esos héroes que persiguen el honor a través del riesgo, como hacen hoy los personajes que encarnan en sus películas Sylvester Stallone o Bruce Willis. Y lo funde con elementos propios de la epopeya griega, con episodios que provienen de la Ilíada, de la Odisea y de la Eneida.

Y si alguien tiene curiosidad por leer este tipo de literatura, pero no tiene mucho tiempo, que lea para el próximo día el Libro de Apolonio, más corto que el Alexandre y disponible (colección Odres Nuevos de la editorial Castalia) en una versión traducida al español moderno. Su lectura me cautivó a los veinte años.


Espriu total

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La han pinchado sobre papel y la han enmarcado extendida, pero aun así los pliegues se le desparraman hacia fuera como las patas de una araña disecada. El visitante no se acerca y la mira solo apocadamente y de lejos, con la inquietud de un aracnofóbico al contemplar una tarántula encerrada en un bote. No es una araña, sin embargo, sino que parece más su tela, y en ella no se enredan los mosquitos sino el pasado. Uno muy lejano que ya lo era cuando Salvador Espriu (Santa Coloma de Farners, 1913 – Barcelona, 1985) pasaba los veranos de su infancia en Arenys de Mar y la prenda servía a su abuela para escenificar fe en la calle e invocar en casa lo remotamente antiguo, una cualidad de las cosas —nunca un defecto— que fascinó antes al niño que al poeta. Espriu tenía nueve años en 1922, cuando una epidemia de sarampión le postró diez meses en cama e hizo que fraguase en él un escritor. Los símbolos que cultivó incluso en la senectud son todos de aquella época, y a fin de cuentas si se viene a este lugar es para entenderlos. Por eso la han enmarcado y la han puesto ahí, al principio del recorrido, y por eso figura pobremente iluminada, lo que mueve su elocuencia.

Una mantilla más negra que el tizne recibe de esta manera a las visitas en Espriu. He mirat aquesta terra, la exposición organizada por el Any Espriu en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona —CCCB— para conmemorar el centenario del nacimiento del autor, y lo hace contextualizada por unos versos suyos en los que la abuela «guarda el sol en el armario / del mal tiempo, entre encajes / de mantilla tejidos / por dedos de Sinera». Frente a ellos fotos de su padre y de sus hermanos, una grabación insonora de 1922 en la que el intelectual corretea y juega siendo aún niño y su madre, la de Espriu, contempla de frente a la posteridad desde un retrato al óleo oscuro, grande y majestuoso. La cartela que acompaña cita al escritor explicándonos, ahora en prosa, qué hace esa otra mujer en el arranque de una exposición sobre la obra de su hijo: «Mi madre era, en la claridad de la razón, de una rigurosa y nada hipócrita ortodoxia católica romana, pero calvinista en los abismos del subconsciente. Y me temo que yo he heredado una considerable porción de aquella oscuridad suya».

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Espriu fue un hombre oscuro, en efecto, pero no solo por su heredad materna. Si la caligrafía de los genios empieza a temblar de miedo en la vejez, cuando ven la muerte muerte aproximarse, a Espriu esta lo zarandeó primero al comenzar la vida, cuando él mismo tonteó con ella y murieron dos de sus cuatro hermanos, y en su mejor juventud, cuando se le fueron su padre y su gran amigo Bartomeu Rosselló-Pòrcel. Quizá por esa razón no la concibió súbita y devastadora como Hernández tras la defunción de Sijé, cuando el de Orihuela invocó en su contra aquella tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes, sino simplemente inevitable en las normas que rigen el mundo y por ello terrible, sí, pero inaccesible al catálogo emocional. Espriu concluyó en su Cançó de la mort callada que vivir es caminar «seguido de cerca por pasos en la nieve», seguramente una de las mejores imágenes que nos dejó, y nunca la culpó por su devastador efecto físico en la existencia, aunque sí de que abonase lo peor que hay en el ser humano. «Cuando acabó la guerra me avergonzaba tanto ser hombre que me hubiera gustado ser un pacífico perro», escribió.

También por este motivo Espriu supo apearse de ese tema que para muchos acaba convertido en tono y ser vitalista cuando la vida se lo permitió, que fue a intervalos. Hilvanada con la historia misma del país, la biografía personal del joven autor brilló a su paso por la Universidad de Barcelona, donde cursó Historia Antigua y Derecho durante los últimos años de la República y donde hizo a sus mejores amigos, entre ellos Mercè Muntanyola, Lola Solà y Amàlia Tineo, además del propio Rosselló-Pòrcel.

Como ilustra la exposición, un crucero unió a estas promesas aún discretas de la intelectualidad catalana, que cosieron el Mediterráneo en barco hasta Oriente Próximo, y permitió a Espriu incorporar con decisión sus primeras formas literarias, que echan raíces en la tradición grecolatina y la espiritualidad cabalística. Poco después publicó sus primeras narraciones, que pasaron desapercibidas, y más tarde llegó la guerra. En 1938 murió Rosselló-Pòrcel y en 1940, su padre. Espriu empieza a ejercer la abogacía y a escribir, lo primero para mantener a su familia y lo segundo, seguramente, para sobrellevar lo primero.

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A lo que hizo en ficción se lo denomina con frecuencia «realismo épico», aunque quizá es más ilustrativo concluir que Espriu supo intuir como nadie que todo está inventado, no digamos ya en el Mediterráneo. Al referir el personaje del Altísimo en su Primera història d’Esther, por ejemplo, el autor recurrió al mismo adjetivo —«apoteótico»— con el que la prensa entronizó ridículamente al Caudillo en su visita a Barcelona de 1947. La retórica con la que un faraón se deificaba hace siglos en un rincón del Mediterráneo es la misma con la que un dictador lo es por la gracia de Dios en otra ribera del mismo mar miles de años después. El suyo no era un recreo solo estético en la historia, sino el preclaro conocimiento de cuánto hay de la vieja Sumeria en las calles de Santa Coloma o de cómo, para entender Iberia y escribir La pell de brau, se impone conocer antes Israel y leer el Antiguo Testamento. Igual que él no habría sido el mismo sin heredar la oscuridad de su madre, tampoco los mundos son sin los mundos que los preceden.

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Espriu viste su catalanismo con este mismo argumento, aunque el grado de independentismo con el que lo anima depende de los ojos de quien mire y hoy, a nadie se le escapa, hay muchos ojos mirando. No debe extrañar. Como callada era su muerte era tranquilo su escepticismo, lúcido hasta trascender el tiempo —conquistando eso que los periodistas denominamos «absoluta vigencia»— y reunir en sus letras un imperio total de magnitudes geográficas y, muy especialmente, humanas. En Els subalterns, un cuento de Ariadna al laberint grotesc de 1935, un patrón anuncia a sus empleados que las tensiones políticas de la región con el Estado central le impiden abonar sus nóminas y que «cuando seamos independientes no pasarán estos abusos enormes». Formalmente no estamos en Barcelona, sino en Lavínia, y fuera de ella Cataluña y España no son tales, sino Alfaranja y Konilòsia, pero por la pregunta de una de esas subalternas sabemos que da igual dónde nos encontremos: «¿Así, señor director, ahora tampoco cobraremos?». Cuando las cosas versan sobre ricos y pobres son demoledoramente universales.

Por esa razón apropiarse de Espriu es empequeñecerlo. La realidad, según él, es laberíntica y grotesca, inabarcable por necesidad e incomprensible por principio, al menos para quien se quiera considerar sabio. Tan enciclopédico fue al pensar que no tuvo amigos en el infierno pero hizo ver que sí y esquivó la censura en 1959 con La pell de brau, una alegoría sobre la represión de los pueblos peninsulares en una Sefarad figurada que contestaba desde el mediterráneo a la castellana, casi siempre escrita en Madrid, casi siempre con sello noventayochista. La pieza se convirtió pronto en una referencia necesaria de la resistencia antifranquista y, posteriormente, en lírica catalanista fundamental. Después de ella llegaron las adaptaciones de Raimon, las entrevistas y el cacareo, los doctorados honoris causa y las medallas de la cultura, entre ellas dos candidaturas al Nobel y la Medalla de oro de la Generalitat. También le dieron la Cruz de Alfonso X el Sabio, pero la rechazó.

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Espriu. He mirat aquesta terra refleja también esta consagración del escritor como patriarca de las letras catalanas y poeta nacional en El control de la posteridad, la tercera parte del gran recorrido que le dedica el CCCB tras El jardín de los cinco árboles y Mi pueblo y yo, que ilustran un repaso más biográfico. El laberinto museístico se abarrota ahora de de pósteres sobre sus obras, de su imagen en las portadas de las revistas y de reseñas de sus textos en la prensa, pero también con sus manuscritos y los expedientes originales de la censura de sus obras, los primeros tachados y reescritos de forma compulsiva y los segundos, curiosamente, limpiamente aprobados por la inopia franquista.

En los retratos, que datan ya de la década de los sesenta, Espriu viste impecablemente oscuro y mira por primera vez a los ojos del visitante. Lo hace a cámara, con la solemnidad de quien sabe, memento mori, que seguramente ese retrato trascenderá su muerte. Después se nos recordará a nosotros mismos, cuando las fotos nos enseñan a los barceloneses trepar a los nichos del cementerio para poder ver su abarrotado enterramiento en 1985. La exposición sigue en dos espacios más, pero para volver a ver la luz tendremos que esperar a que salgamos a la calle.

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Espriu. He mirat aquesta terra, comisariada por Julià Guillamon y organizada por la Conselleria de Cultura de la Generalitat de Catalunya y el CCCB, permanecerá abierta hasta el 24 de febrero de 2014.

Fotografía: Jorge Quiñoa.

Poesía, lenguaje, pensamiento, poetas y no poetas

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Antonio Machado (Wikicommons)

Antonio Machado (Wikicommons)

Hoy quiero hablar de poetas que me parecen más poetas todavía cuando reflexionan sobre la poesía y la vida en sus contadas incursiones en la prosa; de novelistas cuyos párrafos más felices suenan a poesía; y de poetas-novelistas que hacen de su prosa, a mi entender, parte de su mejor obra poética. No puedo garantizar que no salgamos de este embrollo con las ideas más confusas que ahora mismo, en el inicio. Pero eso sí, el que avisa no es traidor.

Lo que singulariza a estos autores, según mi criterio de lectora, es su capacidad para hacer del lenguaje, en primer lugar, lenguaje, y no otra cosa; para hacernos caer en la cuenta de que las palabras tienen peso, volumen, sonido. Y solo cuando esa delicada operación se ha realizado con éxito, esto es, cuando en lugar de invitarnos a pasar fugazmente por las palabras como si fueran transparentes, nos obligan a detenernos un rato largo sobre ellas, solo entonces detona el pensamiento que contienen con un vigor inesperado que se nos antoja nuevo y antiguo a la vez. Sostenemos entonces las palabras en el cuenco de las manos como quien acabara de descubrir un tesoro y lo mantiene así, tembloroso y precario, en medio de la nada.

De entre el primer grupo (poetas que también escriben poesía cuando escriben prosa, aun sin pretenderlo), existen ejemplos célebres y solemnemente tipificados, como el «la poesía es el diálogo del hombre, de un hombre con su tiempo» del Juan de Mairena de Machado. Pero hay en ese texto mucha más miga que apunta ya no solo a la poesía, sino a la propia expresión del pensamiento no evidente de la que es objeto la poesía: «Por debajo de lo que se piensa está lo que se cree, como si dijéramos en una copa más honda de nuestro espíritu».

Y ya que hablamos de recipientes, pues las imágenes de los mundos abstractos (o sutiles, siguiendo con Machado) necesitan concretarse en objetos cotidianos reconocibles, recordemos a Sophia de Mello, poeta portuguesa del siglo XX, amiga del mundo clásico y de las revoluciones sociales, que acompaña sus poemas con disquisiciones del tipo:

Miro al ánfora: cuando la llene de agua me dará de beber. Pero ahora ya me da de beber. Paz y alegría, deslumbramiento de estar en el mundo, reunión.

Sophia de Mello Breyner (1919-2004)

Sophia de Mello no escribe largos tratados de teoría literaria, sino breves introducciones en prosa a sus libros de poemas (véase su obra completa, publicada por Galaxia/Gutemberg) que son ejemplos de concentración de pensamiento y estallido de imágenes. Igual que en un poema.

Algo parecido sucede en el caso del precoz poeta austríaco de finales del siglo XIX Hugo von Hofmannstahl, del que tan admirablemente habla en sus memorias (El mundo de ayer) su compatriota Stefan Zweig. Al igual que autores tan diversos como Rimbaud, Rilke, Pessoa o Thoreau, Hofmannstahl habla de la expresión poética desde la negación e incluso la renuncia (Carta de Lord Chandos, 1902), esto es, como aquello que no es posible materializar. Su discurso enlaza por una parte con esa «copa más honda de nuestro espíritu» de Machado, y por otra con la atención a los objetos de de Mello; objetos que contienen, más allá de su utilidad, aquello que no se puede expresar:

No me es fácil explicaros en qué consisten esos buenos instantes; las palabras me abandonan nuevamente. Porque es algo completamente indefinido e incluso indecible lo que se me declara en tales momentos, colmando cualquier suceso de mi círculo cotidiano con un desbordante raudal de vida superior, como una copa. No puedo esperar que me entendáis sin ejemplos, y debo pediros indulgencia por su banalidad. Una regadera, un rastrillo olvidado en el suelo, un perro al sol, un pobre cementerio, un lisiado, una pequeña casa de campesinos, todos ellos pueden convertirse en cuenco de revelación.

¡Vaya con los poetas-poetas! parecen tener fijación con los cuencos, las copas, las ánforas. Esos «buenos instantes» de Hofmannstahl, como las epifanías de Joyce o comoquiera que llamemos a los momentos de extrema y fervorosa lucidez que toda persona, poeta o no, experimenta alguna vez en su vida, necesitan de un continente, un receptáculo que los almacene. De ahí al uso lúdico de los objetos comunes por parte de las vanguardias pictóricas y poéticas de principios del siglo XX, hay un mínimo paso.

Crucemos a continuación el puente hacia los poetas-novelistas que, escriban en el formato en que escriban, siempre hacen poesía. Es el caso de un gigante del lenguaje del siglo XX como Álvaro Cunqueiro. Solo por obras como Herba aquí ou acolá, podría pasar a la historia de la literatura como un gran juglar. Pero donde su poesía se decanta, en ocasiones, del lado de la melancolía, la prosa refulge con el único ánimo de elevarse sobre cualquier pensamiento a ras de suelo, antes que nada en la propia declaración de intenciones del autor:

Yo, que no desconozco los grandes temas del siglo, y estoy atento a eso que llaman la coyuntura histórica, y acepto la gran patética de mi tiempo y quiero ayudar, en lo que me sea posible y aún bastante más, al hombre de estos días, tantas veces puesto en el filo de la navaja, no me dejo asustar por los profesionales de la angustia, y busco en la gran peripecia humana, tantas veces mágica aventura, tantas veces sueños espléndidos y mitos trágicos, la razón de continuar.

Álvaro Cunqueiro (1911-1981)

Y es que, detrás del creador de textos inolvidables como Merlín y familia, Crónicas del Sochantre o Las mocedades de Ulises, hay un funámbulo del lenguaje tan refinado como su ilustre paisano, Valle-Inclán. Mencionados estos dos nombres, es mi ocasión para proponer aquí una infundada tesis a la que he llegado por el único método investigador, de dudosa fiabilidad científica, de la lectura: a saber, que los gallegos son, entre los castellanohablantes, igual que los irlandeses entre los angloparlantes, los de mayor talento para sacar brillo al puro lenguaje que reluce detrás de las palabras. Debe de ser que el toque celta convierte a sus criaturas en poetas, a pesar de cómo maltratan a su bardo los rudos habitantes de la aldea de Astérix.

Clarice Lispector (CC)

Clarice Lispector (CC)

De la mano de Cunqueiro y Valle-Inclán nos asomamos a los novelistas-novelistas, esto es, los que no son poetas. He escogido a dos autoras en cuya disparidad encuentro una complementariedad perfecta. Natalia Ginzburg, judeo-italiana, cronista de la vida familiar durante la Segunda Guerra Mundial, es una autora eminentemente narrativa, y escribe con desacostumbrada claridad, como si nos contara cosas de abuelas en torno a la mesa camilla de la cocina. Clarice Lispector, brasileña de origen ucraniano y también judía, sofisticada, adscrita a los compases finales del modernismo brasileño, tiene una escritura oscura, que apenas cuenta nada, pero que hipnotiza a quien a ella se entrega. A pesar de lo cual, ambas suenan extrañamente inocentes, escribiendo —así, como quien no quiere la cosa— en una prosa que, sin ninguna pretensión poética, a mis oídos lo es, y más que mucha poesía:

No tenían en absoluto la pinta de dos que están a punto de casarse, dijo él. No tenían ningún aire jactancioso o triunfal. Parecían dos que hubieran tropezado por casualidad uno contra otra en un barco que se estaba hundiendo. Para ellos no había música de charanga, dijo él. Y eso era lo más bonito, porque cuando el destino se anunciaba con sonora música de charanga siempre había que ponerse un poco en guardia. La música de charanga por lo general no anunciaba más que cosas pequeñas y sin fuste, era una manera que tenía el destino que burlarse de la gente. Pero las cosas serias de la vida pillaban de sorpresa, brotaban de repente como el agua.

(Natalia Ginzburg, Nuestros ayeres, 1952).

Estoy engañándome, tengo que regresar. No veo locura en el deseo de morder estrellas, pero todavía existe la tierra. Porque la primera verdad está en la tierra y en el cuerpo. Si el brillo de las estrellas duele en mí, si es posible esta comunicación distante, es porque alguna cosa semejante a una estrella se estremece dentro de mí. Estoy de vuelta al cuerpo. Volver a mi cuerpo. Cuando me sorprendo en el fondo del espejo me asusto.

(Clarice Lispector, Cerca del corazón salvaje, 1944).

Y emprendemos el viaje de vuelta hacia los poetas-prosistas, esto es, los que indistintamente cultivan uno u otro género. La única autora viva de esta selección, Ana Blandiana, es una singular cronista fantástica de la dictadura de Ceaucescu en su Rumanía natal, un poco a la manera de Kundera en Checoslovaquia. Blandiana es una excelente poeta y, sin embargo, son sus relatos los que a mí, particularmente, me hacen volver una y otra vez sobre una frase, una imagen, una palabra, para desentrañar aquel elemento foráneo que —¡zas!— se ha colado en la lógica de un discurso que en el fondo no es tal:

Se preguntaba incluso, arrullándose a sí mismo, qué sueño iba a tener y, solo después, se hundía en él. Pero antes de esto, como cada noche, después de desabrocharse el último botón y de dejar caer toda la ropa, hizo su habitual gimnasia: sentado estratégicamente en aquella zona de la habitación más libre de muebles, estiraba al máximo, abría y cerraba sus alas anquilosadas por el desuso. Varias veces repitió concienzudamente este movimiento. Y, solo después, se durmió.

(Proyectos de pasado, 1982).

Ana Blandiana. Foto: Ady Sarbus (CC).

Ana Blandiana. Foto: Ady Sarbus (CC).

La prosa/poesía de Ana Blandiana es una especie de actualización de los bestiarios medievales: las criaturas fantásticas se pasean por sus páginas con la naturalidad propia de los cuentos de hadas o las pesadillas. Es quizá esta manera indirecta de decir la única apropiada para aquello que, como apuntaba Hofmannstahl, no se puede expresar.

El último de mis elegidos, compañero de generación de Ginzburg y el más destacado entre ellos, Cesare Pavese, constituye otro ejemplo de poeta-novelista. Más allá del tantas veces repetido verso «vendrá la muerte y tendrá tus ojos», de sus desalentadoras memorias El oficio de vivir y sus novelas y libros de relatos, Pavese escribió un texto extraño, imposible de adscribir a ningún género, cercano en su actualización del mundo clásico a los de Cunqueiro, llamado Diálogos con Leucó. Quien lo haya leído, convendrá conmigo en que es una verdadera cumbre de la poesía no escrita para ser poesía. Con él cerramos el círculo de la expresión del pensamiento poético que reclama en su ayuda la presencia de los objetos cotidianos. En palabras de Mnemósine a Hesíodo:

¿No te has preguntado por qué un instante, similar a tantos del pasado, deba de golpe hacerte feliz, feliz como un dios? Tú mirabas el olivo, el olivo en la senda que recorriste todos los días durante años, y llega un día en que el hastío te deja, y tú acaricias el viejo tronco con la vista, como si fuese un amigo recobrado y te dijera la palabra justa que tu corazón esperaba. Otras veces es la ojeada de un transeúnte cualquiera. Otras la lluvia que insiste hace días. O el grito estrepitoso de un pájaro. O una nube que jurarías haber visto ya. Por un instante el tiempo se para, y esa cosa trivial la sientes en el corazón cual si el antes y el después ya no existieran.

Cesare Pavese (1908-1950)

La conclusión de este diálogo es la exhortación de Mnemósine a Hesíodo: «Intenta decir a los mortales estas cosas que sabes». Todos los escritores aquí citados recogen el guante lanzado por la diosa, que va más allá de la voluntad de escribir. Se trata de escribir sobre lo que no se puede expresar, lo que no se anuncia con charanga, lo que imprime sus huellas —que siempre vienen del cielo— en el cuerpo y convierte a las palabras en cuencos, cuencos que reflejan el brillo de ese líquido extraño que han llegado a contener. «Buscar el secreto profundo de la vida es el grande, nobilísimo ocio», sería otra manera de decirlo, en palabras del juglar de Mondoñedo. Cualquiera que sea el procedimiento, las palabras a su servicio se convierten, lo quieran sus autores o no, en poesía.

Y para no acabar con la amargura del recuerdo de Pavese, poeta-suicida de alargada sombra, concluiré con el gesto verbal, siempre ascendente, de Cunqueiro, llevando en su compañía a otro ilustre corredor de relevos de la poesía: «El Gibelino y yo vamos, al borde de la tiniebla, creyendo que toda hora es alba». Que así sea.

José Ovejero: «Cuando un editor te dice que por qué no escribes algo más alegre, es el momento de buscar otra editorial»

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¿Es posible vivir apartado del mundo editorial y estrenarse publicando un libro de poemas narrativos sobre Henry Morton Stanley? En el caso de José Ovejero (Madrid, 1958), sí. Estudió Geografía e Historia y poco después de licenciarse se mudó a Bonn (Alemania) para escribir una tesis doctoral en la Facultad de Egiptología, pero al poco tiempo dejó la historia para dedicarse a la literatura. En 1988 se trasladó a Bruselas, donde trabajó de intérprete de conferencias para la Unión Europea hasta que dimitió en 2001. En ese ínterin siguió escribiendo, y tras ese estreno que mencionábamos vinieron un ensayo, un libro de cuentos y una novela. Esas cuatro publicaciones marcaron lo que sería un rasgo de su trabajo: la exploración de los distintos géneros. Desde entonces ha publicado novelas, libros de cuentos, poesía, teatro, libros de viajes y ensayos, ha dado conferencias en universidades e instituciones culturales en diversos países e impartidos talleres de creación literaria. Nos reunimos para charlar con él en la Miami Book Fair International, donde estaba invitado en calidad de autor para presentar su última novela y participar en la mesa La literatura de la transición o de la democracia. Este es el resultado de la conversación.

En tu Autorretrato hecho añicos aclaras que casi nunca lees las entrevistas que te hacen ni ves los programas de televisión en los que sales porque, cito, «no me reconozco en ese individuo que afirma con aplomo cosas de las que no estoy seguro». ¿Advertimos de esto al lector antes de empezar?

No, antes de una entrevista no puedes advertir de que vas a decir algo pero no estás seguro del todo. Cualquier persona es más o menos consciente de que en una entrevista uno tiene que responder a preguntas nuevas. Pero tienes que responder o decir «Lo siento, no lo sé», que es algo que utilizo de vez en cuando.

Asombra que alguien diga «Lo siento, no lo sé». Es algo que casi nadie hacemos.

Desde que empecé me di cuenta de esa situación: te preguntas cosas que no puedes saber o que tienes que decir que tendrías que pensártelo. Me acostumbré a decir eso, al menos en un mínimo porcentaje. Pero no puedes estar diciéndolo todo el tiempo, así que llegas a esa situación en la que luego te lees y dices «No estoy tan convencido de todo esto». Además en el fondo tengo la impresión de que soy alguien sin muchas convicciones. Tengo algunas profundas sin muchas opiniones que pudiese justificar. Quizá por eso siempre he mantenido muy poco tiempo columnas de opinión. Después de un año de escribir opiniones se me agotan. Necesito una pausa de un par de años para tener otras que poder defender.

Los propios entrevistadores abusamos del entrevistado. Por ejemplo, estás con un actor o un músico y le preguntas por la política sin que venga a cuento. Le pones en el brete de tener que responder con una opinión formada.

Que tenga que saber de ese tema. A menudo los periodistas en lugar de preguntar sobre el libro preguntan sobre el tema del libro, que no son exactamente la misma cosa. Cuando escribí Nunca pasa nada, mi novela en la que hay una protagonista inmigrante ecuatoriana me preguntaban por las soluciones al problema de la inmigración en España. Por suerte no soy ministro del ramo, no tengo que ocuparme de estas cosas. ¡Yo qué sé! He escrito sobre un tema que me parece interesante literaria, social y políticamente, pero no soy un experto. Y cada vez estás más obligado porque cada vez hay menos programas y revistas culturales, lo que significa que quien te está entrevistando tampoco está especializado en cultura, así que necesita un tema, lo que llaman una percha, para hablar de ello.

Cuando entrevistamos a Javier Marías nos dijo que para el escritor es inevitable tener una cierta sensación de farsante. ¿Te pasa lo mismo en este tiempo?

Claro, a eso me refería en ese Autorretrato hecho pedazos. Tienes la impresión de convertirte, incluso al mínimo nivel que soy conocido, en una especie de figura pública. Tienes que dar una determinada imagen. Al principio te niegas a darla pero es muy difícil estar yendo continuamente contra el entorno y las expectativas. Así que sigo intentándolo, pero de todas maneras me doy cuenta de que a veces estoy componiendo una máscara para consumo público.

En el mismo texto autobiográfico del que estamos hablando confiesas que desde hace años escribes de pie y casi siempre con una capucha puesta. Esto lo entiendo metafóricamente, pero me gustaría saber si realmente te pones una capucha para escribir.

Sí, hace ya años decidí que me gustaba más escribir de pie, porque cuando estoy escribiendo estoy en tensión. Estar sentado es como estar un poco atado, mientras que de pie te mueves, te balanceas, das tres pasos, vuelves a la pantalla… sentí que me gustaba y continúo haciéndolo. Y lo de la capucha lo descubrí más tarde. Me compré una chupa con capucha y una vez escribiendo me la puse. Era como estar un poco encerrado, como más enfocado. Así que me dije: «Esto es cojonudo, me voy a poner la capucha para escribir».

Para alguien que insiste con frecuencia en hablar de la condición cambiante de la identidad y en que la identidad está en los ojos del que mira tiene que ser fatigoso responder a estas preguntas que te estoy haciendo sobre tu identidad.

Sí, en el sentido que decíamos de que aquí solo puedo darte una respuesta, no puedo dedicar media hora a explicar quién soy, que no soy siempre el mismo o que en estas condiciones te diría tal cosa pero en otras te diría otra sin estar realmente mintiendo. Pero uno no puede hacer metaentrevistas. Entonces, buscas una respuesta más o menos honesta pero sabiendo que eres una persona cambiante que tiene su montón de personalidades, como todos, y que en realidad habría que matizar mucho más cada vez que uno hace una afirmación tajante sobre algo, y sobre todo sobre sí mismo.

Tenemos un par de horas para expandirte todo lo que quieras. Si quieres matizar, adelante.

Es el problema, igual que pasa en la radio o la televisión, donde necesitan una respuesta breve y no tiene sentido extenderte más.

Ya que hablamos de la identidad, ibas para egiptólogo, pero acabaste como escritor. Entiendo que tenías amor por ambas cosas. ¿Tuviste que elegir uno de los dos amores?

Eligieron por mí. La egiptología se me acabó el día en el que, después de haberme dicho que me iban a dar una beca para hacer la tesis doctoral, cuando yo ya incluso me había ido a Alemania para ir preparando el terreno, me cancelaron esa beca. Pensé que no podía pasarme cinco años haciendo un doctorado sin beca, porque no vengo de una familia con muchos medios, sino de una familia obrera, así que se acabó la egiptología para mí. En España era prácticamente imposible hacer nada de egiptología, tenías que irte al extranjero. Lo paradójico es que de todas maneras me fui al extranjero. De todas maneras yo sabía que quería ser escritor, lo que pasa es que nunca quise estudiar Literatura ni Filología. Me parecía que había que aprender otras cosas. Siempre he pensado que está bien saber algo que no tenga que ver con aquello a lo que te vas a dedicar. Primo Levi decía que los escritores que no tienen una profesión escriben el vacío. Él era químico. No sé si se puede generalizar tanto, pero me da la impresión de que necesitaba saber otras cosas, así que estudié Historia. También era más o menos consciente de que no iba a poder vivir de la literatura. Ahora puedo hacerlo, pero es una casualidad de una carambola, lo razonable es pensar que no te va a tocar la lotería. No puedes planificar tu vida pensando que te va a tocar. Yo pensaba hacer otras cosas, pero tampoco se me ocurrió una profesión que tuviese mucho futuro, como la egiptología, que tampoco es una manera de hacerse rico. Pero bueno, lo acabé dejando con veinticinco años, aunque mis primeras publicaciones son artículos sobre el Antiguo Egipto.

José Ovejero para Jot Down 1

Trabajaste como intérprete de conferencias para la UE en Bruselas. Después has escrito en casi todos los géneros que existen: poesía, novela, cuentos, ensayo, teatro y libros de viajes. ¿Te interesa enfrentarte a la realidad desde todos los enfoques posibles?

Antes de 2001 había publicado, el primer libro que publiqué fue en 1994, Biografía del explorador. En 1996 saqué un libro de cuentos y una novela, y en 1998 China para hipocondríacos. Había ya publicado, pero publicar para mí entonces era como hacerlo desde el anonimato. Hay escritores que llegan a los medios de una manera directa, pero con Biografía del explorador no salió ni una sola reseña, y con Cuentos para salvarnos a todos creo que salió una. Fue un trabajo muy lento, pero los primeros libros que te he dicho, los de antes de 2001, ya son un libro de poesía, uno de cuentos, una novela y un libro de viajes. Los cuatro primeros son de cuatro géneros distintos. Eso es algo que he hecho desde el principio, creo que por dos motivos: uno, que soy un individuo al que le gusta aprender continuamente, me divierte hacer cosas que no estaba haciendo antes, enfrentarme a otro tipo de técnicas y exigencias de la escritura; y dos, fundamentalmente lo que soy es un narrador, pero cada género te permite narrar de una manera distinta, te permite aproximarte a la realidad de una manera distinta. No es lo mismo examinar la figura de Henry Morton Stanley desde la novela o la biografía a hacerlo, como yo hice, desde la poesía. Eso es lo que luego me lleva a, hace unos años, empezar a plantearme el ensayo y preguntarme cómo se puede trabajar. Como tenía esta idea sobre los escritores delincuentes me puse a escribir un libro sobre ese tema.

¿Qué tuvo que ver Julio Cortázar con la decisión de escribir para publicar?

Julio Cortázar lo que hace no es tanto convencerme de que yo quería ser escritor desde niño por motivos que aún no he conseguido entender, porque como ya te he dicho vengo de una familia obrera, sin nada que ver con el periodismo o la literatura, sino que lo que hace con sus cuentos y con Historias de cronopios y de famas es mostrarme que hay otra literatura completamente distinta de la que conocía y de los grandes clásicos. Tampoco tenía una gran cultura, la biblioteca en mi casa era muy reducida. Con dieciocho años empecé a leer a Cortázar y me di cuenta de que, como dice el anuncio, «hay otros mundos pero están en este», y de que me puedo aproximar a la realidad de otras maneras, puedo contar todo ese tipo de cosas que de alguna manera están dentro de mí, todos esos miedos difusos, esa sensación de absurdo de lo real… y lo puedo contar con otras herramientas. Entonces empiezo a imitar a Cortázar. Mis primeros cuentos de aquella época son imitaciones de cuentos de la literatura de Cortázar: historias fantásticas, una historia que oculta otra, la sensación de absurdo y real… Llega un momento en el que me doy cuenta, por suerte bastante pronto, de que no puedo hacerme escritor imitando a otro. Puedo imitar a un montón, y hay que hacerlo, no puedes vivir sin imitar, pero intentar casi escribir en argentino quizás ya se iba demasiado lejos. Puse a Cortázar en cuarentena durante unos quince años, no volví a leer una línea suya y me dije que volvería a él cuando supiera escribir. No he vuelto a él. Me sigue interesando. Hoy está muy de moda criticar a Cortázar, sobre todo en Argentina, hay una especie de desprecio por lo cortazariano, por parte de César Aira y otros muchos. A mí me parece un desprecio injusto pero que quizá tiene que ver no solo con algo literario sino con algo generacional y político. La generación de Aira es una generación posmoderna, descreída, mientras que Cortázar es el escritor comprometido que no traga, así que se prefiere a Borges.

Entre los compañeros tenemos un debate: todos coincidimos en que los cuentos de Cortázar son insuperables, pero unos piensan que Rayuela es una obra maestra y otros defienden que es un peñazo.

Yo creo que Cortázar era mejor cuentista que novelista y, sin embargo, Rayuela es una de esas novelas que puedes apreciar en su conjunto o no, pero que abren un camino y te están mostrando otras maneras de hacer las cosas. Es como decir que el Ulises, como decía el imbécil de Paulo Coelho, está sobrevalorado. Ulises ha cambiado la manera de escribir y ha abierto un montón de puertas. A lo mejor luego lo lees y no te interesa tanto, pero a mí me influyó y ha influido incluso a gente que no lo ha leído. Entonces, Rayuela me parece ese tipo de obra. Quizá lo lees veinte años después y, una vez eso ya está integrado en la vida y creación literarias, interesa menos y ves sus defectos. Pero en el momento que lo leíste lo que importaba era lo otro.

Hay obras más importantes por lo que producen que por la propia obra en sí.

Así es.

Por cierto, después de diez o quince años sin leer a Cortázar, ¿cómo es la aproximación a un autor quince años después desde el punto de vista de un escritor? Como lector hay cosas que aguantan el paso del tiempo y otras que no.

Como decía, Rayuela sufre peor el paso del tiempo porque una parte importante de la relevancia de la obra es su novedad, esa manera distinta de leer. Cuando eso deja de ser nuevo el tiempo pesa de otra forma, mientras que sus cuentos han sobrevivido mucho mejor. Los releo y me siguen gustando, así como libros como Último round o La vuelta al día en ochenta mundos. Quizá, curiosamente hoy sean precisamente esos mis preferidos mientras que antes eran los cuentos. Son esos juegos que deberían gustar a la posmodernidad, porque él ya estaba haciendo todo ese tipo de experimentación metaliteraria con el uso de imágenes, con la introducción en aquel momento de la música en el texto… Quizá esos son los que más me gustan hoy en día.

¿Cómo fue tu aproximación al mundo profesional de la literatura? Como has dicho, venías de un mundo totalmente ajeno.

Con muchas dificultades. Primero porque no sabía cómo aproximarme. No sabía a quién escribir cuando enviaba mis libros, los enviaba a editoriales que jamás me respondían. Además España es un país en el que el contacto físico es importante para los negocios. Si no te has tomado una cerveza con alguien no te va a invitar a colaborar en su periódico, por ejemplo. A mí me ha pasado que me estoy tomando una cerveza con alguien que es director de un suplemento y me dice que le gustaría que colaborase. Le pregunto si ha leído algo de lo que hago y me dice que sí, que por eso hacía tiempo que pensaba en mi colaboración. Y nunca me lo había dicho hasta que nos tomamos unas cervezas. En España eso es muy intenso. En otros países conocerse ayuda, pero en España particularmente. Yo, que no tenía contacto en el mundo cultural y que vivía fuera de España desde los veinticuatro años no existía para nadie, y cuando intentaba existir y escribía a alguien ni me respondían. No sé si eso o la baja calidad de mis escritos explica que no publicase hasta los treinta y cinco. Y empiezo publicando por un premio literario, el Ciudad de Irún. Por eso, aunque se critican tanto los premios, estoy muy agradecido a ellos porque me han abierto bastantes puertas y me han ido ayudando a cambiar de estatus en esa especie de jerarquía del mercado literario, que no tiene que ver con la jerarquía literaria. Publiqué aquel libro porque gané aquel premio de poesía, pero tampoco se me abrieron muchas puertas. Lo que me ayudó de verdad fue que la primera persona que conocí en el mundo cultural era un periodista que vive en Colonia al que un amigo me dijo que le enviase mis cuentos y le gustaron. Le conocí y le expliqué mis problemas para publicar, que nadie me hacía ni puto caso en España, y me recomendó que enviase un proyecto de libro a la editorial Destino para una colección que era «las ciudades del mundo», en la que escritores que vivían fuera de España escribían sobre esas ciudades. Les escribí con toda mi caradura diciendo que era escritor y me gustaría escribir sobre Bruselas. No me conocían y me pidieron que les mandara una prueba. Se la mandé, les gustó y así empecé a publicar con Destino. El inicio fue complicado, pero después lo siguió siendo, porque vivía fuera y no tenía amigos en el mundo literario, así que todo era muy trabajoso.

Entonces en España es complicado llegar a ser escritor publicado si no tienes amigos, contactos, padrinos o eres de «los de siempre».

Ayuda pertenecer a ciertas clases sociales, ayuda haber ido a ciertos colegios, ayuda que tu padre haya sido amigo de Benet… qué sé yo, todas estas cosas que en España pesan mucho y que yo no tenía. Una ventaja es que probablemente me ha evitado publicar mis peores libros de juventud.

José Ovejero para Jot Down 2

Has pasado por Destino, Ediciones B, Planeta, Alfaguara… ¿se debe a que eras un culo inquieto o te cuesta llevarte bien con las editoriales?

Son ellas las que tienen culo inquieto. Si pudiese me quedaría en la misma editorial todo el tiempo… es una de las pocas cosas en las que no soy culo inquieto. Si trabajo a gusto con un equipo no tengo ningún interés en cambiar. De Destino sí me fui, primero por aquella pelea, pero luego porque lo compró Planeta y cambió completamente la política. Cuando un editor te dice que por qué no escribes algo más alegre es el momento de hacer las maletas y buscar otra editorial. Fui a Ediciones B y el Grupo Zeta empezó a hacer no sé qué movimientos y a cambiar completamente, echando a la editora y los editores con los que yo me entendía, y yo no estoy ligado a un sello, sino a una gente con la que me entiendo. Cuando vi en lo que se estaba convirtiendo Ediciones B decidí que tenía que hacer las maletas y me presenté al Premio Primavera. Lo gané, y si yo hubiese quedado contento con Espasa-Calpe me habría quedado allí, pero no me gustó lo que vi. Estaba muy contento porque es un premio impresionante y me ha financiado varios años de vida, pero no me gustaba la editorial. Entonces, como estaba allí Alfaguara y estaban interesados en mis cosas, hablé con ellos y me gustaron. Luego cambiaron la editora, pero me seguí entendiendo bien. Si ellos me quieren y los nuevos compradores, como se dice, no deciden cambiar todo, me quedaré.

Hablas de entenderte con los editores. ¿Cuál es el editor perfecto? ¿Hasta qué punto un editor tiene injerencia en el trabajo de un autor? Hay casos de editores que han «arreglado» a un autor, como Carver.

Eso se dice, o Malcolm Lowry, pero al parecer no se dejó, se equivocó. Tendría que haberse dejado.

El caso de Carver es significativo. Hace poco sacaron la versión completa de sus cuentos, y es como estar leyendo algo que no tiene nada que ver.

Sí, como estar leyendo algo razonablemente bueno pero que no tiene nada especial. En mi caso nunca ha interferido tanto. Quizá porque eso se hace más en el mundo anglosajón, donde incluso tu propio agente te hace cambiar tu libro. En España ha habido más respeto por el autor, el editor se ha metido menos en esos detalles. Para mí un buen editor es el que lee mi libro sin pensar inmediatamente en cuántos ejemplares va a vender, sino que se interesa por lo que hay allí y puede discutir conmigo de lo que hay allí. Tenemos que tener una cierta sintonía en las cosas que nos gustan, porque si él espera libros alegres, a lo mejor me habría entendido muy bien personalmente con ese individuo, pero no literariamente. He ido encontrando editores con los que, con unos más que con otros, puedo hablar de los libros y tener la impresión de que me entienden y me hacen sugerencias útiles. Me las han hecho, sobre todo más al principio. Y poco más, tener la impresión de que es una persona a la que respeto y que no va a tomar decisiones que me parecen semidelictivas ni inaceptables. En el fondo no es tanto lo que pide uno.

Hablando de editores y editoriales, Claudio López de Lamadrid, de Mondadori, nos dijo que los lectores españoles se interesan más por la literatura latinoamericana que los lectores latinoamericanos por la española. Tu caso parece ser la excepción. ¿Cómo lo percibes?

Es muy difícil llegar a Latinoamérica salvo que seas un best seller y salvo tres o cuatro privilegiados. También es verdad que hablar de Latinoamérica en general es complicado. El comportamiento no es el mismo en México que en Colombia o Chile, pero creo que esa diferencia que establecías sí se puede generalizar así. Hay una diferencia importante, y es que Latinoamérica es un conjunto con una cosa que se llamó boom que cambió también nuestra manera de leer en España, nos abrió a toda una serie de escritores que llegaron entonces, pero luego llegó el post-boom y se ha mantenido ese interés por la literatura latinoamericana en general. ¿Cuándo fue la última vez que en España se hizo algo literariamente importante como generación? ¿El 27? Desde entonces ha habido buenos escritores individuales, pero no ha habido un momento de creatividad tal que haga que esa literatura trascienda la frontera, vaya a esos otros lugares e influya en la manera de escribir. A nosotros nos han influido, a uno Cortázar, a otro Bolaño, a otro Márquez… pero muy pocos escritores españoles realmente han influido en la manera de escribir de los escritores latinoamericanos. Parece lógico que sea así, pero no me parece preocupante, en el sentido de que es un ciclo como otro cualquiera que durará lo que tenga que durar. Me puede preocupar personalmente porque preferiría ser más conocido en América Latina o que algunos escritores españoles que valoro lo fuesen, pero tiene su justificación histórica y literaria.

Has vuelto a vivir a Madrid ahora que todo el mundo se va. ¿Cuántas veces te han recordado ya este infeliz contraste?

Muchas, cada vez prácticamente que digo que acabo de volver a Madrid me preguntan por qué ahora. Pues ahora por razones personales pero también porque me interesa. La crisis española me afecta viva donde viva, porque de lo que vivo fundamentalmente es de lo que vendo en España, de las traducciones y de las conferencias. Mi actividad laboral tiene que ver con España. Y me parece un momento interesante. Muy triste, porque tengo la impresión de que la atmósfera en nuestras ciudades ahora es más depresiva y que la insatisfacción que a menudo hemos tenido va acompañada de una falta de esperanza en que eso se vaya a resolver, no es la misma insatisfacción que en los años setenta. Entonces se sabía lo que se quería, ahora la impresión es que mucha gente lo que quiere es que no pase nada porque si pasa algo va a ser malo.

Que no vaya a peor.

Exacto. Eso por un lado, y por otro lado hay toda esta paradójica efervescencia en una parte de la población que ha redescubierto las calles como espacio para la protesta. Ha descubierto que hay que dejar de protestar desde casa, que ya no basta con dar tu voto a alguien porque sabes que abusa de él y que intenta generar una nueva forma de hacer política, que me parece muy interesante. Ahora mismo la única esperanza que tengo en los cambios en España tiene que ver con la presión que se haga desde las calles para conseguir ciertos cambios en la ley antidesahucios, en la transparencia de la financiación de los partidos, contra los paraísos fiscales… Lo de ocupar el Parlamento era un acto simbólico, porque quien lo ocupa son los parlamentarios, una serie de gente que se financia ilegalmente, a quien condonan deudas los grandes bancos, que permite a cambio toda una serie de cosas, cuyas grandes figuras reciben salarios millonarios en la empresa privada… Hay que desalojarlos o por lo menos hacer la suficiente presión sobre ellos para que haya otro tipo de política. ¿Que es ingenuo? Ya. ¿Que no va a ser lo que esperamos? Ya. Pero es la única alternativa, hay que intentarlo y conseguir los cambios en ese sistema, porque el problema no es el PP. El PP es problemático por muchos motivos, pero el problema es el sistema. Los antisistema, como dicen en su lema los indignados, son ellos.

Pero esas grandes figuras están legitimadas por el voto.

Eso es mentira. El voto no los legitima porque son votos conseguidos con inversiones millonarias del dinero ilegal que reciben con los préstamos de los bancos a los que deben. Cuando ellos dicen a los indignados que presenten una propuesta y hagan un partido político es una trampa envenenada, porque esos no van a conseguir, salvo pervirtiéndose y corrompiéndose, todas esas ayudas para llegar a unas elecciones en igualdad de condiciones. La igualdad no existe. La legitimidad conseguida con unas elecciones en las que hay desigualdad de oportunidades no es tal, es mentira. El voto no legitima.

José Ovejero para Jot Down 3

¿Cuánta responsabilidad hay en el votante, entonces? ¿Es más importante la acción ciudadana sobre la opinión de la propia sociedad que sobre los políticos, articular un discurso?

Articular un discurso y, sobre todo, una posibilidad de dar cabida a ese discurso. Por otro lado tenemos a los grandes medios de comunicación que no dan a ese discurso el espacio que merece por su relevancia política y social. Animar a la gente a participar en ese debate es conseguir que no nos conformemos con un sistema supuestamente representativo, porque lo que hemos hecho ha sido dejar que nos representen. Yo ya no tengo que hacer nada una vez he dado mi voto porque hay una serie de señores que van a hacer lo que yo quisiera que hiciesen. Primero, no lo hacen. Prometen lo que tú quieres, pero no lo van a hacer. Y segundo, es peligroso porque crea un tipo de ciudadano pasivo. Pero no lo digo de una manera moralizante ni intento pontificar, porque yo siempre he sido igual de pasivo, pero ahora estoy dándome cuenta de que he vendido mi voto y me he dejado comprar. No echaría tanto la culpa a los ciudadanos. Estamos en el sistema que estamos, que favorece determinadas cosas. Es muy difícil darse cuenta de lo que significa, y es difícil darse cuenta hasta que pasa un determinado tiempo. En España también tuvimos esa especie de periodo de letargo después de que ganase el PSOE, que parecía que la democracia estaba consolidada y ya podíamos irnos a casa. Y no era verdad, pero para darte cuenta necesitas cierto tiempo.

Podemos decir entonces que tampoco se puede pedir al ciudadano que luche en solitario contra todo el poder que tienen los medios y el sistema como tal.

Claro, porque además los medios y el poder luego se defienden, no se quedan quietos. Mira las leyes que están preparando para que la gente no pueda manifestarse ni expresar su opinión.

Si ese anteproyecto sale adelante…

Lógicamente una manera de defenderse es silenciar lo más posible todo el movimiento y estigmatizarlo: que si los perroflautas… convertirlos en distintos de los demás: son ellos. Con grandes diferencias, claro, es análogo a la culpabilización los judíos, crear ese grupo responsable de los males de la sociedad, pero lo interesante de todo este movimiento precisamente es que es casi interclasista e intergeneracional. Resulta más difícil pero lo intentan: son los radicales, son los violentos, son el entorno de ETA… Todo para intentar desprestigiarlos.

Parece que estemos hablando de una ley anti-15M o antiantisistema, por decirlo de algún modo, pero resulta una ley anti protesta ciudadana. Quizá se esté publicitando como anti-15M para que el ciudadano que no se sienta identificado con el 15M piense que es algo que no va con él.

Claro, y porque la política funciona muy bien en la creación de categorías y etiquetas para ocultar lo que realmente está haciendo. No pueden decir que están creando unas determinadas leyes para que los ricos sean más ricos y paguen menos impuestos, no queda bien. Entonces, dices que estás creando esas leyes para conseguir una mejor distribución de la riqueza o qué sé yo, cualquier cosa. Así, no pueden decir que van a hacer unas leyes para que la gente no proteste en las calles porque han visto que hace daño a ese sistema que mantienen. Tienen que buscarle otro tipo de encaje en la opinión pública. Hacen que una crisis no sea una crisis, que un rescate no sea un rescate… todo eso es lo que sabe hacer la política.

Dijimos al principio de la entrevista que no te gusta mucho opinar, pero en este caso lo has hecho. Al menos el tema ha salido.

Sobre esto sí, porque leo, y tengo opinión formada.

Has mencionado a los grandes medios de comunicación. ¿Qué responsabilidad tiene la prensa en todo esto?

La prensa está en crisis, y ahora sí que entramos en un asunto complejo, por un montón de motivos. Es verdad que la llegada de Internet ha pillado a muchos con el paso cambiado y no han sabido adaptarse. En lugar de adaptarse de una manera creativa lo que hacen es copiar la prensa en Internet y la siguen haciendo en papel. Pero luego hay un montón de intereses. ¿Quién quiere una prensa independiente? Los grandes grupos desde luego no. Pueden quererlo pequeños grupos como vosotros, pequeños grupos de amigos que se reúnen y decir algo en lo que creen, pero los grandes grupos no hacen algo en lo que creen, hacen algo que satisfaga las expectativas de sus accionistas. Es así de simple. No van a hacer otra cosa porque si un director hace otra cosa directamente lo echan. Esto nos está llevando a una prensa cada vez más uniforme en la que se narra de manera muy similar y se narran las mismas cosas; aquellas que se considera que pueden ser mayoritarias. El despertar inmediatamente el interés de una gran mayoría del público. Toda aquella información que sea compleja o sobre un fenómeno demasiado local desaparece porque no genera esa masa crítica que lleva a los ingresos por publicidad, que es de lo que hoy en día viven los periódicos. De publicidad y de préstamos de los bancos, lo que al mismo tiempo los hace vulnerables a los deseos de esos bancos y a no informar sobre ciertas cosas. Cuando alguno de nuestros grandes banqueros estaba en un juicio en Estados Unidos, si mal no recuerdo, por blanqueo de dinero, en la prensa española eso ni se mencionó. Es una empresa coartada por sus deudas, con la competencia de Internet y del movimiento de noticias en las redes sociales y blogs, incapaz de ser independiente… claro que está en crisis, pero si te digo la verdad tampoco me parece mal que esté en crisis. La crisis significa que un modelo se ha agotado. Es posible que de ese modelo salgan cosas interesantes. Saldrán otras muchas que no lo son, evidentemente, porque si la respuesta a todo esto de El País es el Huffington Post… ¿qué esperáis, vender más con eso? Si es lo que hace cualquier revistilla de poca monta. Y sin pagar a los redactores. Echan a todos los periodistas buenos porque no pueden permitírselos, echan a toda la clase media de la prensa salvo a los becarios y los grandes jefes, es decir, aquellos que hacen un trabajo de verdad desaparecen. Bueno, los becarios también hacen un trabajo de verdad, pero quiero decir hacer un trabajo de calidad con una experiencia detrás. Pues sí, creo que esos grandes medios desaparecerán. O no, porque hay demasiados poderes e intereses detrás, pero se van a transformar en algo completamente distinto de lo que entendíamos como prensa de calidad, y la información de calidad va a salir de otros lugares.

José Ovejero para Jot Down 4

Alguien quiere una prensa independiente: lectores. Pero para poder tenerla se ha de financiar de alguna manera, y si es independiente no puede depender de la publicidad o los créditos.

Al lector le están engañando —y entramos en otro tema que tiene que ver con mis propios intereses— con los contenidos gratuitos y el derecho de autor. Parece que es de izquierdas radical el negar los derechos de autor y el pago por contenidos. Lo que pasa es que da la impresión de que eso encaja perfectamente en el sistema de capitalismo tardío en el que vivimos, en el que los ganadores son los que dan los servicios, los intermediarios, pero no los productores, tanto el trabajo en el mundo laboral como en el creativo. Es lo mismo que con las patentes. De ellas no se benefician los países que producen tal tipo de árbol o planta, sino aquel que es capaz de conseguir una distribución masiva de un producto salido de allí. Y con la literatura, información y cine, por mucho que haya abusos y cosas que se podrían cambiar en el sistema de derechos de autor…

O de precios.

… o de precios, por supuesto, al final el contenido no tiene un valor de mercado, pero como vivimos en un mercado ese es en parte el valor. Si no viviésemos en él me parecería muy bien, si hubiese una propiedad común y no privada, pero en nuestro sistema yo sé lo que significa el quitar el valor de mercado a un producto y dárselo solo a aquel que lo transporta. Se van a beneficiar Telefónica y las compañías que producen software y hardware. Eso es lo que va a tener valor, y lo otro no. Independientemente de que la piratería es algo que podría afectarme —qué quieres que te diga, tengo cincuenta y cinco años, me inquieta ya que tengo que ganarme la vida—, me preocupa también porque me parece un engaño, es un movimiento que se dice de izquierdas mientras le hace el juego al capitalismo más feroz.

Yo tengo que hacer mi disco gratis pero tú vas a pagar al que ha fabricado tu ordenador y al que te provee de internet para que te lo puedas descargar.

Los que distribuyen cultura gratis se hacen ricos.

Para tus charlas te prodigas más por el extranjero que por España. De hecho dices que te aman más fuera que en España. ¿A qué lo achacas?

A lo que decía de la cultura del roce. Como tengo poco roce y hasta hace poco seguía siendo alguien que vivía fuera, me han invitado, en toda mi carrera universitaria, dos universidades españolas para dar una charla. En Estados Unidos, sin que me traduzcan en inglés ni me conociese casi nadie puedo haber dado cincuenta o sesenta. Es llamativo el contraste. No me quejo porque otros quisieran tener charlas en Estados Unidos y yo tengo esa suerte mientras que otro tiene la suerte de que se las ofrecen en casa. Pero me llama la atención ese fenómeno curioso que tiene que ver con haber estado tantos años fuera de España.

En tu última novela, La invención del amor, un hombre con una vida insuficiente se enamora de una mujer que no está porque está muerta. ¿Es una alegoría del propio escritor, quizá no intencionada?

Es una novela que tiene que ver con un montón de cosas, pero una de ellas es la literatura misma, con cómo creamos la ficción como una especie de sucedáneo de la vida. Leer es muy bueno pero no siempre. Si leer es un refugio frente a la vida acaba convirtiéndose en una opción conservadora, tanto para el escritor como para el lector. Por eso a mí esa literatura que dicen que sirve para escaparte de la realidad fea… yo no quiero escaparme, yo estoy en esta realidad, quiero enfrentarme a ella como pueda. Me gusta más la literatura que me sirve para ponerme en contacto con la realidad, no para alejarme de ella. Pero es verdad que mientras lo estás haciendo sí estás fuera de la realidad, estás viviendo ese mundo de ficción. Pero está muy bien, es muy agradable psicológicamente, porque el problema es cuando, como he oído a algún colega escritor, los libros son más importantes que la vida. Ahí hay una perversión de la jerarquía de lo que es realmente importante.

¿Temes la ociosidad o la disfrutas?

Digamos que no es una de mis tentaciones. Más que temerla la ansío. No soy alguien capaz de estar ocioso mucho tiempo, incluso ahora con toda esta locura del premio y la promoción estoy inquieto porque no escribo. En el fondo he intentado decirme que da igual, que nadie está esperando mi próximo libro, hay tiempo. Me lo digo pero mi tendencia es de ponerme a trabajar. Soy alguien que soporta mal el ocio.

Entre tus temas más recurrentes está la denuncia de lo acomodaticio, que lo sueles achacar al imperio del espectáculo, medios de comunicación, etc. ¿La literatura que no se moja no es literatura?

¿Qué es la buena literatura? Es una de esas preguntas jodidas que uno casi nunca sabe responder. ¿Solo es literatura la que es buena y lo otro es otra cosa? No sé si es mojarse lo importante. A la conclusión que he llegado es que la literatura que me parece valiosa es aquella que trasciende los hechos individuales y concretos que está contando para hablarme de otras cosas más generales. El código Da Vinci te cuenta su historia bien contada, narrativamente está bien construida… nada que objetar, salvo que no me aporta nada más que lo que me aporta en el momento en el que la estoy leyendo. La historia me puede interesar más o menos. La buena literatura o lo que yo llamaría la literatura de verdad te cuenta una historia que te permite asomarte a determinadas parcelas de la realidad fuera del hecho individual. Por ejemplo, si La metamorfosis de Kafka es una gran obra no es porque sea muy curioso lo de que un tipo se convierta en escarabajo y el suspense de qué le va a pasar, lo importante es que te está poniendo en contacto con lo que somos, con el monstruo que llevamos dentro, con el miedo a no pertenecer al grupo, con el tremendo aburrimiento de cuando pertenecías al grupo, con las relaciones familiares, con la opresión… no solo te está contando la historia del escarabajo, trasciende esa historia tan interesante del tipo que se convierte en escarabajo. Para mí eso es la literatura de verdad. Lo otro es como ver el fútbol, que está bien, no tengo nada en contra del fútbol aunque no soy un gran forofo. Está bien que la gente se entretenga con el fútbol, con un programa de televisión o con El código Da Vinci, pero si yo tuviera que hacer eso me dejaría sin ganas de escribir, me parecería demasiado poco para lo que puedes conseguir con un libro. Para mí eso es la literatura.

José Ovejero para Jot Down 5

Puestos a hablar de literatura, te voy a citar una definición que ha hecho Soledad Puértolas y creo que es casi lo contrario de lo que propones tú. Dice: «La literatura es dar unidad donde no la hay».

Eso es como cuando se dice que la literatura nos ayuda a ordenar la realidad. Yo siempre he dicho que la literatura nos ayuda a desmontar su orden aparente, y a partir de ahí puedes construir otros órdenes y crear otras unidades. Pero eso es posterior. La literatura lo que hace es desmontar esa unidad y ese orden; y creo que Kundera decía que la literatura lo que hace es acercarnos a la complejidad de las cosas y no lo contrario. Y no lo que hace El código Da Vinci, que es simplificar las cosas. Digo El código Da Vinci pero hay muchos más que ahora no se me ocurren, como Coelho, al que antes también he nombrado. A veces el problema de la literatura comprometida no es que sea pedagógica —¿por qué no va a serlo?, puede serlo, Thomas Mann lo quería hacer—, sino que para hacerlo simplifica nuestra realidad. El problema de los libros de Coelho es ese, te crea una sabiduría de junk food, de consumo rápido, está simplificando todo y es justo lo contrario de lo que yo considero literatura.

Se te ha oído decir que la literatura es siempre política.

Es una de esas afirmaciones que no debería haber dicho, de esas con las que luego no me siento identificado. Pero puedo justificarla hasta cierto punto. La literatura no surge en el vacío, el hecho de escribir o no escribir sobre determinadas cosas implica una decisión y esa decisión a menudo tiene consecuencias y raíces. Pienso en esto que se ha llamado la «generación Nocilla» o el afterpop. Si te quedas con un poco del tronco central —porque allí se ha metido un montón de gente que no tienen nada que ver unos con otros— de alguno de los postulados de Mallo, por ejemplo, es una literatura con un perfecto encaje con eso del capitalismo tardío, esa especie de despolitización de la experiencia y de negación del tiempo, que está en Internet y muchos otros sitios. Y sin tiempo no hay lucha de clases ni historia.

Esa teoría de que las clases ya no existen.

Si niegas la relevancia del tiempo y de la realidad y solo te interesan sus representaciones y los iconos que nos familiarizan con ella y los de la cultura popular —que casi por definición es no conflictiva porque es para el consumo de masas y en ningún momento cuestiona las normas del mercado o el tipo de productos que tiene que consumir— es el producto perfecto para los años en los que vivimos. A alguno de ellos probablemente no le interesa hacer política con su literatura y en mi opinión la está haciendo.

Por omisión está haciendo política.

También por acción, porque el producto que consumimos nos transforma, la literatura tiene influencia sobre el lector, sobre cómo es y cómo se comporta.

No es intencionada, pero es acción.

Exacto, sin dolo.

Cuando publicaste La comedia salvaje dijiste que la habías escrito porque estabas insatisfecho con el modo en el que seguimos contando la historia de la Guerra Civil. Tú que has vivido tantos años fuera de España, ¿ves desde fuera cómo la tratamos y no es satisfactorio o es una convicción personal y sentirías lo mismo si vivieras en España?

Creo que es algo más general, tiene que ver con ese rechazo que hemos mencionado un par de veces a la simplificación de las cosas y a que la literatura contribuya a esa simplificación. En buena parte de la literatura sobre la Guerra Civil lo que se hace es una especie de clasificación maniquea de buenos y malos, de víctimas y verdugos y una especie de apelación emocional al lector para que se ponga en un determinado lugar en lugar de ponerse en varios, que sería lo interesante. Siempre me ha parecido que había muy pocos libros satisfactorios sobre la Guerra Civil y que seguían siendo ingenuos, simplificadores, manipuladores y mucho más tendentes a explicar una postura del presente que a ocuparse de verdad de lo que sucedió en ese momento. Quizá por eso me puse a escribir La comedia salvaje, para ver si se podía hacer de otra manera, para ver si se podía uno ocupar de ese tema cansino dándole otra manera de contar que fuese más honesta. Será más acertada o menos y el libro será mejor o peor, hago lo que puedo, pero sí más honesta.

En La ética de la crueldad, que fue Premio de Ensayo de Anagrama, reivindicas la literatura cruenta como herramienta para despertar al lector de la asepsia. Resúmelo para el lector que no ha leído el ensayo.

En realidad casi no estamos saliendo del mismo tema. Quiero una literatura que no simplifique, sino que se acerque a lo complejo y, por tanto, ponga en tela de juicio nuestras narraciones sobre la realidad. Para vivir uno tiene que construir narraciones, que no tienen por qué ser ciertas, porque si no, como decía un escritor, «uno no se levantaría de la cama». Pero una de las labores de la literatura, como lo puede ser también de la filosofía, es sacudir esas narrativas y mostrar la ficción en la que se apoyan. Por ejemplo, en la ficción de la familia como lugar acogedor, refugio, última salvación y como lazo que a pesar de todos los problemas siempre está allí tienes a Elfriede Jelinek, que te muestra todo el horror de la familia. Las leyendas épicas que tenemos en todos los países y todas esas gestas nacionales, coges a un Cormac McCarthy, lees Meridiano de sangre y te das cuenta de lo que es la gesta nacional: una historia de sangre, de brutalidad, de avaricia… Es honestidad y ni siquiera los personajes son importantes salvo el juez al final, y para mí es un error. Es una novela tan genial…

Ese final hace que muchos interpreten al juez como una representación del mal, cuando también puede ser un psicópata cualquiera.

Focaliza algo que estaba disperso en todo un grupo humano y que daba igual, porque entraban unos, morían, desaparecían y aparecía otro porque es indiferente, no estamos ante una historia de héroes y antihéroes, esto no va de eso. Entonces, bueno, me interesaban esas novelas que se enfrentan a la manera tradicional de narrar algo o conceder determinados valores. Enseguida llegan los que dicen que la realidad no es solo eso. No, nadie ha dicho que la realidad solo sea eso, pero no está de más ver de vez en cuando esa parte que no miramos. Construí el ensayo alrededor de esa idea de que había autores crueles que en el fondo son moralistas, están cambiando nuestra actitud acomodaticia y nuestras grandes narraciones consensuadas y enfrentándose a ellas. Ese intento de que alguien cambie es moral y además, en contra de lo que se suele decir, no es pesimista, porque muchos dirían que son historias muy pesimistas, pero lo pesimista es quedarse ahí encerrado. Es un poco nietzscheano en esa fase buena de Nietzsche en la que dice que tendría que haber un pesimismo destructivo y creador con energía y entusiasmo. Ese tipo de libros me interesaban. No son la única buena literatura pero es una parte muy interesante de la buena literatura.

Es curioso, porque estamos hablando de lo más sesudo y serio, pero con el humor pasa lo mismo: cuando es cruel es cuando es reflexivo y acaba enseñando algo.

Efectivamente, una parte de la literatura cruel es literatura humorística.

José Ovejero para Jot Down

Fotografía: Guadalupe de la Vallina

Laura García-Lorca: «No somos partidarios de remover la tierra, pero sí de conocer y recordar la historia»

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Laura García-Lorca para Jot  0

La Fundación Federico García Lorca tiene como fin promover el estudio y la difusión no solamente de la obra del poeta de Granada, sino también de todas aquellas manifestaciones artísticas y culturales con las que pueda relacionársele. Para la consecución de estos fines, la Fundación atiende a investigadores en su centro de estudios, organiza cursos y seminarios, realiza exposiciones, conciertos, actividades para niños y edita desde 1987 la revista FGL. Laura García-Lorca, sobrina de Federico, ha sido la elegida por los herederos para velar por la obra y figura del poeta asesinado. Tuvimos la fortuna de conversa con ella en la Miami Book Fair International.

Usted pertenece a una familia de exiliados, tanto por parte de su madre como de su padre [Laura de los Ríos, hija única de Fernando de los Ríos, exministro de Instrucción Pública de la República y Franciso García Lorca, hermano de Federico García Lorca y exiliados en Nueva York]. ¿En algún momento se ha sentido miembro de una especie de clan?

No sé si la palabra clan es la más acertada. Mis padres en el exilio de Nueva York, que es donde se instalaron, evitaron esos grupos muy cerrados de exiliados que hablaban permanentemente de la vuelta y del otro lado. De hecho, cuando se plantearon si quedarse en Nueva York o ir a México lo que les echó para atrás del ambiente del exilio mexicano es que era muy cerrado y endogámico. También, pensando en nosotras, sus hijas, les preocupaba el no crearnos un ambiente cerrado y aislado del americano. Les agradecemos que no fuera así.

Tras aterrizar en nueva York su padre llegó a ser profesor en la universidad de Columbia. ¿Qué lleva a un intelectual de semejante posición a volver a un país como España donde su apellido era todo lo contrario a una credencial, sino más bien un estigma?

Fue una decisión muy difícil que tardaron mucho en tomar. Mi padre se retiró en 1966 y mi abuela, Gloria Giner de los Ríos, que vivió siempre con nosotros, la madre de mi madre, era contraria a esa decisión de regresar a España. Fue la única vez que oí discutir a mis padres y mi abuela. Ella tenía muy claro que la vuelta iba a ser muy difícil, sobre todo para mi padre y para mí, que tenía trece años. Y así fue, fue difícil.

Cuando usted viajó por primera vez a España tenía trece años.

No fue la primera vez, en 1955 ya había ido a España.

Pero usted era entonces muy pequeña.

Sí, fui por primera vez con un año.

En cualquier caso, el primer regreso en edad digamos consciente fue con trece años. ¿Cómo recuerda su llegada a España en 1966?

No era la España de los años cincuenta, en 1967 se había abierto un poco, pero no dejaba de ser la España de Franco. Era un país que nos parecía muy atrasado. El colegio al que íbamos en Nueva York era muy abierto y progresista, y el contraste —aunque al principio fui al colegio Estudio, que se supone que era el más liberal que había en ese momentoera enorme, no fue fácil para nosotras. Por otro lado era un lugar que nos resultaba muy cercano porque habíamos venido casi cada verano desde mediados de los años cincuenta, y a mí me encantaba venir a España. Pero una cosa era venir a ver a la familia y los amigos y otra era a vivir.

A los veintinueve años, en 1985, encarnó a la zapatera en una versión de La zapatera prodigiosa con contenidos inéditos reunidos por su padre, más amplia que la función clásica de Margarita Xirgu. ¿Qué recuerdos tiene de su papel como zapatera en aquel momento?

Recuerdo que deseaba que hubiera un terremoto o algún accidente natural que impidiera estrenar y que no tuviera que ir a hacer ese papel. Pero trabajar con Alfredo Mañas fue estupendo, era un gran director. Como actriz el papel de la zapatera es un gusto. Aparte de ese terror, fue una experiencia estupenda el poder trabajar en esa obra. Pero empecé a darme cuenta de que ese no iba a ser mi futuro. La verdad, creo que no era muy buena actriz y no me sentía muy segura sobre las tablas. Después hice y produje una obra de Sam Shepard, pero tenía serias dudas de que eso fuera mi futuro.

Uno de los detalles más bonitos de su biografía es aquel estreno, cuando usted recibió en su camerino un ramo de flores. ¿Puede contarnos quién se lo mandó y por qué?

Esa tarde de tanto miedo y responsabilidad llegué al camerino y lo encontré lleno de rosas. Encima de la mesita había una tarjeta que ponía: «Con todo mi cariño, Emma Penella». Yo sabía quién era, aunque no nos conocíamos ni nos habíamos visto nunca, pero fue sumamente emocionante. [Las actrices Emma Penella, Terele Pávez y Elisa Montés son hijas de Ramón Ruiz Alonso, quien detuvo a García Lorca en casa de Luis Rosales y lo condujo hasta la autoridad, NdR].

Laura García-Lorca para Jot  1

Parece que su padre no tenía demasiada buena relación con Dalí, o al menos no le profesaba mucho aprecio. ¿Es cierto?

Sí, porque la actitud de Dalí con el régimen era bastante difícil de digerir y el personaje en el que se convirtió no era muy afín a mi padre, no compartían mucho.

En 1985 Lorca ya era una figura muy reivindicada en España a todos los niveles, pero su padre y usted regresaron del exilio bastante antes. ¿Su apellido se convirtió en una losa o un problema para ustedes en aquellos años?

No, aunque era incómodo en las fronteras, cuando la policía te miraba el pasaporte y veían el nombre. Siempre había un momento de cierta tensión, incomodidad, algo de miedo… Sabíamos que no nos iban a hacer nada, porque volvimos a España con pasaporte nortamericano. Pero sí, el nombre todavía resonaba de una manera no agradable.

De hecho, su primo Manuel Fernández Montesinos estuvo dos veces en la cárcel.

Sí, fue muy activo. Vivía en Alemania, era abogado laboralista y pasó temporadas largas en la cárcel.

Luego fue diputado por Granada en las Cortes democráticas y, cuando murió este mismo año, pudimos ver elogiada su labor pública como progresista.

Afortunadamente en la democracia no ha habido una especial tensión. Una vez terminada la dictadura no he sentido ninguna incomodidad.

El escritor José María Pemán le propuso a Franco la exhumación de los restos de su tío, el poeta. Por lo visto Franco estaba convencido, pero la familia se negó. ¿Por qué?

Viniendo del régimen franquista, era una manera de lavar su imagen, y eso mi familia no lo quería de ninguna manera. Además ya entonces mi padre y mis tías eran reacios a esa exhumación. Ellos nunca hicieron nada por buscar los restos de mi tío. Y el hecho de que todos los sobrinos tengamos la misma actitud creo que se debe a lo que nos han transmitido nuestros padres, tías, y nuestra abuela Vicenta: el creer que Federico está bien donde está y en la compañía en la que está. Las circunstancias de su muerte fueron diferentes a otras. Ese lugar ya es en sí mismo un gran cementerio, todas las víctimas allí son iguales. Mi tío y sus compañeros asesinados.

Puede ser simbólico.

Sí, el hecho de que García Lorca esté entre los asesinados es una forma de proteger el lugar y de recordar a todos. Lo que nos gustaría, y llevamos mucho tiempo diciéndolo, es que todo ese lugar se proteja, que estén los nombres de todos los muertos que se sabe que están y que sea un lugar de memoria. De ningún modo, como se sugiere de vez en cuando, somos partidarios de «no remover la historia». No somos partidarios de remover la tierra, pero sí de conocer y recordar la historia.

¿Cómo lidia con la politización que todavía persiste en torno a la figura de Federico García Lorca?

Es inevitable, mucha gente intenta llevarlo a su terreno, pero es lo que pasa con las grandes figuras y con personas que han sido un símbolo tan importante de libertad, porque ese espíritu está en su obra. Cada uno tiene su Lorca, no pasa nada. Pero bueno, a veces molesta, no quiere decir que me encante todas las maneras en las que se utiliza, pero es inevitable y no creo que Lorca necesite ninguna protección o vigilancia, no nos necesita a nadie, ahí está su obra para que cada uno la interprete como quiera.

Se puede intentar utilizar su figura, pero ya es demasiado conocida e importante como para manipularla.

Sí, y resiste mucho.

Otros miembros de su familia, así como usted misma, se han significado por su prudencia a la hora de tratar políticamente la trágica historia de su tío. ¿Qué dificultad entraña eso? ¿Usted se ha tenido que morder la lengua o simplemente lo ve con más distancia que las personas que conocieron a Federico?

Me siento muy íntimamente involucrada, pero sí creo que es mi deber intentar ser prudente. Aunque no es preciso serlo, desde luego, a la hora de tratar su asesinato como el crimen político que fue.

Vivimos el recuerdo de García-Lorca como un asunto político, pero la homosexualidad del poeta hace también que su ejemplo trascienda generacionalmente y contribuya a mitificarlo, y es algo de lo que no se habló públicamente hasta muchos años después de la muerte de Franco. Tenemos entendido, incluso, que su padre no llegó nunca a mencionar el tema.

Es que en esa época no se hablaba de eso. Ni Federico hablaba públicamente de sus preferencias sexuales ni se hablaba de sexo, ni homosexual ni heterosexual. Eran temas que no se trataban públicamente. Y mi padre después creo que sintió que tenía que protegerle —entre comillas porque había una teoría que gustaba mucho a la derecha: decía que fue un crimen sexual, para quitarle importancia al crimen político, y eso era algo que mi padre no quería de ninguna manera que se insinuara.

Había miedo en la familia de que incidir en la orientación sexual pudiese convertirlo en un crimen prejuicioso en lugar de político.

Exactamente, ese era el miedo. Aparte del pudor o prejuicios que pudiera tener, que estamos hablando de los años cincuenta y sesenta.

Laura García-Lorca para Jot  2

¿Ve con buenos ojos los libros que se han publicado sobre ese tema, algunos de los cuales incluso han pretendido detallar asuntos íntimos de su vida amorosa o lo considera algo más cercano a la prensa rosa y el cotilleo?

Soy un poco reacia, aunque entiendo que todo lo que tiene que ver con la vida de alguien importante interesa. A mí personalmente no me gusta el escarbar tanto en la vida de las personas, es algo que me produce cierto rechazo. No por ningún prejuicio, sino que prefiero que la intimidad se preserve.

¿No le interesa cuál era su intimidad?

No, siento que no me corresponde, que hay cosas que son privadas. Pero sé que es inevitable, así que me aguanto.

En gran parte de los artistas la biografía es casi tan importante como la obra, pero con ciertos límites, sobre todo los detalles muy íntimos y las relaciones interpersonales.

Es imposible poner esos límites ahora.

¿Cómo es su relación con Ian Gibson?

Siempre ha sido muy cordial. No estamos de acuerdo en muchas cosas pero siempre hemos tenido una relación amistosa.

Hay un desacuerdo intelectual pero un acuerdo sentimental.

Nos peleamos mucho, pero amistosamente. Y le debemos muchísimo, porque su primer libro sobre la represión en Granada es importantísimo, igual que su biografía. Todos tenemos una gran deuda con su trabajo.

Una de las pocas declaraciones que han trascendido de su tía Isabel la hizo pública el diario ABC, a quien dijo sobre la muerte de su hermano que había marcado su existencia pero que jamás hablaría sobre la muerte del poeta. ¿Era algo demasiado delicado para ella o era sentido de la responsabilidad?

No lo sé, imagino que quería decir que era demasiado doloroso hablar de ello. Luego escribió en sus memorias sobre el momento en que recibió la noticia de la muerte y es impresionante.

La familia, a lo largo de todos estos años, siempre ha mostrado una gran determinación en que el legado de Lorca, gran parte del cual está en la Residencia de Estudiantes, se establezca en Granada. Además de las razones sentimentales obvias, ¿existe algún interés singular por llevar a Lorca a Andalucía?

Desde que se creó la fundación en 1984, la intención fue que se estableciera en Granada. No hubo interés por parte de las instituciones en ese momento. Cuando yo llegué a Granada a dirigir la Huerta de San Vicente que se abrió al público en 1995, no había un lugar dedicado a la memoria de la figura de Lorca en la ciudad. Estaba la casa de Fuente Vaqueros y nada más. Sentí la necesidad, el deber, o simplemente el deseo de que en Granada estuviera su legado. Y empezamos a pensar en sentar las bases para un futuro Centro García-Lorca. Más o menos en 2002 empezó a plantearse y ahora, finalmente, se acaba de resolver. Ha sido un proceso innecesariamente largo desde 2004 que se concedieron los fondos europeos y de la Junta de Andalucía. El Ayuntamiento cedió el suelo, y en esta última etapa ha aportado fondos. La Diputación, que no estaba obligada a aportar, también lo ha hecho. Ha sido un proceso muy largo. Todavía no sé por qué ha sido tan dificultoso. El caso es que ya se ha resuelto, hemos conseguido unos fondos noruegos de cuatro millones de euros para equipamiento del centro y actividades.

Laura García-Lorca para Jot  3

¿Son fondos europeos?

A través de la Unión Europea, porque Noruega, Liechtenstein e Islandia no son parte de la Unión, pero tienen distintos acuerdos con la UE. Tienen estos fondos para desarrollo y proyectos culturales. Durante años daban menos dinero a más proyectos y decidieron cambiar la estrategia y dotar de más fondos proyectos que les parecían interesantes. Desde el principio el Centro García-Lorca les pareció un buen proyecto para apoyar. Vamos a hacer colaboraciones con instituciones noruegas. Por ejemplo, haremos producciones de Ibsen en el Centro y de Lorca en teatros de allí. Ha sido una muy buena noticia, porque en un momento tan difícil para proyectos culturales, tener una financiación así…

Sí, pese a que el proceso ha sido largo y las peleas institucionales, no sé si se sienten un poco privilegiados, porque lo que han conseguido es algo casi milagroso con la situación actual.

Sí, estamos muy agradecidos por esta aportación del Estado noruego. Es fundamental para un centro poder arrancar con esa libertad. Y muy contentos con el actual impulso de todas la instituciones para poder finalmente abrir el Centro.

Hace unos días nos enteramos del proyecto de privatización de los teatros municipales madrileños, por ejemplo.

Pues de eso no me he enterado, porque ahora vengo de México y no he mirado nada. ¡No me lo puedo creer!

O la subida del IVA. ¿Qué opina sobre las políticas culturales que está aplicando el Gobierno? Hay poco dinero, eso es indiscutible, ¿pero dejar la cultura de lado al repartir los pocos fondos disponibles es algo ideológico o es que es lo más fácil de recortar?

Siempre es una cuestión ideológica. Es cierto que hay una crisis, no hay dinero y hay que repartirlo, pero el recortar de esa manera tan brutal en la cultura es un error porque es algo necesario, y aún más en momentos difíciles. No soy experta, pero seguramente también es un error en cuanto a la economía, porque la cultura puede generar dinero, y para generar necesita un apoyo, una inversión. Un gran error.

La línea entre educación y cultura es muy difusa. ¿Recortar cultura es recortar educación?

Así es. Y ese es nuestro gran empeño y algo que queremos subrayar desde el nuevo Centro Federico García-Lorca, queremos que haya un importante programa sobre todo para jóvenes en el que esa línea entre educación y cultura apenas exista.

¿Es preocupante que los recortes de la financiación pública a la cultura sean tan severos?

Así no puede sobrevivir la cultura.

¿La cultura por sí misma es incapaz de mantenerse?

Tal como estamos es muy difícil que sobreviva. Creo que esto cambiará, se supone que estamos empezando a salir de la crisis, aunque claro… cualquiera se cree lo que nos dicen, porque da la impresión de que nadie sabe nada.

¿Es imposible que la cultura sobreviva sin subvención pública?

No lo sé, creo que sí, es imposible. Es un deber público el apoyar la cultura. Pagamos unos impuestos y es algo que necesitamos y queremos.

Laura García-Lorca para Jot  4

Su hermana Gloria y Jane Durán han traducido el Romancero gitano al inglés. ¿Qué imagen se tiene del poeta fuera de España?

Haber trabajado en este proyecto sobre Poeta en Nueva York, en la propia ciudad, donde hemos hecho una exposición en la New York Public Library y hemos organizado un programa con más de treinta actividades ha sido impresionante, ha sido constatar algo que ya sabes, porque vayas donde vayas el nombre de García Lorca tiene un eco enorme. Pero a la hora de desarrollar un programa como el que hemos hecho en Nueva York, en el que hemos trabajado con grandes poetas y novelistas, hemos hecho títeres en inglés y español, Patti Smith dio un concierto de cumpleaños el 5 de junio, hemos elaborado programas con las universidades principales como Columbia University, NYU, y CUNY… en fin, todas las instituciones han abierto sus puertas. No ha habido una institución a la que me haya dirigido para participar en las celebraciones de Nueva York que no se haya sumado. Si hubiera pasado más tiempo habríamos tenido otras treinta. Ahora en México, donde vamos a llevar la exposición con Acción Cultural Española —con quienes hemos hecho también la de Nueva York vamos a hacer Poeta en Nueva York en el Palacio de Bellas Artes en Ciudad de México y en el Museo del Hospicio Cabañas en Guadalajara. Nadie ha dicho que no.

Y es que no solo de la generación del 27, sino de la literatura del siglo XX, la figura que más proyección ha tenido en el extranjero ha sido la de García Lorca con mucha diferencia. Respecto a poetas de calidad pareja, Cernuda estuvo en el exilio y Aleixandre tiene un Nobel, pero sin embargo… ¿Se debe esta mayor preponderancia a esa influencia que ha tenido en la cultura popular a, por ejemplo, las canciones de Patti Smith, Leonard Cohen o The Clash o él ya estaba instaurado ahí de una manera que precisamente potencia que eso ocurra?

Creo que son las dos cosas, se retroalimentan. La obra en sí y la figura llegan a mucha gente. El que Lorca sea percibido como una figura muy cercana por personas del mundo entero es algo muy singular y que le pasa a él y a pocos más. La gente le llama por su nombre de pila. Es conocido como Federico. Eso es una realidad, la gente percibe su obra y la siente como propia. También es verdad que, como ha habido figuras tan diversas que se han interesado por su obra, propagan y multiplican ese efecto entre gente más joven. El que Alan Ginsberg le regale un libro a Patti Smith y ella haga un concierto celebrando la obra de Lorca… hay figuras que abren puertas que lo colocan en sitios donde a lo mejor no hubiera llegado espontáneamente a través de las vías normales. O el hecho de que Gilbert and George, por poner un ejemplo de artistas plásticos, se hayan fotografiado en la cama de Lorca, eso ha dado la vuelta al mundo. Quizá esa imagen ha despertado la atención de alguien más interesado por el arte contemporáneo que por la poesía. Son muchas cosas que siguen multiplicando su presencia.

Cuando abrieron la casa-museo de Huerta de San Vicente en 1995 y luego, en 2007, se anunció la creación del Centro Lorca en Granada, donde se instalaba la fundación, se hizo precedido de polémicas, aireándose la falta de entendimiento entre vuestra fundación y las instituciones públicas. ¿Cómo es ahora su relación con las autoridades?

Desde los primeros conflictos con la Huerta ha habido un acercamiento, hay unas relaciones normales con todas las instituciones en todo momento desde 1995. En este momento hay un apoyo muy firme por parte de todos. Si se ha arreglado y asegurado el futuro del Centro García-Lorca es porque hay un convencimiento por parte de todas las instituciones y de las personas que las dirigen. Si no fuera así seguiríamos donde estábamos.

Las últimas noticias que tenemos es que se prevé la apertura del Centro Lorca de Ganada para dentro de unos meses, con cuatro años de retraso respecto a lo previsto. ¿Nos confirma que se abrirá en unos meses?

No, de fecha de inauguración todavía no quiero confirmar nada. Sabemos que será pronto, pero no me atrevo a decir cuándo.

El otro anuncio reciente es la liberación como bien de interés cultural de siete espacios de la provincia de Granada: la casa de Frasquita Alba, el museo-casa natal de Federico García Lorca o la Huerta de San Vicente. ¿Estamos ante la consagración definitiva de Lorca no solo como figura de las letras, sino como personaje de la historia de España?

Es importantísimo que se haga esto y… ¿qué quieres que te diga yo? Sí.

Es un personaje que no solo se debería estudiar en los temarios de Literatura, sino también en los de Historia.

De hecho creo que ya se estudia y así se percibe.

Laura García-Lorca para Jot  5

Fotografía: Guadalupe de la Vallina

José Antonio Montano: El malogrado

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La noticia de la muerte de Paco de Lucía me trajo de manera automática, como a muchos, el recuerdo de Félix Grande. La muerte de Paco de Lucía solo veintiocho días después de la muerte de Félix Grande es un dato importantísimo de la biografía de Félix Grande que Félix Grande (qué impotencia saberlo, porque le hubiera emocionado) se fue sin conocer. Entre las necrológicas de Paco de Lucía, espléndidas algunas, falta en la prensa la mejor: la de Félix Grande. Pero el necrólogo se murió antes esta vez. Ahora, mientras escribo estas líneas, hay un cadáver que aún debe atravesar el Atlántico. La imagen de un féretro nocturno sobre el océano. Y el sonido del motor del avión.

No hablé nunca con Félix Grande, pero lo veía con frecuencia en Madrid. Su trabajo estaba en el camino de mi colegio mayor. Era símbolo de algo: de tomarse la literatura en serio. Tan abrumadoramente, que a la vez de animarme me avergonzaba. Se habló en sus necrológicas (algunas también espléndidas) de su ausencia de ironía. Y la ironía es mi salsa; el aflojarse en lo frívolo. Me asfixiaba su seriedad. Y al mismo tiempo la admiraba, e intentaba que se me pegara algo. Este noviembre participó en el ciclo Poética y Poesía de la Fundación Juan March. Escuché los audios con sentimientos encontrados. Me impresionaron, pero los sentí excesivos. Resultaban emocionantes, pero hasta incurrir en lo embarazoso. Dos meses después se murió. Se estaba muriendo y lo sabía. Eran palabras testamentarias.

Su lectura poética empieza con «Una gotera», el poema en el que dialoga con Paco de Lucía. Pero antes hay unos minutos soberbios. ¿Tuvo alguna intervención pública posterior en los dos meses que le quedaban? Que yo sepa, no. Por eso es un documento ahora escalofriante. En la March es costumbre que, en los ciclos de un mismo orador, se le presente únicamente el primer día. En los demás comparece solo. Por eso, en la que debió de ser su última aparición en público, la del 28 de noviembre de 2013, compareció solo. Sus primeras palabras suenan en el audio como las de un personaje de tragedia que acaba de ser arrojado en el escenario, y rompe a hablar justo sobre eso. Un desvalimiento que se caldea al ser nombrado. Sigue un cobijo fabricado —que se va fabricando con la voz.

Y confiesa con qué encabezaría un hipotético curriculum vitae de derrotas: «Me puedo jactar de ser un guitarrista flamenco absolutamente fracasado». De joven tocaba la guitarra, pero «llegó Paco de Lucía, dio una patada, y dos o tres mil aficionados nos fuimos a la cuneta». Antonio Lucas ha citado en El Mundo otras frases de Félix Grande sobre esto: «No tenía sentido para mí seguir esforzándome cuando tenía delante al artista de guitarra más lujuriosa, más temible, más hermosa. [...] Paco está diez mundos por encima del mundo. Las horas que le ha echado a la guitarra no pueden sumarse ya. Desde niño, con una disciplina y una inteligencia privilegiadas. Paco nos ha jodido a todos los demás».

Es imposible no asociarlo con El malogrado, de Thomas Bernhard: la historia de los dos pianistas, el narrador sin nombre y Wertheimer, que abandonan el piano tras haber coincidido con Glenn Gould en un curso de perfeccionamiento. «La fatalidad de Wertheimer fue haber pasado precisamente ante el aula treinta y tres del Mozarteum, en el momento en que Glenn Gould tocaba, en ese aula, la llamada Aria. [...] Wertheimer, si no hubiera existido Glenn escribe el narrador habría llegado a ser un excelente virtuoso del piano, célebre a lo mejor en todo el mundo». Pero, después de aquello, «yo regalé el Steinway, él subastó su Bösendorfer».

Guillermo Cotroneo, en Si una mañana de verano un niño, relaciona la historia de El malogrado con la de Mozart y Salieri, según la recrea Pushkin. En Salieri y en Wertheimer, y en Félix Grande, «el problema es rozar la genialidad. No es mirarla desde la distancia. Desde lejos, es algo que se soporta; rozarla trastorna». La condición de Wertheimer, para ser un malogrado, es ser «él mismo un extraordinario pianista. Solo en ese caso representa para él un privilegio (y también una especie de maldición) poder atisbar el abismo que lo separa de Gould».

A mí me interesa esa posición de privilegio, dolorosa. Dolorosa en cuanto a la propia creación, en cuanto a la percepción de la impotencia y la inalcanzabilidad. Pero en ese sitio trágico hay otro elemento, que es el privilegiado: el de la contemplación. Al margen de la valoración que nos merezcan las propias obras de Salieri y Félix Grande (y al margen de que en este último la frustración no derivó en resentimiento, sino en generosidad), pienso ahora en ellos solo como espectadores; en el caso e Wertheimer, que guardó silencio, como espectador absoluto. Espectadores de la obra de otro, desde el lugar exacto en que la contemplación quema.

En su Diario de un pintor (1952-1953), Ramón Gaya tiene dos reflexiones profundas que enriquecen el planteamiento. Una es sobre la contemplación liberada del impulso de crear (se refiere a otra persona): «Ese poder de atención extrema, de concentración extrema, se debe, en parte, a su muy decidida abstinencia creadora; porque, por extraño que pueda parecernos, en cuanto alguien cede a la tentación de… hacer, su facultad de ver, de comprender, de percibir, de recibir y de adentrarse en la realidad, se debilita: el… quehacer se apodera de todo, lo vacía todo». La otra es sobre lo que encierra la impotencia: «Así como la creación, el poder de creación es siempre una humildad, la impotencia desemboca siempre en una soberbia, en una soberbia satánica: no tiene, apenas, otra salida».

Pero quizá desde este envés de la impotencia sea desde donde mejor se pueda contemplar, a contraluz, como completamente ajena, la creación. Traigo la última cita, la de un poema de Emily Dickinson (el que empieza en inglés «Success is counted sweetest»), en la traducción de la Antología bilingüe de Alianza:

El éxito resulta más dulce
Para quienes nunca lo alcanzan.
Asimilar un néctar
Requiere muy penosa necesidad.

¡Ni una siquiera de las Huestes púrpura
Que hoy portan la Bandera
Puede dar definición
Tan clara de qué es la Victoria

Como el que es vencido —moribundo
Y en su oído agotado
Estallan mortecinos y claros
Los acordes lejanos del triunfo!

Pienso ahora en el Tour de Francia, en aquella fascinación vencida de Bugno por Indurain. Y en que Bugno fue, después de todo, el mejor espectador de aquellos triunfos. Nadie asistió tan de cerca, tan por dentro, a aquellas victorias en las que él fue el derrotado. Ni siquiera, quizá, Indurain: enturbiado por la necesidad de asimilar el néctar.

Escucho la guitarra de Paco de Lucía. Me gusta, me emociona, incluso la admiro. Pero no sé admirarla lo suficiente. Es un arte que no sé cómo va. Ignoro la dimensión radical de su mérito. Me asomo solo un poco, demasiado poco. Muy lejos de esa cumbre desde la que Félix Grande podía escuchar. Félix Grande, el malogrado como guitarrista y el privilegiado como espectador. Es aquí abajo, desde donde ni siquiera se ve el tamaño de lo que falta, donde quizá esté el verdadero malogrado.

* * *
PD. Después de haber escrito lo anterior leo esto, que relaciona aún más las dos muertes:
Paco había dejado de fumar hace veinte días, después de años fumándose dos paquetes diarios. Tomó la decisión tras la muerte de su amigo Félix Grande. Y decidió hacer deporte. Por eso estaba jugando al fútbol con su hijo cuando el frío de esa garganta que siempre quiso cantar y no pudo le heló para siempre el corazón.

Deseando amar

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Una clase c. 1940. Fotografía: U.S. National Archives and Records Administration

En poesía contemporánea, como en otras facetas de la vida artística, existe una primera división de poetas —los publicados, reconocidos y estudiados cuya función de dar visibilidad a lo que siempre está en peligro de volverse invisible del todo resulta imprescindible. Por debajo de ellos, sin embargo, hay otra clase socio-poética importantísima a la hora de conseguir que nuevos lectores se incorporen a la tribu, esto es, que conozcan la existencia de esa poesía viva que todavía no aparece en los manuales de literatura, y mucha de la cual, probablemente, no llegará a aparecer. A estos seres anónimos que responden a la figura profesional de profesores-poetas, sobre todo en la educación secundaria, va dedicado este artículo, con permiso de los poetas con nombre y apellido. Al fin y al cabo, el anonimato y la dimensión colectiva de la poesía fueron comunes entre autores y oyentes hasta hace apenas doscientos años, y no hay razón para que una parte de ello, significativamente mayor en número que la de las élites, no siga siendo así.

Como ya han pasado los tiempos del mecenazgo y, además, en España la iniciativa privada jamás se ha caracterizado por apoyar la poesía con felices excepciones como la de un célebre empresario que ha creado una editorial especializada en poesía y traducción, aquí la mayor parte de los poetas se convierten en profesores de Lengua y Literatura, previa oposición, para procurarse un medio de vida; en Inglaterra, por ejemplo, es la BBC, en lugar de las Consejerías de Educación, la que emplea a un considerable número de poetas para sus programas culturales; en Estados Unidos, muchos pasan a formar parte de los programas de escritura creativa de las universidades. El caso es que, en nuestro contexto, y en contra de lo que casi todo el mundo cree, la profesión docente no es, ni mucho menos, una actividad a tiempo parcial que deje suficiente espacio a la creación, menos que nunca en este tiempo de recortes y de abrumador trabajo burocrático. El profesor no muda su piel por la del poeta sino a costa de robarle horas al sueño, agotado tanto física como mentalmente por las exigencias del día a día.

En los años setenta, cuando todavía parecía posible vivir de otra manera, algunos poetas se conformaban con un trabajo parcial y poco especializado que les permitiera vivir austeramente y tener la serenidad de espíritu necesaria para la creación. Algo parecido a lo que, quizá un tanto idílicamente, cuenta Stefan Zweig en sus memorias sobre los poetas parisienses de principios del siglo XX, apoyados por gobiernos con una mentalidad muy distinta de la nuestra hacia las artes:

En su mayoría, ocupaban un pequeño cargo oficial que les exigía muy poco trabajo; la gran consideración hacia la labor intelectual (…) había generado (…) este sabio método de otorgar sinecuras discretas a poetas y escritores que no podían vivir de los beneficios de su trabajo. (…) Ninguno de ellos tenía las pretensiones de sus sucesores (…) de fundamentar rápidamente su existencia soberana sobre la base de una primera inclinación artística. Lo que los escritores querían de esas pequeñas ocupaciones, elegidas sin ambición alguna, no era sino ese mínimo de seguridad en la vida exterior que les garantizara la independencia necesaria para su obra interior. (…) Vivir y trabajar tranquilamente para un círculo tranquilo (…) era más valioso para ellos que darse importancia y no se avergonzaban de vivir como pequeños burgueses y con estrecheces a cambio de poder pensar con libertad y audacia en el campo artístico.

Los poetas-profesores de nuestro entorno, menos mimados que sus antecesores franceses, procuran sin embargo vencer cualquier conato de esquizofrenia entre la obligación y la vocación, y lo hacen como mejor saben y con las herramientas de que disponen: llevan su amor por la poesía a las aulas, por descabellado que parezca, cuando han de atenerse a unos currículos escolares donde no parece estar contemplado, de ninguna manera, el disfrute desinteresado y desprovisto de cualquier otro objetivo de una actividad. Y en esas están, tratando de sacar de su adormecimiento al carpe diem de Garcilaso, las efusiones místicas de San Juan de la Cruz, las ingeniosas invectivas entre Góngora y Quevedo o la alegría de vivir y el goce de amar de Lope de Vega. Es el suyo un empeño casi arqueológico, como si el soneto, la lira o los tercetos encadenados fueran formas crípticas de lenguajes hablados por otras especies en épocas anteriores a la última glaciación. Ahora bien, los alumnos, les guste o no lo que libros y maestros les ponen delante, suelen reconocerlo sin mayores dificultades como «poesía». Las reglas aprendidas ayudan: la disposición del poema en estrofas, el número de versos, la rima, el lenguaje alejado del habla actual común… por consiguiente, la verdadera prueba de fuego para un profesor que además sea poeta y, por tanto, ame la poesía, y además desee transmitir ese amor a un grupo de muchachos que, como corresponde a su edad, tienen intereses muy distintos a los suyos, comienza a medida que se acerca a la poesía contemporánea.

«Profe, este poema no me gusta porque no rima». Esa es la segunda y principal queja de un alumno cualquiera, sea de sobresaliente o de insuficiente la primera es que por qué Juan Ramón Jiménez escribe con jota donde le da la gana. Y con mucha razón se expresan así: tanta regla a tener en cuenta, y luego resulta que en la poesía actual no sirven las referencias clásicas, los manuales de instrucciones. Así que el profesor-poeta tiene que añadir, a sus diarios desvelos, la búsqueda de poemas que, por el tema, la forma, el lenguaje o cualquier recurso atractivo que ofrezcan, puedan «enganchar», de entre unos doscientos alumnos de bachillerato, a los dos, tres o diez de cada curso que acaben cayendo en la cuenta, sí, de que la poesía no está solo en los libros de texto; que está viva, que hay autores vivos después de la generación del 27; y, sobre todo, que merece la pena el esfuerzo de buscar sus poemas en las librerías, en la red o dondequiera que se encuentren, porque lo que dicen, una vez vencida la barrera inicial del sentido no apoyado en rimas ni en motivos clásicos, ni ajeno a lenguajes supuestamente no poéticos, les apela a ellos y a sus problemas; porque por debajo de los autores premiados y compilados, hasta llegar a lo más underground o lo más punk del espectro poético, hay todo un mundo por descubrir de revistas, fanzines, recitales y actividades en los que pueden verse reconocidos e incluso partícipes o fundadores. Y sobre todo porque, por insólito que parezca, siempre habrá alguien, parafraseando la hermosa película de Wong Kar-Wai, deseando amar la poesía, y es el deber de un profesor de literatura, máxime si además es poeta, atender esa necesidad.

Y ahí lo tenemos, otra vez, al profesor de turno, con la vista cansada sobre los exámenes que por fin ha terminado de corregir, los informes que ha terminado de rellenar, la voz cascada de tanto hablar y la lavadora aún por poner o la comida de mañana por preparar. De acuerdo, contemplado contra el pavoroso tapiz de tantos millones de parados es un privilegiado: tiene un empleo semi-fijo, no se ve obligado a trabajar en negro catorce horas diarias en cualquier antro nocivo para la salud, ni a peregrinar con su currículum en mano de oficina en oficina, sabiendo que nadie le va a dar trabajo por el simple delito de tener más de cuarenta años cumplidos. Ante tanta tragedia cotidiana, su labor pasa tan desapercibida como sus versos, publicados aquí y allá en revistas de amigos o en ediciones independientes de escasísima tirada. Probablemente pase por esta vida sin recibir nunca un homenaje ni un reconocimiento, y sí bastantes tirones de orejas de su cónyuge, que a estas alturas estará harto o harta de que le robe horas a las obligaciones familiares para entregárselas a la poesía en sus múltiples exigencias: leer, escribir, y la más delicada de todas: enseñar a otros a amarla.

Empecé con un reconocimiento a la labor de los profesores-poetas de hoy, que responden a nombres como Juande, Noelia, Laura o Diego, entre otros muchos; y quisiera concluir recordando a los que fueron profesores míos de literatura, y no porque ellos me mostraran el camino de la poesía contemporánea, que empecé a recorrer mucho más tarde. Hicieron, sí, el trabajo previo, que tampoco es asunto menor: inocularme para siempre y sin remedio el veneno de las palabras. Y es que hay clases que no se olvidan: la lectura de Los santos inocentes; las representaciones de obras de Alejandro Casona y Buero Vallejo; la descripción de la caverna de Platón y las traducciones del segundo libro de La Eneida; las explicaciones de La vida es sueño y Luces de bohemia. Clases que jamás he olvidado, hitos memorables que rompieron, y de qué manera, el tedio uniforme de las largas jornadas escolares, llenándolas de luz no usada. Gracias, Gabriel, Víctor, Chema. Gracias a los tres.

POSTDATA: Después de ver la última película de David Trueba, Vivir es fácil con los ojos cerrados, dan ganas de añadir a la lista a ese entrañable y machadiano profesor interpretado por Javier Cámara; basado, a su vez, en un profesor de carne y hueso, Juan Carrión, que acercaba la alegría del pop inglés la beatlemanía a esos alumnos suyos de la España de los sesenta. Enhorabuena a los tres (David, Javier, Juan) por haber creado a Antonio San Román, del que ahora podemos disfrutar todos.

Raquel Lanseros: «La poesía es el territorio absoluto de la libertad»

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Raquel Lanseros para Jot Down

Yo tuve un cielo claro de abuelos y de estrellas,
una casa en solsticio y un jardín en el alma.
Con musgo construimos la noche más extensa
mientras el río y la nieve celebraban sus bodas.
(«Villancico Remoto», de Las pequeñas espinas son pequeñas).

Me cito con Raquel Lanseros (Jerez de la Frontera, 1973) en el Palacio de los Patos de Granada. En los últimos años, Raquel se ha convertido en una de las voces más destacadas de la poesía española contemporánea. Llega apresurada a la cita. Se disculpa amablemente, se recompone y se ofrece, desde el primer momento, a cumplir con los requerimientos de la entrevista, que poco a poco se convierte casi en confesión entre dos amigos que todavía no comparten la sensación de haberse conocido. Irradia una dulzura universal, susurra sus palabras suavemente y desliza bajo sus pensamientos una vitalidad que caracteriza a partes iguales a su poesía y a su persona. Se trata de una poeta madura a pesar de su juventud, y transmite el amor por la palabra delicada combinándola con versos combativos, luchadores, que recuerdan a los olvidados, o que dibujan otras geografías lejanas. Por la ventana del salón entra una cálida luz que inunda la estancia, mientras afuera la tarde se consume encendiendo de naranja los lirios del estanque.

Bienvenida a tu tierra.

Sí, a mi tierra natal,  Andalucía, que en poesía tiene mucho peso. Dentro de España es la región poética por excelencia. 

¿Poeta o poetisa?

Esta es una antigua disyuntiva. Siempre hay personas que le tienen una manía especial a cualquiera de los dos términos. A mí no me molesta poetisa, sinceramente. Hay compañeras a las que les molesta mucho poetisa porque les parece despectivo. A mí me parece que, desde un punto de visa etimológico, no lo es. Poeta en España se utiliza más, ya casi como si fuera epicene para todo. Sin embargo, me gusta poetisa; en Hispanoamérica lo utilizan mucho. Ninguna de las dos me parece despectiva, ni mucho menos. Ya la palabra poeta, que en griego significa «el creador», nos viene grande. Fíjate que en italiano o en francés, que tiene la misma raíz como lenguas hermanas que son, me gusta mucho: dicen poetesse o poetessa. Me parece todavía más hermoso que poetisa. En cualquier caso, es un honor esa palabra; ya digo que nos queda grande siempre, así que cualquiera de las dos me vale. 

¿Cuándo decidiste ser poeta?

Como he dicho antes, la palabra poeta es una palabra muy grande, hay que tratarla con cuidado. Desde luego, el gusto por la poesía, el gusto por la palabra, y esa tendencia casi innata, si se puede decir sin parecer cursi, a escribir versos, a leer poesía, yo la recuerdo desde la más tierna infancia. Y la mayoría de los poetas que yo conozco, con los que tengo muy buena relación y confianza como para que me cuenten sus orígenes, en esto coinciden. Hay también casos de poetas más tardíos e incluso poetas aparecidos en la senectud, porque hay casos para todo. Pero, en general, es cierto que el gusto por la palabra y el gusto por la palabra escrita, en concreto por la poesía, que dentro de la literatura es un género muy particular, suele darse desde la infancia. Es una tendencia que no tiene tampoco necesariamente que ver con que haya en tu familia personas que se dediquen a la poesía. Siempre es bueno, aconsejable, ayuda para esto y para cualquier cosa, que haya libros en casa. Tuve esta suerte; había libros de poesía en mi casa. Mi madre es una gran lectora en este sentido. Desde niña pude curiosearlos, abrirlos, sin la tensión del horario escolar. Ese trato especial con la palabra musicada, con la palabra rimada y con la palabra poetizada, en mi caso, viene de la infancia. 

Hoy me estaba acordando yo de Oliverio, el poeta bohemio de El lado oscuro del corazón.

Que es un homenaje a Oliverio Girondo. 

Sí, de hecho, empieza con uno de sus poemas. Oliverio quiere ser poeta, y se niega a ser otra cosa. ¿Se puede ser poeta ahora mismo, en los tiempos que corren?

El lado oscuro del corazón es una película de culto. Tenía dieciocho o diecinueve años yo cuando estaba en cartelera. No estuvo mucho tiempo, no es muy comercial; pero sí que ha rodado bastante entre nosotros. Ya en aquellos tiempos, te hablo hace veinte años entonces, vivir de la poesía, ser poeta como oficio de manutención, era casi una utopía. En ese sentido, los tiempos han cambiado a peor. Las teorías económicas imperantes hoy en día en el mundo occidental —EE. UU., Europa occidental y Japón— se han deshumanizado cada día más. Hoy en día impera un capitalismo absolutamente inhumano y salvaje que aleja aún más la poesía, y todas las artes, pero la poesía en particular, y casi la poesía puede ser una metáfora de las artes en el sentido de que es la menos comercial, la aleja todavía más de la posibilidad de tener la poesía como un modus vivendi. Veinte años después nos encontramos, curiosamente, con un mundo aún más hostil que aquel Buenos Aires y aquel Montevideo donde Oliverio intentaba pedir a los conductores no lavándoles parabrisas, sino recitándoles un poema.

Yo creo que es muy complejo, y que el mundo, tal y como va, quienes lo controlan, que no quiere decir que sea la mentalidad imperante de la gente, van en sentido opuesto a nosotros, a los ciudadanos. A la gran mayoría de los ciudadanos olvidada, desoída, nos corresponderá poner la poesía en su sitio, y sobre todo el ser humano en su sitio, porque desde luego no tiene ningún sentido que el dinero, que no es más que un instrumento creado por el hombre, tenga más importancia que el hombre. Alguien decía el otro día que poner el dinero en el lugar central del mundo es como poner a los trinos en vez de a los pájaros. Todos sabemos que es una teoría, un estado de cosas, que contribuye a fomentar los intereses de unos pocos. O sea, no es casual. 

Desgraciadamente no nos gobiernan poetas.

Desgraciadamente los poetas no nos gobiernan y escasamente han gobernado el mundo. Porque otro gallo hubiera cantado, sinceramente.

¿Por qué Las pequeñas espinas son pequeñas?

Esa reiteración —hay quien ve una anadiplosis; no es exactamente una anadiplosis, aunque sí es una figura reiterativa—, esa pequeñez, obviamente alude a la falta de importancia, a la posibilidad de remontar las espinas, que no es más que una metáfora del dolor. Si te vas al Diccionario de la Real Academia Española verás que espina, además de ser físicamente lo que todos conocemos de una flor, es también sinónimo de pesar, de aflicción, de pena. En ese sentido, el libro intenta reivindicar la vida por encima de los pequeños dolores que son inevitables; por otro lado, los pequeños contratiempos que vamos a ir encontrando a lo largo del camino, que a veces son grandes. El hecho de repetir la palabra pequeño intenta significar que, incluso a pesar de los dolores, la vida merece la pena siempre, y se debe abrir paso, debemos dejar que se abra paso. Es lo único que tenemos, y solo faltaba que nos amargaran la dicha de vivir. 

Es decir, que damos demasiada importancia a temas menores, ¿no?

Sí, estoy convencida, y entono el mea culpa. Creo que todos nosotros, a lo largo de nuestra vida, hemos dicho alguna vez «y por qué sufriría tanto por aquello». Una vez que ha pasado el tiempo nos damos cuenta de que no tenía tanta importancia. Las cosas que importan en realidad son muy pocas. Sin embargo, estamos continuamente siendo menos felices, afligiéndonos por cosas que no tienen tanta importancia, y al final una vez que uno sobrepasa ese escollo se da cuenta de que era una espina pequeña. 

Hay versos de tu libro que me han parecido muy sugerentes. Por ejemplo, los de «¿Y si siempre comenzase ahora?». Tal vez por deformación profesional, me ha parecido que este poema es una metáfora del alzhéimer. ¿Qué te parece?

Pues no lo había pensado. No lo había interpretado así. Quizá una de las cosas más hermosas de tener la suerte de publicar libros y que haya alguien que los lea, o que los descifre, es como tú sabes que la literatura, y la poesía en particular, es un trabajo a medias. El que lo escribe hace la mitad y el que lo lee hace la otra mitad. De hecho, si un poema no lo lee nadie, está un poco muerto. Entonces, cuando lo interpretas así, le das una vida que yo era incapaz de insuflarle. Y tienes razón. Efectivamente, para una persona enferma de alzhéimer, o para una persona que sufre algún tipo de demencia, siempre está comenzando ahora. Y cuál es el límite del siempre…  ¿Cuando nosotros nacemos? ¿Por qué? Es una fecha inocua de la historia, por lo cual efectivamente todo puede estar siendo continuamente reseteado. 

El lector de poesía es un poco el lector macho del que hablaba Cortázar, ¿no?

Sí… Claro, el lenguaje de macho y hembra es verdad que ha envejecido mucho. Por razones obvias. Pero sí, el pensamiento de Cortázar, que era el de lector proactivo, el que se esfuerza y pone de su parte, sí creo que es el lector de poesía. De hecho, la poesía apela a una de las inteligencias más castigadas por los sistemas educativos, de manera más o menos involuntaria, como lo es la imaginación. La imaginación es una de las grandes capacidades de la inteligencia humana, y de alguna forma ha sido desdeñada como la loca de la casa, la utópica, la poco pragmática, la poco realista, cuando muchas de las cosas de que disfrutamos hoy, si alguien no las hubiera imaginado antes de existir, nunca habrían logrado realizarse, en todos los terrenos de las conquistas humanas.

Hay gente que dice «me cansa la poesía». Porque la poesía requiere un esfuerzo por parte del lector. El lector añade su propia biografía, su propio prisma, su propia sensibilidad, su propia visión de las cosas, su propia imaginación, sus propios paisajes personales, y eso junto con lo que el escritor escribe da lugar a algo que nunca es lo mismo en caso de cada lector. Por eso la poesía se sigue leyendo después de siglos, y sigue dando un resultado igual de productivo; porque las experiencias humanas no son tan distintas, y los lectores siguen añadiendo cosas que aunque son del tiempo actual sí que encajan con otro tiempo pasado. 

Raquel Lanseros para Jot Down 1

¿Qué supone para ti publicar tu primer libro, Leyendas del promontorio?

Todavía me acuerdo, fíjate, de la sensación. Se suele decir que para vivir plenamente, además de hacer otras muchas cosas, hay que tener un hijo, plantar un árbol y escribir un libro. O publicar un libro, porque si lo dejas en el cajón de tu mesilla tampoco tiene tanta gracia. La gracia del arte y de la literatura, en general, es compartir con el resto de seres humanos. Entonces, la primera vez que uno ve su nombre impreso en la portada de un libro… Aunque no creo que el nombre importe demasiado, yo en ese sentido estoy de acuerdo con Manuel Machado. Y digo bien Manuel, aunque obviamente mi preferido es Antonio. En este sentido Manuel tenía razón cuando decía que el mayor privilegio de que podía gozar un verso en el imaginario colectivo era ser recordado una vez que ya fuese olvidado quien lo escribió. Cuando la gente dice «Caminante no hay camino…» hay quien no sabe que eso lo escribió Machado, pero la gente lo dice. O la gente dice «Cuán gritan esos malditos». Todo el mundo sabe decir algún verso del Tenorio, todo el mundo sabe decir versos de La vida es sueño… Y hay quien no sabe ni cuándo vivió Calderón, y algunos no llegan a saber ni quién era Calderón. Pero esos versos hoy pertenecen al pueblo. Por eso digo que lo de la autoría da un poco más igual. Pero volviendo a lo que me preguntabas, de que algo que salió de tu cabeza o de tu corazón, por decir esos dos polos que ambos son la inteligencia, verlo plasmado y hecho físico con la posibilidad de ser transmitido es una emoción intensa, la verdad. A mí me hizo una gran ilusión, una gran alegría. 

Has inventado una palabra, Croniria, que da título a uno de tus libros.

Es un vocablo inventado. No es un neologismo, neologismo es cuando se extiende y lo utiliza la gente. Croniria no, croniria es como Trilce de Vallejo. No comparándome, a millones de kilómetros del maestro Vallejo. Cronos es el tiempo y oniria por ensoñación. El tiempo y los sueños, los sueños dentro del tiempo, qué hace el tiempo con nuestros sueños… o cómo nuestros sueños se van modificanto con el tiempo. 

¿Vivimos actualmente en una Croniria?

Creo que vivimos en una discroniria [risas]. 

Hay bastantes referencias geográficas en tu poesía. ¿El poeta viaja o el viajero escribe?

El poeta, si tiene suerte, viaja. Creo que los poetas ahora viajan más que en épocas anteriores. Todo el mundo viaja más ahora. Hace cien años era imposible ir a una agencia de viajes, comprarte un paquete e irte a ver Viena, Praga y Budapest en una semana. Eso es una cosa buena en nuestros tiempos, no todo iba a ser malo… Se viaja más. Y el poeta también. Pero el viajero escribe es también otra forma de decir lo mismo, o decir casi lo mismo. Porque yo creo que el viaje, que es una metáfora de la vida —eso muy bien lo sabía Machado, y mucho mejor lo sabía Homero—, tiene un inicio y tiene un final, y en el camino suceden cosas. Entonces, el viaje dentro del viaje siempre nos llena de motivos. Es muy difícil que un viaje no te haga aprender cosas, tratar con personas diferentes, ver otros paisajes, tener otros puntos de vista, probar otro sabor, aprender palabras… Todo esto, desde el punto de vista de la creatividad, es muy enriquecedor. No siempre, pero sí, los viajes son potencialmente inspiradores. 

Tienes una fuerte conexión con el mundo anglosajón. ¿A qué se debe?

Fíjate que yo soy muy crítica con el mundo anglosajón. Aparte de que he estudiado Filología Inglesa, fui a Irlanda siendo una niña, he vivido en EE. UU. de joven, un año. Lo conozco bastante bien. Lo conozco todo lo que puede conocerlo una persona que ha estudiado su cultura, su literatura, su lengua. Por lo tanto, disfruto mucho de la literatura en lengua inglesa sin tener que traducir, lo cual me parece una suerte. También soy crítica con ese mundo porque yo no dejo de ser integrante del mundo hispano, y el mundo hispano ha sido muy maltratado por el mundo anglosajón, sobre todo en América. También en Europa, pero en América es como más evidente.

Cuando empecé a estudiar Filología Inglesa, que tenía dieciocho años, estaba más imbuida de amor hacia el mundo anglosajón, luego he ido reforzando mis propias raíces, mi propia identidad, que está basada en el mundo hispano como lengua materna, y la lengua materna no deja de ser el instrumento del que se sirve un poeta. Es decir, los comprendo y los admiro, pero sé que mi sitio no es el suyo. 

¿Qué lugares comunes comparten Raquel Lanseros y Edgar Allan Poe?

Edgar Allan Poe es anglosajón, estadounidense, pero también es cierto que es un estadounidense del siglo XIX. Los EE. UU. del siglo XIX y los actuales son lugares muy distintos. Los EE. UU. actuales son un producto que empezó a generarse desde principios del siglo XX, y Edgar Allan Poe no vio lo que nosotros vemos ahora. Como buen poeta, además de la época romántica, es lo que ellos llaman un outcast, un forajido, una persona incomprendida en su época. Y de todas maneras sigue siendo un incomprendido ahora, porque por ejemplo la leyenda negra que se generó de manera errónea por un albacea suyo, que lo dibujó a los ojos del mundo como un hombre borracho, desequilibrado, cuando era todo lo contrario, pues ahí sigue. La gente no se molesta en indagar. No sé por qué pero un mal chisme se queda más en la mente de las personas que la mejor de las verdades, y esto no sé bien por qué sucede, pero es así. Edgar Allan Poe era una persona de una inteligencia brillante, muy superior a la media, lo cual es una obviedad viendo lo que él escribió, y por lo tanto una persona bastante inadaptada a la época que le tocó vivir. Como siempre, a las personas muy brillantes les cuesta mucho vivir en cualquier época, porque en general en la historia de la vida humana hay mucho de crueldad, hay mucho de falta de sensibilidad. 

Pero tú no compartes estas cosas con Edgar Allan Poe.

No, no. Hasta ahora estaba tratando de crear una analogía. Estaba dibujándolo a él y todo lo que yo admiro en él. Siempre estoy muy muy a favor de los perdedores, en el sentido más hermoso de la palabra, de los dominados, de los incomprendidos. En ese sentido admiro mucho la figura de Edgar Allan Poe.

¿Con él qué comparto? Pues no sabría decirlo sin que fuera un acto de soberbia. Nadie es buen juez y parte. No puedo osar compartir nada con Edgar Allan Poe. Lo que sí he compartido ha sido unos cuantos meses de traducción de su poesía. En esos largos meses en los que estuve traduciendo veinticinco poemas de amor suyos que han salido publicados en la editorial Valparaiso, la labor de traducción era una especie de acto de inmersión absoluta dentro de su universo, porque para traducir no solamente hay que saber el significado de las palabras, sino el significado en contexto. Además, cometí la osadía, de esas osadías que solo se cometen por admiración y por filiación admirativa, que es traducir su poesía con rima, tal como él la escribió. Por otro lado, no se me hubiera ocurrido ponerle rima a alguien que hubiera escrito verso libre.

Por ponerte un ejemplo, un parangón en lengua española, Bécquer, alguien que vivió más o menos en la misma época un poquito más tarde. Imagínate Bécquer sin rima, sin esa musicalidad. La poesía romántica tiene todo eso. Quería trasladar, dentro de las limitaciones que siempre tiene el trasvase de poesía de una lengua a otra, además dos lenguas que no se construyen exactamente igual ya que una es latina y la otra germánica, aunque ambas tengan mucho vocabulario romance. Fue una historia de amor en diferido a través del tiempo, dos siglos después. Imagínate ciento noventa años después para intentar trasladar a nuestra lengua todo un universo amoroso, todo un universo desgarrado, todo un universo también oscuro y triste, pero también vital que supone la figura de Edgar Allan Poe, que es posiblemente el poeta americano más conocido fuera de las fronteras de EE. UU. y el más leído sin duda. Yo creo que seguido por Walt Whitman. 

Raquel Lanseros para Jot Down 2

Ya que hablas de poesía romántica y citas a Bécquer. Cuéntanos qué son los hijos de Mary Shelley.

Los hijos de Mary Shelley es un proyecto con este nombre hermoso. A mí el nombre me parece un absoluto hallazgo, que es mérito del novelista Fernando Marías, que se ha convertido en un gran amigo precisamente a raíz de estar en este proyecto, en Los hijos de Mary Shelley. Le conocí por motivos literarios. Es un hombre admirable desde muchos puntos de vista, pero sobre todo porque a pesar de que lleva muchos años en primera fila dentro del mundo de la narrativa sigue conservando lo mejor de una persona muy joven: la imaginación, la frescura, la creatividad, la espontaneidad, esa mirada desprejuiciada al mundo. Le gusta mucho la fantasía, y todo lo que tiene que ver con la fantasía. Entonces, él ideó un proyecto porque le daba la sensación que en narrativa España adolece de falta de fantasía, como frase genérica, que luego obviamente hay excepciones. Pero como literatura genérica narrativa, le parecía que era una de las carencias. Así que decidió juntar con ese maravilloso título de Los hijos de Mary Shelley a narradores y empezó con escritores de prosa que sintieran una pulsión, un gusto especial hacia el terror, hacia la fantasía, incluso hacia la ciencia ficción. Entonces empezó a crear una plataforma en la que mucha gente escribía, actuaba… Yo me adherí el segundo año de vida, llevo ya tres años en este proyecto escribiendo poesía. Él no obvió la poesía porque Fernando, a pesar de que no escribe poesía, sí es un gran lector de poesía y un gran admirador de poesía, y yo siempre estoy muy agradecida con eso y le digo «¿por qué nos miras a los hermanos pobres?», y le tomo el pelo con el cariño y la confianza que tenemos. Lo abrió también a la dramaturgia. Hay una chica que se llama Vanessa Montfort, que es una gran escritora que forma parte del proyecto. También lo quiso feminizar. Entiéndeme bien, Mary Shelley era una mujer, la única mujer en aquella famosa reunión en Villa Diodati en el verano de 1816 que llevó a término aquello que idearon para pasar aquel verano tan frío, que hubo una especie de verano boreal y que no hacía calor en Europa: «Vamos a escribir una novela de terror». Entre todos los presentes Lord Byron, John William Polidori, el propio Percey, el marido de Mary… La única persona que escribió una novela, que además paso a ser una novela fundacional desde el punto de vista del género del terror, de la ciencia ficción, fue Mary Shelley. Así que Fernando se dijo que hay que apostar por mujeres de diferentes géneros que supongan un empuje. En ese momento estábamos Espido Freire en la narrativa, Vanessa en la dramaturgia y servidora en la poesía.

Y hemos hecho cosas tan interesantes como intentar difundir los clásicos entre la gente joven, que creo que es algo fundamental, que la poesía se difunda desde edades tempranas. Luego es más difícil, si no, acercarse a ella. Hemos hecho desde traducciones de John Keats al español, adaptaciones al rap, grabarlo en vídeo… Hemos hecho historias con el propio Poe, con Neruda, con Miguel Hernández, Antonio Machado, con nuestros propios poemas… Y hemos montado una especie de espectáculo que cada vez está creciendo más, y que ahora lo llamamos Compañía Literarioteatral, porque tenemos como referente a La Barraca, ahora que estamos en Granada. Obviamente está a años luz, aunque es nuestro referente. Porque también Lorca, sobre todo Lorca, tenía ese proyecto de acercar la literatura a la gente. Y esto pretende inventar cauces que, sin degradar un ápice la calidad y la profundidad de la literatura, sean capaces de acercarse a los chicos, a las chicas y a gente de todas las edades. Hemos hecho cosas en residencias de ancianos, en teatros, en un cementerio… y así se ofrece un formato más atractivo sin banalizar en absoluto. Y para esto incluso nos vestimos de damas y caballeros decimonónicos, actuamos. Y la gente se va bastante contenta. Yo creo que como proyecto es apasionante. Justo lo que se necesita en estos tiempos grises, para reactivar la sensibilidad y el gusto por la palabra. Además, el terror tiene mucho encanto para mucha gente.

Eres una poeta muy premiada para tu juventud. ¿Cómo te sientan los premios?

Allegro ma non troppo, como dicen los italianos. Una ya va teniendo unos años, y dicen que en la poesía cuando te dicen poeta joven cuando estás muy entrado en años, es mejor que un lifting [risas].

No en serio, no creo que los premios hagan mejor a un libro. En eso hay que ser muy humilde. Tampoco lo hacen peor, como quieren hacer ver otros. Es cierto que consiguen algo que de otra manera hubiera sido muy difícil, en mi caso y en el caso de mucha gente como yo, que vive en una provincia. Cuando empecé yo vivía en Murcia, estaba trabajando como profesora de instituto allí. No conocía a nadie dentro del mundo de la poesía, a ningún editor. Sabes que la poesía no genera unas grandes ganancias para los editores, y normalmente no aceptan manuscritos tampoco. De manera que los premios son ese cauce que le queda al poeta enfebrecido y al letraherido que en casa escribe… Es el único cauce de una persona normal que no tenga suerte, como es el caso del noventa por ciento de los poetas, para intentar publicar en una editorial, que de otro modo sería absolutamente imposible, y yo creo que es el rol positivo que juegan los premios, el ser capaces de descubrir o abrir la puerta a personas que escriben y leen poesía. No hay ninguna persona que escriba sin leer. Hay quien dice que una palabra escrita son cien leídas, yo creo que son más de mil. Hay que leer mucha poesía para escribir poesía.

Los premios son uno de los pocos mecanismos democráticos, porque te permite acceder a publicar. Yo por ejemplo publiqué en Adonais, que es una colección mítica en lengua española y concretamente la más antigua que existe en España, empezó en el 43, y ahí sigue. Iba a decir ininterrumpidamente, pero no es cierto, en la posguerra  hubo un par de parones.

También has publicado en Visor, en Hiperión…

Sí. Son las editoriales emblemáticas de poesía en España, a las que una persona que no tenga una trayectoria ya consolidada no tiene acceso. Es la pescadilla que se muerde la cola. Lo que rompe ese círculo vicioso son los premios. También es cierto que hay un componente grande de azar… Tiene que darse el caso de que a esas personas les guste tu libro, lo cual aparte de una gran satisfacción también es una suerte. Y tampoco eso hace mejor el libro, pero sí que es una llave a una habitación que, de otro modo, estaría tapiada. Es lo que yo más agradezco a los premios.

Acabas de aterrizar de Verona, cuéntanos, ¿qué has hecho allí?

El 21 de marzo es el Día Mundial de la Poesía. En Verona está localizada la Academia Mundial de la Poesía, que tiene miembros de los cinco continentes. Está radicada en Verona porque en Verona nació Catulo, porque en Verona pasó varios años Dante, y porque es el escenario en que se basó Shakespeare para escribir su Romeo y Julieta. De hecho, la gente va a ver la ventana de Julieta y casi nos olvidamos de que es un personaje de ficción. Es más real Julieta que muchas damas que vivieron de verdad, igual que es más real el Quijote que muchos manchegos del siglo XVII.

Todos los años, coincidiendo con el equinoccio de primavera, se celebra la Jornada del Día Mundial de la Poesía. Siempre invitan a poetas ribereños del Mediterráneo. Había un poeta francés, una poeta brasileña que ha vivido en Portugal y ahora vive en Roma, y yo tuve la suerte de que me invitaron como representante de España. Todos los años se hacen homenajes a diferentes poetas coincidiendo con el centenario de su nacimiento. Este año se festejaba un poeta italiano nacido en 1914 y fallecido en 2005, que se llama Mario Luzi, que es un representante de lo que llaman el hermetismo, que es una corriente poética muy importante en Italia, sobre todo en el periodo de entreguerras. Entonces, allí, en el Museo Maffeiano, que es un lugar absolutamente emblemático, no solo porque tiene unos salones y unas lámparas de cristal espectaculares, sino porque el propio Mozart tocó allí con dieciséis años, y ellos se encargan de recordarlo con una insignia de mármol en el propio museo. Pues estuvimos homenajeando a Mario Luzi y estuvimos leyendo obra propia. Para mí lo más importante, aparte de poder compartir con tantos grandes artistas y poetas de Italia, es que soy una apasionada de las lenguas. Estudié Filología, luego hice Filología Francesa, hablo unas cuantas lenguas, me encanta estudiarlas. Tengo la suerte de hablar italiano desde los dieciocho años que me dieron una beca y pasé tres meses en Roma. Yo misma me traduje los poemas al italiano, luego se los mandé a un amigo mío italiano, porque nunca se puede traducir en una lengua que no sea la propia, y él se encargó de corregirlos, ponerles los puntos, las comas, cambiarles el vocabulario, las concordancias y todo eso, y yo los leí. Eran poemas de Las pequeñas espinas son pequeñas. Bien es cierto que el italiano es una lengua hermana, no es idéntica, la gramática es diferente pero sí es una lengua hermana en ritmos, tonos, cultura… Entonces leerle a esa audiencia poemas en italiano y ver cómo respondían, medir la temperatura, comparar con lo que pasa en España… para mí fue un auténtico privilegio y una gozada. Lo pasé muy bien.

Acostumbras a hacer muchas lecturas públicas de poemas. ¿La poesía debe estar en la calle o debe estar en la reflexiva intimidad de la casa de cada uno?

Creo que la poesía, como no deja de ser parte de los seres humanos, puesto que de la humanidad nace, debe estar siempre en todos los lugares donde estén los seres humanos: en la calle, en la intimidad reflexiva, en los salones, en los ríos, en las verbenas… La poesía es un sinónimo de la vida.

… y en los prostíbulos como Oliverio.

La escena del grandísimo, y ahora ya fallecido, Mario Benedetti, recitando en alemán en el burdel a las cinco de la mañana ante una prostituta aburridísima que lo escucha entre la paciencia y la conmiseración… Esa escena es una de las más brillantes de la historia del cine. Si la hubiera filmado Woody Allen así hubiera sido, sin duda. Volvemos a lo del mundo anglosajón que se ha impuesto como canon. Yo lucho porque lo hispano también sea un canon mundial. Es una imagen tierna, absolutamente evocadora y llena de dulzura. Por eso la poesía tiene que estar en los prostíbulos, tiene que estar en el piso sexto donde la vecina peina a su hermana. Yo creo que la poesía tiene que convivir con la calle, la poesía no puede estar en una torre de marfil, en una biblioteca aislada de la calle. Yo creo que la poesía pertenece al pueblo, puesto que es una disciplina que del pueblo mana en realidad. Pertenece a la humanidad entera y por tanto adaptándose a los diferentes contextos la poesía tiene que habitar todos los registros humanos.

Por eso necesitamos un Día Mundial de la Poesía.

Además, no es casual, me lo estaban diciendo este fin de semana en Verona, no es casual que sea el equinoccio de la primavera, que es cuando el mundo renace. La poesía es un renacer a aquello que verdaderamente es humano e importa. 

Raquel Lanseros para Jot Down 3

¿A qué poetas españoles de tu generación no nos debemos perder?

Pues mira, como estamos en Granada, voy a decir los dos poetas granadinos de mi generación que yo creo que son imprescindibles, cuyos nombres son Daniel Rodríguez Mayo y Fernando Valverde. Grandes poetas. Después, si quieres voy por regiones, en Galicia hay una poeta que se llama Yolanda Castaño, que escribe en gallego pero que también se traduce al español, ha publicado en Visor y en muchas editoriales, y me parece de lo más recomendable. Me gusta mucho Joaquín Pérez Azaustre, que es cordobés, pero también ciudadano del mundo que vive en Madrid, ahora creo que está en Argel, y anteriormente ha vivido en Bruselas, y es un gran poeta. Me ciño más o menos a los nacidos en los setenta. 

¿Y latinoamericanos?

En Latinoamérica hay gente muy interesante. De quinientos millones de hablantes nacidos de lengua española nosotros somos apenas un diez por ciento. Imagínate la riqueza cultural. Cuanto más voy más me impresiona la magnitud y el calado de la cultura de todos los países que componen Hispanoamérica. Creo que además es un legado —meto la cuña—, y que España está un poco ciega de no volcarse hacia él. Histórica y culturalmente es nuestro cauce. Mucho más que otras tierras que igual nos son más cercanas en geografía, pero muchísimo menos en cuanto a realidad.

En Méjico hay un poeta, Mario Bojórquez, ayer fue su cumpleaños además, que a mí me parece uno de los grandes poetas del futuro en lengua española. Seguramente el tiempo me dé la razón. Otro poeta, también mejicano, Alí Calderón, de Puebla, magnífico, que revisita a los clásicos. En Colombia Lucía Estrada, Andrea Cote, Federico Díaz Granados. En Centroamérica también hay grandísimos poetas, en Costa Rica, David Cruz, Jorge Galán, un grandísimo poeta del Salvador… En Cuba hay un poeta llamado Alexis Díaz Pimienta, que vive en España la mitad del tiempo y es uno de los mejores repentistas del mundo, es la tradición de los trovadores, de los palladores chilenos. En Argentina hay también varios poetas interesantes: Silvia Castro, Carlos Aldazábal. Luego también un poeta boliviano muy bueno llamado Gabriel Casazola. Y hablo solo de poetas de mi generación, nacidos en los setenta. 

¿Qué tiene España que da tan buenos poetas?

Creo que siempre está en crisis… [risas]. Sí, España es un país duro. Quizá no sea capaz de juzgarla bien, al estar dentro de ella, soy española, pero a mí, intentándola mirar desde fuera, España siempre me ha parecido un país en el que se conjugan grandes extremos. He visto muchísimo talento en este país en todos los campos. Hay personas con enorme talento. Pero luego por algún motivo del que más o menos puedo imaginar causas, pero cuyas causas últimas desconozco, siempre acaban gobernando personas menos competentes en España, y bastante más necias que ese talento que normalmente está más abajo, en las capas más populares, en las clases medias. Y eso hace de España un país particularmente duro. Porque es complicado que una persona con talento y una persona brillante se vea suficientemente apoyada como para desarrollar y llevar a buen puerto toda esa potencialidad. En ese sentido, España es un país que a veces le da la espalda a sus mejores hijos. Eso hace quizá que la poesía española sea brillante… El arte nace de la dificultad. Pero imagínate un hombre como Miguel de Cervantes, que es hoy considerado a nivel mundial como el más grande novelista de todos los tiempos, por encima de todos los demás grandes novelistas, qué sé yo, como Dostoievski, pues Miguel de Cervantes es el número uno, el inventor de alguna manera de la novela moderna, y eso está reconocido en Singapur, en Honolulu, en Noruega, y tú analiza la vida que tuvo Miguel de Cervantes. O un Velázquez, que es verdad que llegó a pintor de la corte de Felipe IV, pero que antes tenía que sacudir las alfombras. España es un país donde la mediocridad siempre de alguna manera ha logrado estar por encima, por eso la gente ha tenido que sobrevivir y aguzar el ingenio, por eso hay tan buena poesía. 

¿Estamos hablando de ciencia o de poesía?

Es parecido, ¿no? 

¿Por qué a los poetas, cuando hay una guerra civil, cuando teóricamente son los más débiles, se les persigue?

Esta es una pregunta que a mí me encanta responder, porque es cierto. La poesía no sirve de nada, no da dinero, no hay nada que temer de la poesía. Pero es curioso, porque viene un régimen dictatorial, autoritario, en este país y en cualquiera, y los poetas son los primeros masacrados, los primeros asesinados, los primeros exiliados… Tenemos la prueba en nuestra historia reciente, figuras simbólicas de cada una de las masacres posibles que se pueden infligir a un ser humano: en el exilio a Machado, y a muchos otros; la muerte en la cárcel, la tortura hasta la muerte de Miguel Hernández; el asesinato a sangre fría, vil, en el primer momento de Lorca, ahora que estamos en Granada… Y a muchos otros. Pero ellos son el nombre que recordamos en primer lugar.

Esto es porque la poesía en realidad no es tan inocua como parece. Efectivamente, como decía Celaya, «es un arma cargada de futuro», y todo el mundo sabe, hasta los brutos y los insensibles a las órdenes de los más espúreos intereses saben, que la palabra tiene mucho poder, y que la palabra bien empleada en boca de un verdadero poeta podría llegar a movilizar masas, y a penetrar en las conciencias. Y por eso a los poetas se les silencia enseguida. Porque la poesía es enemiga de los autoritarismos, hija como es de la libertad. La poesía es el territorio absoluto de la libertad. No hay cánones, no hay dogmas que se le puedan imponer a la poesía. Ni estéticos, ni formales, ni mucho menos de fondo. Y como tales los poetas son seres rebeldes que van a alzar la voz contra la injusticia. Y eso los regímenes totalitarios lo saben, y actúan en consecuencia. Y eso no solo en España, sino en todos los países del mundo. Con lo cual, llegamos a la conclusión de que la poesía puede estar muy mal pagada, o a lo mejor un poco ninguneada, pero encierra en su seno muchísimo más poder del que pueda concebir un mundo cortoplacista y pecuniario. Encierra el poder de la comunicación, y esa es un arma poderosísima.

A colación de lo que estás comentando, te cito unos versos de tu último libro: «Siempre es así. La sangre de los desposeídos / viene a saldar la deuda / de la eterna codicia de unos pocos». Y lo titulas «La rendición de Breda», pero tus versos suenan de lo más actual.

Soy una enamorada de Velázquez. Me parece absolutamente conmovedor. Aparte, es el padre del tipo de pintura que vino después. Un día, viendo el cuadro La rendición de Breda, conocido popularmente como Las lanzas, tú ves en primer término a Espínula dándole las llaves de la ciudad, pero lo que hay detrás es un ejército entero de lanzas. Yo me apellido Lanseros, con ese. Un tío que tengo al que le gusta mucho la heráldica se fue hacia atrás hasta el siglo XVII, y vio que se se escribía con cedilla, Lançeros, porque mi familia por parte de padre viene de la zona de Galicia y el norte de Portugal, así que es la versión galaicoportuguesa de Lanceros en castellano. Así, que al fin y al cabo eran los que iban con las lanzas. Yo ahí, en aquella masa de soldados, muchos de los cuales pertenecerían sin duda a levas, y que allí no pintaban nada, ya que tenían muchas cosas que hacer en sus respectivos pueblos, de repente yo me olvidé de los personajes principales y vi lo que a mí me parecen los verdaderos protagonistas, que son toda esa masa de lanseros, y por mi apellido me puedo permitir la osadía de hablar en su nombre puesto que son mis antepasados, decidí darles voz y escribir ese poema que supongo, a lo mejor acierto a lo mejor no, que ellos sentirían.

En el siglo XX los pueblos se han dado cuenta de esto, sobre todo después de la Primera Guerra Mundial. Siempre las guerras se producen para beneficiar a unas élites, unas oligarquías normalmente mundiales, ahora más mundializadas que nunca, pero la sangre la ponen siempre personas que no tienen nada ni que ganar ni que perder. Esto lo decía muy bien William Gates en los poemas que hizo en la Primera Guerra Mundial: «Nada podemos ganar, nada podemos perder». El pueblo nunca gana nada con las guerras, y perder pierde directamente la vida, o la salud u otras muchas cosas. Así que yo creo que es hora de que el pueblo entienda que las guerras siempre van a beneficiar a unos pocos, y a perjudicar a muchos. 

Esa rebeldía tú la muestras, por ejemplo, portando una bandera pirata en Twitter, ¿no?

Claro, no sabía que poner. No tengo una cuenta apócrifa en Twitter. Ganas me dan… [risas]. Ganas me dan de abrir una cuenta y decir lo que verdaderamente pienso. Entonces, pongo lo que puedo poner con mi nombre. Había muchos tipos de piratas, como los filibusteros. Y los piratas, en realidad, estaban fuera de los márgenes de la ley en un mundo que era tan opresor que no dejaba mucho margen a la libertad. Lo cantó mejor que nadie Espronceda. Hago mía esa bandera en el sentido de libertaria. No dejamos hoy de ser todos un poco pequeñoburgueses, hasta el más libertario. Pero sí es cierto que creo que la poesía en general, y yo en particular, se adscribe a todo lo que sea intentar quitarnos yugos. 

Raquel Lanseros para Jot Down 4

¿Qué podemos hacer cada uno de nosotros diariamente en este entorno hostil?

Pues creo que más de lo que parece. En colectividad el sábado pasado ya se hicieron cosas, aunque las ninguneen [refiriéndose a las marchas por la dignidad]. En particular hay un montón de cosas que podemos hacer. En primer lugar, no dejar bajo ningún concepto que nuestro cerebro sea colonizado por los medios de comunicación convencionales, que siempre son interesados, que siempre están al servicio de unos intereses económicos que no son los nuestros. En segundo lugar, podemos modificar nuestros hábitos de consumo. Si esto se hace a nivel general podemos hacer mucho daño. Podemos también intentar convencer, informar a los que tenemos cerca, intentar participar en muchos mecanismos de asociación… Date cuenta de que el sistema actual, este totalitarismo del capital, intenta romper el asociacionismo, fomentar el individualismo. Y eso se hace desde la infancia con el sobreconsumo, con la competitividad exacerbada. Entonces, si cada uno empieza a tender redes en su barrio o de la manera que tenga más cercana, y a colaborar en iniciativas que ideológicamente o en conciencia le parezcan más cercanas, pero que siempre defiendan a la persona en contra de estos intereses tan mezquinos y tan deshumanizados, ya estamos haciendo mucho. Imagina que todo el mundo hiciera eso. Cambiaría mucho. 

¿Necesitamos poesía frente a la incertidumbre?

La incertidumbre tiene una doble vertiente. Incertidumbre es una gran palabra. Es, por un lado, social, económica y política. Hoy en día está claro esto, estamos todos de acuerdo, que estamos viviendo un impasse histórico hacia otra cosa, aunque no sabemos bien hacia cuál. Estos días de atrás, con el entierro de Adolfo Suárez, parecía como el fin de una época. Está claro que el espíritu actual y las verdades colectivas no son las mismas que hace treinta y cinco años, para bien y para mal. Por otro lado, la incertidumbre es un sustantivo que está asociado a la propia existencia. Uno no sabe cuándo nace, uno no sabe cuándo va a morir o uno no sabe lo que le va a pasar. Y el control real que uno tiene sobre la propia vida es mínimo, sobre las cosas que te ocurren y a veces incluso sobre tus propios sentimientos, sobre cómo se van a desarrollar las cosas. Y el que diga que la vida se desarrolla absolutamente según sus deseos miente, eso no es posible. Entonces incertidumbre es una palabra que por suerte o por desgracia es muy cercana a nuestra propia condición, tanto individual como colectiva. 

La poesía como una herramienta de reivindicación, de lucha, como lo fue por ejemplo para Mario Benedetti, que también fue otro poeta exiliado.

Aquí, en este libro, hay unos versos de Benedetti, «Maldición y venganza». Es un poema que hizo Benedetti a la muerte de Ernesto Guevara en el año 67, lo escribió a finales de octubre pocos años después. Benedetti es uno de los muchísimos que han utilizado la poesía como arma de reivindicación. La poesía es tan versátil que se pueda utilizar como un arma de lucha, de reivindicación y para despertar conciencias, pero también atiende a otros propósitos más intimistas, atiende a propósitos líricos… Es absolutamente versátil como lo es el alma humana. Es capaz de transmitir la tristeza, la nostalgia, el rencor, la duda, la pequeñez, la grandeza, la cumbre, el abismo. Lo colectivo y lo individual. 

Hace poco Alejandro López Andrada te definía como «la poetisa, sin duda, más importante del país». ¿Algo que objetar a tal acusación?

Creo que Alejandro López de Andrada, a quien yo admiro mucho y además le tengo un gran cariño, poeta de Córdoba de la comarca de Los Pedroches, y al que conozco hace unos años y que tiene además una obra muy valiosa, ahí seguramente está exagerando, pero yo se lo agradezco en cualquier caso. Es un hombre, además, que ha decidido, de manera meditada, alejarse de los mentideros, de los cócteles, él vive en el campo. Por tanto, no es rehén de sus palabras, lo que les da mucho valor. Dice lo que le apetece, cuando le apetece. Yo se lo agradezco mucho, y él me dice que me ve como a una hija, pero no tengo edad para ser su hija, tiene como dieciocho años más que yo. Le agradezco en lo que me toca esa generosidad que derrocha, aun cuando me parezca exagerado, me satisface en cuanto lo tomo como una muestra de cariño que aprecio. 

¿La inspiración te pilla trabajando, como decía Picasso, o te pilla en actividades cotidianas, como poniendo la lavadora? Si es que los poetas ponen lavadoras, que no lo sé.

Huy, ya quisiera yo no tener que poner lavadoras. Ponemos, ponemos.

Las musas, fíjate, son por un lado amigas y por el otro traidoras. Arremeten cuando menos te lo esperas y cuando las invocas no vienen, ni por equivocación. Tienen su propia voluntad. Esa es la magia de la poesía, que uno nunca puede planear: «voy a escribir un poema esta tarde». No funciona así. Uno puede poner voluntad, y nada. Lo decía muy bien Baudelaire: «Los dioses nos regalan el primer verso y nosotros trabajosamente escribimos el resto». Hay algunas veces gloriosas y maravillosas, pero son escasas, en que uno escribe como si lo hiciera al dictado. Eso pasa. Pero pasa poco. Ya quisiera yo que pasara más. La mayoría de las veces uno tiene una idea, como un flash, a veces ya con forma de verso, y lo escribe, y luego sigue haciendo cosas, lo rescata y va tirando de él… y llega a alguna parte o a ninguna y simplemente abandona ese poema. Sería muy bueno que siempre la inspiración pillara trabajando, pero uno también tiene que vivir, tiene que poner lavadoras y fregar los cacharros, y barrer la casa e ir a por el pan.

Lo que sí me ha pasado alguna vez, por circunstancias biográficas o porque a lo mejor estás leyendo o tu cerebro está más estimulado que en otras ocasiones, o por la noche, te despiertas, vas al baño y de repente tienes una imagen o tienes una idea muy clara y la tienes que escribir porque sabes que por la mañana no te vas a acordar. Eso no pasa todas las noches, pero algunas veces pasa. Cuando tienes la capacidad de barruntar algo potencialmente luminoso es mejor no perderlo, amarrarlo y luego a ver qué eres capaz de hacer con ello, si puedes hacer algo o nada.

Veo a Sabina, Serrat, Almudena Grandes, Espido Freire… en la galería de fotos de tu web. ¿Quién te ha sorprendido más en las distancias cortas?

Lo que te voy a decir no es un desdoro de ninguna de estas cuatro personas que has dicho ni de ninguna otra, ni al contrario, ni minusvalorar a nadie porque yo tengo defectos, pero la falta de respeto no es uno de ellos. En todas las personas admirables y admiradas que yo he conocido he visto también la pequeñez de los seres humanos que tenemos todos. Es decir, por más que haya conocido personas que admiro y que doy gracias al destino por haberme dado esa oportunidad, y tal vez con un poco de suerte, tal vez, conoceré a algunos más, para mí nadie es más que nadie. Además de la admiración está el terreno personal que todos tenemos. 

Sobre todo me refería a la influencia literaria, como personaje.

Ah, bueno, claro, eso sí. Tuve la oportunidad de convivir el pasado junio en Quito durante siete días con Juan Gelman y su esposa. Y esos siete días fueron para mí muy especiales, fue muy cercano, hablamos mucho de poesía, recitó muchos versos de sus maestros. Y a mí eso me pareció un cursillo acelerado de poesía en el sentido que tú lo dices. 

No hay nadie más que nadie, pero por ejemplo para mí conocer a Benedetti fue algo muy grande.

Él era maravilloso. Yo lo conocí hace muchos años en Alicante en un congreso de arte que había hecho gente de Izquierda Unida y del PCE y pasaron poetas y escritores, y pasó Benedetti por allí y fue maravilloso. Pero sí que es verdad que aunque uno aprende muchísimo, uno aprende más de la realidad. No sé, yo no voy a admirar a nadie más de lo que admiraba a mi abuelo, por ejemplo. 

¿La vida tiene atajos?

No. A lo mejor otra persona tiene otra experiencia. Yo la sensación que tengo por mi experiencia, que ya es la de Dante, la del medio del camino de la vida… Yo desde luego en esta primera mitad no he visto atajos. Los atajos que he visto después los pagas, porque sudas más, hacía más calor, te espinas más, hablando de las espinas. Como en la montaña, cuando vas por atajos igual llegas antes, pero hay más rocas… lo pagas por otro lado. La vida tiene tempos. Igual que la cosecha no se puede dar antes de cinco meses, hay cosas que aunque nuestra impaciencia quiera tenerlas antes se necesita esfuerzo. Es un error transmitir a las generaciones que todo es inmediato y fácil, porque no es cierto. Ni en el mundo de la cultura y el saber, ni en el de los sentimientos, ni en el de los afectos, ni en el de la salud… en ninguno. Todo cuesta un precio y todo cuesta un esfuerzo y un entrenamiento y la vida te da las cosas a su tiempo. Si te las da. Porque muchas veces ni siquiera te las da, aunque las merezcas.

Raquel Lanseros para Jot Down 5

Fotografía: Ángel L. Fernández


In my beginning is my end: T. S. Eliot, un poeta en busca de la eternidad

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T. S. Eliot en 1925. Fotografía: Houghton Library / Harvard University (DP).

In my beginning is my end. In my end is my beginning.

Hay libros que te pueden cambiar la vida, libros cuya lectura resulta de una intensidad tal que tu manera de ver y de experimentar las cosas, el entorno, el mundo, deja de ser la misma que antes; libros, en definitiva, que te tocan en lo más hondo del alma y logran, silenciosamente, cambiar tu percepción en cuanto a todo lo que te rodea. Uno termina de leerlos y queda sumido entre la plenitud y la felicidad más placenteras, con el único deseo de poder cobijarse y reposar de nuevo entre sus líneas, de vivir de sus palabras y beber de su lenguaje una vez más, y cuando se vuelven a leer —esta es la prueba de fuego definitiva— es como si nunca se hubiesen leído: ante el lector se extiende un horizonte completamente nuevo, augurando un redescubrimiento que sugiere y promete aún más que el anterior.

Cuatro cuartetos, de T. S. Eliot, es uno de esos libros. No tendría yo más de diecisiete años cuando un profesor del colegio, que ya antes me había prestado un ejemplar de 1942 de La tierra baldía en versión original y con las páginas amarillentas, me lo recomendó encarecidamente como si de una valiosísima joya se tratase. Claro que, por entonces, la poesía suponía para mí —al igual que, desgraciadamente, para la mayoría de los mortales— un mundo absolutamente extraño y desconocido; mi empeño por comprenderla solía ser en vano por muy buenas que fueran mis intenciones. Poco recuerdo de esa torpe e inexperta primera lectura, aunque la sensación generalizada fue de una gran impresión, como si me encontrase ante un monumento, imponente y lleno de significado, al que me esforzaba por entender. Pero, si bien era imposible no sentirse perdido, como un ciego buscando el interruptor a tientas, en ocasiones se me antojaba que no hacía falta entenderlo todo ni mucho menos; con simplemente leer las palabras impresas en la página, al margen de elucubraciones e interpretaciones, era suficiente para darme cuenta de su envergadura poética y humana. Provisto, esta vez sí, de cierta madurez —tanto vital como literaria— volví al libro por segunda vez hace no mucho, como quien se reencuentra con un viejo amigo al que nota cambiado; y, sobre todo, con ojos distintos. Dicha relectura, claro está, supuso una experiencia nueva, tan rompedora como reveladora.

Cuatro cuartetos es la obra cumbre de Eliot y una de las piedras angulares de la poesía moderna. Escritos por separado a lo largo de ocho años, los poemas se publicaron conjuntamente en 1943, en Nueva York (gracias a la editorial Harcourt, Brace & Co.), y un año después en Londres, en Faber & Faber. El volumen final, glorioso broche final a su gran carrera de poeta, quedó así compuesto por los poemas «Burnt Norton» (1936), «East Coker» (1940), «The Dry Salvages» (1941) y «Little Gidding» (1942), todos los cuales hilvanan un minucioso análisis poético de los vínculos del hombre con el tiempo y la eternidad, la inmortalidad y lo divino, temas sobre los que Eliot medita, tal y como apunta Helen Gardner en La composición de cuatro cuartetos, tomando sus propias experiencias como fuente principal. Fue la última colección de poemas que publicó Eliot, logrando así despedirse al contrario de como acaba su poema «Los hombres huecos» (1925), con sus célebres versos finales con un bang en lugar de un gemido. Citando a un poeta contemporáneo, la poesía de Eliot es como un martillo al lado de la ventana de emergencia; Cuatro cuartetos se presenta así como un libro de cabecera al que acudir en casos de auxilio o penuria intelectual, un perfecto manual de autoayuda en verso.

La poesía de Eliot, considerado el mejor poeta en lengua inglesa del siglo XX y uno de los privilegiado pater familias del modernismo literario anglosajón (sin olvidarnos de Joyce, Woolf, etc.), siempre fue descrita como una poesía de ideas. Que su poesía resulta impecable desde el punto de vista de la forma es del todo indudable, y es en parte gracias a esto que Eliot logra transmitir una sensación de trascendencia de principio a fin; se trata de pura poesía metafísica, anclada en lo terrenal y comprometida, a su vez, con una constante búsqueda de las inquietudes, espirituales o no, que separan al hombre de lo animal. Cuatro cuartetos, que él mismo consideraba su obra maestra y razón principal por la que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1948, conforma la tesis definitiva acerca de sus preocupaciones poéticas. Pero no nos dejemos abrumar por estas observaciones: a pesar de la temática del poemario —manifiestamente densa— el lenguaje empleado es tan lúcido como sencillo.

Durante su juventud el precoz Eliot ya apuntaba maneras; basta con leer «La canción de amor de J. Alfred Prufrock» («Let us go then, you and I…»), para darse cuenta de ello. Con este intrincado monólogo de stream of consciousness, a través de las contemplaciones de un narrador que se asoma a la vejez y, por ende, a la muerte, el escritor de St. Louis logró poner el mundo poético patas arriba: escribió la mayoría del poema con tan solo veintidós años y, en 1915, lo publicó en la revista Poetry gracias a la intervención de Ezra Pound, con quien mantuvo una potente amistad que duraría toda una vida. Al margen de sus evidentes cualidades literarias y sorprendente madurez, el poema asombra por la habilidad con que se adentra en lo profundo a raíz de imágenes cotidianas (restaurantes con serrín, atardeceres, cucharillas de café, mujeres que conversan sobre Miguel Ángel, etc.), dando lugar a reflexiones que marcaron el inicio del afán poético de Eliot por todo aquello que nos transciende, aquello que se halla fuera del tiempo y del espacio.

Unos años después, en 1922, se publicó La tierra baldía y el panorama poético, como es bien sabido, quedó alterado para siempre. En parte debido a su influencia, su naturaleza esquiva y a las continuadas reinterpretaciones en torno a ella, no resulta extraño que permanezca como la obra más conocida del autor hoy en día. Sin embargo, quizá sea Cuatro cuartetos su visión más madura y cohesiva, puesto que mientras La tierra baldía se muestra en ocasiones forzosamente complicada y escurridiza, cual código impenetrable, Cuatro cuartetos aboga por la claridad, no solo en cuanto a la forma, sino también y sobre todo como finalidad última: claridad es, de hecho, lo que Eliot persigue a través de estos cuatro poemas. Claridad como fin; claridad como meta vital. Fue precisamente en su discurso de aceptación del Nobel donde Eliot recalcó que, si bien el lenguaje constituye una barrera, la poesía misma nos proporciona un motivo para tratar de superar dicha barrera. De esta forma, con Cuatro cuartetos Eliot consigue expresar mediante palabras lo que estas a duras penas dan a entender por sí solas, sobreponiéndose así a sus limitaciones intrínsecas y revelando lo que se esconde tras ellas con pasmosa destreza, si bien, como confiesa de manera contrita en East Coker, solo ha aprendido a dominar las palabras para decir lo que ya no tiene que decir.

Las palabras de Eliot bullen en todo momento con ansiedad por encontrar algo superior a lo meramente humano. En «Burnt Norton» parte de la premisa de que «la Humanidad no puede soportar mucha realidad» y por ello se esfuerza, a lo largo de las cuatro composiciones que siguen, en elevar a la persona, imperfecta en todo su ser, a la perfección anhelada. Eso sí: consciente de lo mundano y de lo terrenal, y sin perder de vista todo aquello —tanto sus limitaciones como sus aspiraciones ulteriores— que hacen del individuo, de la persona, algo tan particular. En su día dicha obra fue criticada por ser abiertamente cristiana, lo cual resulta un tanto desconcertante; si Cuatro cuartetos es «cristiana» se debe en esencia a que es poesía humana, y no al contrario. Entre algunos de los más críticos con esto se encontraba el gran George Orwell (en un artículo publicado en Poetry London, número octubre-noviembre 1942) que renegó de los poemas con el descriptivo «deprimidos y deprimentes». En todo caso, insinuar que el anhelo por la inmortalidad o la eternidad —o su mero concepto siquiera— es algo que pertenece en exclusiva a los devotos es un craso error, más aún teniendo en cuenta que lo que dota a estos poemas de muchos de sus rasgos cualitativos es su descarada universalidad. No nos encontramos ante un mero panfleto teológico, sino ante una obra poética de gran profundidad. 

Pero esta claridad que tan trabajosamente persigue Eliot, ¿dónde se encuentra? La problemática del tiempo y su relación con el hombre es el tema que más peso ocupa en los poemas. Las reflexiones de Eliot sobre aquel, concebido como irredimible e irreversible en su constante movimiento, destacan por su belleza y sensibilidad: «Only through time time is conquered», pero el tiempo no fue ni será, simplemente es («And all is always now»), moviéndose perpetua e inexorablemente: «If all time is eternally present / All time is unredeemable». Eliot nos recuerda que poco podemos hacer al respecto, con lo que únicamente nos queda vivir con ello en el momento actual («What might have been and what has been / Point to one end, which is always present»), a la espera del momento que Eliot aguarda esperanzadamente: la eternidad, ese presente sin futuro. Muchos han sido los poetas de tradición anglosajona que describieron, si no condenaron, al tiempo y su irreparable flujo como un asesino sin escrúpulos: Shakespeare, Shelley, Keats, Yeats, Dylan Thomas, y un largo etcétera. De ahí que la eternidad, momento anhelado durante toda una vida, suponga por tanto la muerte del asesino, ese asesino de agujas que matan lenta y despiadadamente; y, por ende, la victoria del hombre sobre lo que, paradójicamente, le hace hombre. Parafraseando a William Blake, aquel quien besa la joya cuando esta cruza su camino vive en el amanecer de la eternidad. Es esa joya la que, sin fatiga y con ilusión, busca Eliot.

Atento a todo lo imperfecto que le rodea y ávido, a su vez, por alcanzar la perfección inalcanzable, Eliot cree que la humildad —y no la soberbia—, el reconocimiento de nuestra naturaleza fallida, probablemente sea la vía idónea para seguir dicho camino: «The only wisdom we can hope to acquire / Is the wisdom of humility: humility is endless». Así, la verdadera virtud yace en el intento honesto y no tanto en el resultado final, momento que, por mucho que nos duela, no depende de nosotros: solo nos queda intentarlo, aunque sea una y otra vez y a rastras («For us, there is only the trying. The rest is not our business»). No obstante, Eliot no desiste en ningún momento, consciente de que lo eterno está ahí, en alguna parte, animándonos a ello. Tal y como escribe, no cesaremos en la exploración y el fin de todas nuestras búsquedas será llegar adonde comenzamos, conocer el lugar por vez primera. En último término, su poesía es un reflejo perfecto de dicha pretensión y, ante todo, un bellísimo canto a lo contradictorio e incomprensible de la vida y la muerte, de lo humano y lo divino, del tiempo pasado, tiempo presente y tiempo futuro.

Así las cosas, es fácil imaginarse a Eliot colocando la pluma sobre el escritorio al terminar de escribir tras esos ocho largos años y, pudiendo por fin convertir en suyas las palabras de Rimbaud, declamando triunfalmente:

¡La hemos vuelto a hallar!
¿Qué?, la Eternidad.

¿Cuál es la canción con la letra más delirante jamás escrita?

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Buena parte de la música actual, con su reducido número de acordes y su aún más limitado repertorio de letras en torno al amor y el baile, acaba resultando bastante monótona. Sin embargo aún hay esperanza, a veces los músicos se aprietan bien fuerte las meninges y pierden el miedo a lo que pueda salir de ahí. Sin filtros ni racionalidad alguna. Pura genialidad. Luego los escuchamos y la onda expansiva de semejante explosión de creatividad y lirismo nos golpea hasta el tuétano y más allá, dejándonos aturdidos y con las gafas de pasta colgando de una oreja. Qué barbaridad, nos decimos, ¡esto es poesía y no lo de Bécquer! Pues bien, aquí van algunas. En esta lucha de titanes del ripio hemos querido circunscribirnos a las cantadas en castellano, dejando las anglosajonas para más adelante. Así que les invitamos a que las escuchen, quédense con la carne de gallina y luego voten o propongan otras si lo desean.

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«Amores a solas», de Rocío Jurado

¿Quién no ha fantaseado alguna vez con Rocío Jurado desnuda masturbándose en la playa? Bueno, puede que no todo el mundo, el caso es que de eso trata este temazo. El amor bien entendido empieza por uno mismo y si el objeto de deseo no está cerca entonces bastará con recordarlo mientras, como ella dice, las manos juegan. No importa dónde te entren las ganas, según nos cuenta «hay un hombre que pasa» cuando anda dándose el homenaje, pero como si pasan también señoras en hidropedales y niños con manguitos. Que se sumen a la fiesta si quieren. Sin duda el más inspirado canto que hayamos escuchado nunca al vicio solitario realizado al aire libre. El único de hecho, bien merecería convertirse en un subgénero con diferentes paisajes, flora y fauna de por medio.

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«Comiéndote el ojal en un 127 abandonao», de Motociclón

Esta legendaria formación de Vallecas por la que en esta casa sentimos verdadera devoción, cuyo objetivo era hacer «punk con clase y heavy con cojones», ha dejado para el recuerdo grandes himnos al amor en el contexto de la dialéctica marxista de la lucha de clases en «Lávate el cuello» («Por ese culo que tienes / Di mi nabo a torcer / Eras una pija / Pero follabas superbién»); o esta otra que nos ocupa, cuyo título puede llevar a engaño. En realidad en ella nos regalan imágenes de gran fuerza poética como «Hiciste una pompa nasal / de lefa al respirar». El erotismo hecho verso. Probablemente fuera esta la música que Rocío Jurado se llevaba para escuchar en la playa, así se ponía.

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«La medalla de mi papa», de Los Chunguitos

De nuevo estamos ante un grupo surgido en Vallecas, un distrito madrileño que parece rivalizar con la Florencia renacentista en su fertilidad artística. Este es uno de sus temas más conocidos, sobre una medalla heredada que nos evoca a aquel reloj de Butch en Pulp Fiction. Del vídeo merece la pena destacar ese inicio con la muerte del papa a causa de un meteorito.

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«Mi agüita amarilla», de Los Toreros Muertos

El grupo liderado por Pablo Carbonell compuso a mediados de los ochenta esta canción que alcanzaría con el tiempo proporciones míticas y que en Hispanoamérica sería considerado un hito del punk versionado multitud de veces. Una lección magistral sobre la gran cadena de la vida, que nos enseña cómo el ecosistema es una comunidad interdependiente que acaba devolviéndote todo lo que le eches. No entendemos cómo Greenpeace no lo ha convertido aún en su himno.

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«Focas», de Mecano

«Palabra o frase inútil o superflua que se emplea viciosamente con el solo objeto de completar el verso, o de darle la consonancia o asonancia requerida», esta es la definición que da la RAE del término ripio y créannos si les decimos que NO aparece una foto de Mecano ilustrándola. ¿Por qué? Nadie lo sabe. ¿Son sus letras la prueba de que en nuestro país la libertad de expresión ha ido demasiado lejos? Tampoco hay respuesta. La cuestión es que a lo largo de su excelsa obra nos encontramos versos tan inspirados como «a la luz del flexo nos damos un bexo» y tantos otros que ustedes recordarán. Pero había que escoger solo una canción y creemos que «Focas» da la talla. Trata sobre una revolución de las focas para dominar el mundo: «Focas con pistolas láser, focas con la bomba H (…) Ahora en la URSS gobierna una junta focal». Ahí queda eso.

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«Copa, raya, paliza», de Wau y los Arrrghs!!!

Esta letra no es difícil de aprender: «copa, raya, paliza». Así una y otra vez, intercalando de vez en cuando aberrantes y demoníacos sonidos guturales. Con la concisión y la fuerza expresiva de un haiku nos resume el rito a seguir en cada bar durante una noche de fiesta cualquiera, seas o no presentador de un informativo en una televisión regional. Todo un canto a la alegría de vivir.

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«Zombi (Por el culo me dio un)», de Ulan Bator Trío

Inicialmente eran llamados Royal Canin y más adelante Los Borbones, pero no es casualidad esa inquietud por refundarse continuamente: estamos ante un curioso fenómeno de artistas totales, que no se limitan a crear música sino también los propios instrumentos con que la tocan, empleando para ello cualquier cosa que encuentren en la basura. Autores de conocidos temas como «Caga traga» y  la obra de profunda carga nihilista «Sistema Solar (Me cago en el)», en este que hemos elegido reflexionan en torno al sexo y la muerte.

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«Viaje a Egipto», de Ataque de Caspa

Si prestan atención a cualquier canción de esas que suenan en radios y bares se usa una y otra vez y en diferentes combinaciones expresiones como «tu mirada», «mi corazón», «mueve la cadera», «alza los brazos» o simplemente «la la la». ¿Por qué nadie canta en cambio algo como «cuando descubrí el papiro de Saqqara/Sus revelaciones sobre el culto al escarabajo/Me lanzaron a furiosos estudios entomológicos»? Para cubrir ese intolerable vacío llegó el grupo ochentero madrileño Ataque de Caspa.

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«Te peto el cacas», de Gigatrón

En esta febril búsqueda de la originalidad hasta más allá de los límites de la mente humana, hay que reconocer que esta canción de Gigatrón (un grupo que no podía faltar) tiene una melodía que nos resulta sospechosamente familiar. Aunque el organillo gitano mejora a la original, ciertamente. Pero en cualquier caso no debe distraernos de lo más importante, que es la letra. Resulta difícil elegir qué verso es más inspirado, aunque nos quedamos con «las estrellas del rock somos así» como frase con la que zanjar cualquier discusión en nuestra vida diaria, hagan la prueba.

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«Ataque preventivo de la URSS», de Polansky y el Ardor

Hay momentos críticos en la vida en que mirándonos al espejo nos hemos preguntado una y otra vez: ¿Por qué? ¿Por qué él/ella no me quiere? ¿Por qué mi vida depende de él/ella? ¿Por qué los amigos se pelean? y sobre todo: «¿Qué harías tú en un ataque preventivo de la URSS?». Esta es la cuestión que lanzaban al aire Polanski y el Ardor mostrando una gran preocupación por los grandes problemas geoestratégicos de su tiempo.

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«El sangriento final de Bobby Johnson», de Un Pingüino en mi Ascensor

Como ya están un poco trilladas las temáticas de amor, desamor y qué bien que lo pasamos de fiesta, ¿por qué no cantar sobre el dramático caso real de un niño al que se comieron dos osos polares en un zoo de Nueva York? El grupo Un Pingüino en mi Ascensor, siempre tan audaz en la composición de sus letras, se atrevió con ello. Corría el año 1988 y por eso pudieron decir: «los osos no fueron conscientes de su error/Notaron, eso sí, un ligero cambio de sabor/No les acabó de convencer el pequeño Bobby/Estaba poco hecho». En estos tiempos en los que a todo el mundo le ofende todo les habrían montado una furiosa campaña en su contra en internet y el ministro de Interior los habría mandado detener por apología de comer niños.

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«Viva el metro», de Kaka de Luxe

Cuando el grupo de punk Kaka de Luxe compuso allá por 1978 esta canción probablemente no imaginaron que pasaría a la posteridad de la forma en que lo ha hecho. En pleno 2014 escuchamos eso de «qué ilusión: ha subido el metro (…) ¡Qué felicidad que sea tan caro el metro más feo de Europa!» y parece de ayer mismo. Así son las grandes obras de arte, nunca pasan de moda.

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«Matar hippies en las Cíes», de Siniestro Total

Siniestro Total es una banda que no podía quedarse fuera en esta breve selección. Cualquiera de sus composiciones sería representativa por su originalidad y atrevimiento, pero nos quedamos con esta porque expresa mucho sentimiento. Muchas canciones se deleitan en lo que el cantante le haría a alguna parte de la anatomía de otra persona, pero muy pocas dicen concretamente «le muerdo una oreja».

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«El Capitán Mosca», de El Niño Gusano

A veces las vanguardias artísticas llegan tan lejos en su afán por innovar, a veces la música experimental puede llegar a ser tan radicalmente transgresora que el oyente, atónito, se queda un rato mirando el suelo pensativo, mesándose la perilla, hasta que alza la cabeza y dice: ¿Pero qué puta mierda es esto? Tal vez sea lo que ocurre con este grupo de los noventa y con este tema en concreto, que cada uno lo juzgue por sí mismo. En cualquier caso no se puede negar el desbordante talento contenido en este estribillo: «el Capitán Mosca en el bar de tapas/usa calamares como lentes bifocales».

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«Caballo homosexual de las montañas», de Kaim

Kaim es una banda de rock tan alternativo que nadie parece conocer nada de ellos. Salvo, claro está, este tema que se hizo muy popular gracias a internet. En él nos cuentan con mucha épica y una intensidad a flor de piel la historia de un caballo libre e indomable y de los desdichados animales que se cruzaron en su camino.

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«Chilanga banda», de Cafe Tacuba

Esta banda mexicana compuso un tema que escuchado en España suena a galimatías ininteligible, a cualquier cosa menos castellano. Pero al parecer es jerga local y tiene sentido, alude a la corrupción generalizada entre la policía de ese país. Merece la pena incluir toda la letra:

Ya chole chango chilango
Que chafa chamba te chutas
No checa andar de tacuche
Y chale con la charola.

Tan choncho como una chinche
Mas chueco que la fayuca
Con fusca y con cachiporra
Te pasa andar de guarura.

Mejor yo me hecho una chela
Y chance enchufo una chava
Chambeando de chafirete
Me sobra chupe y pachanga.

Si choco saco chipote
La chota no es muy molacha
Chiveando a los que machucan
Se va a morder su talacha.

De noche caigo al congal
No manches dice la changa
Al choro del teporocho
Enchifla pasa la pacha.

Pachucos cholos y chundos,
Chinchinflas y malafachas
Aca los chompiras rifan
Y bailan tibiritabara.

Mejor yo me hecho una chela
Y chance enchufo una chava
Chambeando de chafirete
Me sobra chupe y pachanga.

Mi ñero mata la vacha
Y canta la cucaracha
Su choya vive de chochos
De chemo, churro y garnachas.

Transeando de arriba abajo
Ahí va la chilanga banda
Chinchin si me la recuerdan
Carcacha y se les retacha.

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Editar en tiempos revueltos: Jekyll&Jill

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He quedado para comer con los editores de una de las editoriales que me chiflan. Llevaba meses intentando encontrar la manera de tener este hueco. «¿Por qué le gustan tanto?», no se preguntarán ustedes, seguramente. Pues qué sé yo, tampoco me lo he preguntado yo nunca, fue inmediato y natural, desde el primer libro suyo que palpé con estas manitas en una de mis librerías. Hacen libros tan tan bien, que hay que quererles. Es algo así, poco más.

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Recuerdo por fin lo que estoy haciendo, que luego voy a tener que escribir sobre la charla, darle alguna forma, cuando llevamos qué sé yo departiendo, al salir el tema de las presentaciones de libros en librerías, teatros y cafés. Me estiro entonces en mi silla, abro los ojos más, retiro la cerveza que me estoy tomando, y escucho ya en serio —enciendo la grabadora, esto es—, pongo por fin la cara de ser capaz de sacar grandes conclusiones, sentar cátedra, escribir luego el artículo del siglo.

Jessica Aliaga: Hicimos una presentación en una librería, con concierto, de Doppelgänger. Fue una pasta.

Víctor Gomollón: Estuvo muy bien, vino mucha gente… Vendimos un libro.

Que no es un gran negocio esto de las presentaciones de libros, vaya.

J. Nos gastamos una pasta en el viaje, el hotel, el alquiler de la librería, el vino y el jamón…  Todos encantados, sí, lo pasamos muy bien, pero no es nada rentable. Hacemos una presentación con cada libro para darle gusto al autor, que vengan sus amigos, su familia, etc. Que disfrute ese día. Como deferencia hacia él. Pero nada más.

V.  Hay autores que se lo curran mucho ellos mismos. Y eso está muy bien. Hacen sus minigiras

J. No conocemos ninguno

V. No, claro, no nos ha pasado. Pero sabemos que existen.

J. Se hace por el autor, entonces. Ellos te entregan el manuscrito, y luego todo el proceso, hasta ver el libro cuando reciben el paquetito en casa, queda en nuestras manos. La presentación es como su día. Ahí lo celebran, están en contacto con la gente. Y para nosotros creo que también es una manera de decir «Ya está, lo hemos terminado», y pasar a otro.  Es una celebración.

Pero que no es rentable, ¿no?

[Sé que ya han contestado, es solo que es un tema que me interesa y no comprendo cómo va. Veo a diario esas a todas luces costosísimas —en tiempo y en dinero— campañas de promoción, enormes despliegues de medios hablando sobre libros que, en muchos casos, además, valen —en mi modestísima opinión— un pimiento y  menos, y me lo pregunto de forma recurrente, tantas presentaciones, de acá para allá con el autor y su libro. ¿Qué partido se le saca a todo eso? ¿Acaso así es como se venden libros o qué pasa aquí?]

V. En absoluto, todo lo contrario. Es un gasto.

[No entiendo nada. Es una de esas cuestiones tipo por qué vende más discos Melendi que Bonnie «Prince» Billy]

Luego está también que, por alguna extraña razón, llevamos pocos libros editados, sí,  pero ya tenemos bastantes autores catalanes. Y aquí en Aragón, cuando hemos hecho presentaciones de sus libros, no tienen mucho tirón, no suelen abarrotar locales. En Aragón el público es más de ir a las presentaciones de sus amigos; no les suele interesar descubrir nada ajeno a su círculo (con excepciones, por supuesto).

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Y mujeres, ¿por qué se publican tan pocas obras de mujeres en relación a hombres? ¿Es también por lo del tirón?

J. Nos llegan muchos menos manuscritos de mujeres. Nosotros hemos sacado ya a tres mujeres: Carme Tierz, Antònia Escandell, Alejandra Acosta… y vamos a publicar a Eva Figes.

V. Y autoras de cubiertas, como Arantxa Recio y Sobelman Corta y Pega. En nuestro caso va un poco de la mano, y no hay ninguna intencionalidad.

Hay quien dice que la mujeres somos más complicadas que los hombres, que por eso se acaba eligiendo a hombres para según qué.

J. Hombre, hay de todo. Yo, por ejemplo, soy muy exigente. Y con Víctor funciono muy bien, pero con otra gente puedo tener problemas. Con la mediocridad tengo un grave problema, es algo visceral además, porque yo lo soy. Y contra las injusticias. Víctor, sin embargo, ha aprendido a controlarse mejor.

V. Es la edad. Nos llevamos diez años, y eso se nota. Lo veo así. Yo soy más mayor. Y no lo digo con un tono paternal, en plan «Ay, este potrillo…», ni mucho menos. Con la edad de Jessica hubiera actuado como ella en muchas ocasiones.

J. El caso es que si algo no se publica es porque es malo, no porque sea mujer la que lo ha escrito. Eso es irrelevante. Ahora bien, en tanto a los manuscritos que nos llegan: la mayoría, el 95%, es mierda. «Oiga, para hacer esto, quédese usted en su casa haciendo cualquier otra cosa más provechosa».

V. Pasa con hombre y mujeres.

J. No, a ver. Ellos pierden más el tiempo, tienen ese ego. Las mujeres suelen querer perder el tiempo menos, no tienen tampoco esa necesidad imperiosa de querer alimentar el suyo, ya sea porque no lo tienen, ya sea porque al final deciden dedicarse a otras cosas más productivas. En hombres te lo encuentras mucho, ayer lo hablaba con Víctor, un caso que me había llegado: «Fulanito ha escrito un libro, ahora que se ha jubilado». El tema de tener un hijo, plantar un árbol y publicar un libro. Creo que las mujeres no tenemos esa necesitad de reafirmarnos.

V. Y que no es necesario. Es decir, si lo haces bien, sí. Pero es que es tan trabajoso, cuesta tanto que, macho, si no lo sabes hacer… ¿para qué? Por otro lado, es muy fácil ofender a un autor. Y es comprensible: ha invertido mucho esfuerzo.

J. Yo he publicado en el extranjero, y noto la falta de perspectiva. La media, en el mundo académico, desde que sacas un texto hasta que te lo publican, son dos años. Aquí no contestas a las tres semanas y te montan un pollo. O lo de mandar manuscritos a distintas editoriales. Eso en el mundo académico es impensable. Y creo que es España. Nos ha pasado que hemos recibido insultos por no leer un manuscrito.

V. O ese poeta que nos aconsejaba, cuando le dije que nosotros no publicábamos poesía (no por nada, hay editoriales de poesía que lo hacen muy bien), que lo hiciéramos para mejorar nuestro sello.

J. Es que hay que saber. En mi caso, por ejemplo, he estudiado diez años literatura, y casi no controlo de poesía, no me he especializado en eso. Creo que el editor ha de saber sobre aquello que publica. Hay mucha poesía mal traducida. Tanta, que muchos jóvenes creen que la poesía en prosa es escribir todas las frases con punto y aparte.

V. Probablemente para un autor sea importante leer mucho para poder descartar el hacer algo que ya se ha hecho antes.

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¿Y cómo os conocéis vosotros?

V. Por internet. Teníamos un blog cada uno. Era un pasatiempo. Yo era joven e inexperto. Hacía críticas muy duras.

J. Era algo que hacíamos para gente que conocíamos… Montamos la editorial por Tarkovski.

V. Sí, es verdad. Yo soy un enamorado de Tarkovski. Lo amo.

J. Me dejó un comentario en una foto que había subido a mi blog: «Oh, Tarkovski». Y supe que nos entenderíamos, al menos en términos estéticos. A veces, cuando haces fotos, tú sientes un fotógrafo, o un cineasta, pero no esperaba que lo viera nadie ajeno a mí.

V. Había unas referencias claras que podían recordar a Stalker. Y así comenzamos a hablar, así fue cómo nos conocimos. Yo tenía que hacer una cubierta para un disco, un vinilo, en una época además que parecía como el reinicio del vinilo para el sello de un amigo (Grabaciones en el Mar). Me hacía falta una imagen y pensé en esa foto, que no tenía mucho que ver con el disco… Y le envié un mail.

J. Nos conocimos en persona en la presentación del disco. Luego, más tarde, Víctor me hablaría de que iba, con otro socio, a montar la editorial. Aquello no salió y justo heredé 2.000 euros, que utilicé para fundar la editorial. Víctor maquetó mi tesis, antes de todo esto. Me llevó a conocer papeles, me contaba cómo se encuadernaba… Y me iba explicando: esto es una viuda, esto no se puede hacer, etc.  Me traspasó la pasión que le pone. Él ama hacer libros. Y, claro, contagia.

¿Y de dónde viene ese amor por el libro?

V. En mi familia había una pequeña colección de libros. Además, poco interesante.

Me dijiste cuando esperábamos a Jessica que tu familia era australiana.

V. No, en absoluto. Pero australiana mola. Es mejor que lo que dije: tenían un restaurant. En casa había, como digo, unos cuantos libros. Mis padres se preocuparon porque los hubiera, eso fue bueno, aun cuando la selección fuera mala. Tenían, por ejemplo, las colección completa de los premios Planeta que le compraron a un señor que llegó por allí vendiéndola.

Pues qué pena que no fueran australianos.

V. Molaría, sí. Es una lástima.

[Aún sigo pensando que dijo australiana, pero bueno]

De toda la vida me han gustado los libros, como objeto perfecto; está muy bien pensado.

Sigamos: Tarkovsky, pasión común por los libros, muerte de un pariente, la herencia… Teníais que montar una editorial, no podía acabar de otra forma.

J. Tardamos un año, hasta que reunimos el dinero. Hablamos con libreros, con distribuidores. Fuimos al primer encuentro Otra mirada de Cálamo. Firmamos la semana siguiente

V. Sí, fuimos de ilegales. Llamé a Paco Goyanes, lo conocía de hace años, pero no se acordaba de mí. Lo convencí: «Vamos a montar una editorial, confía en nosotros, es muy importante estar allá para nosotros». Y el tío me dijo: «Venga, adelante». Y fue fantástico. También un poco mágico: editores, distribuidores; todo el mundo estaba allí.

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Engañasteis a Paco, entonces.

V. Confió en nosotros. Es algo que tenemos que agradecerle.

J. Y ahí ya empezó algo muy jekyllyjill: nos teníamos que turnar para ir a las ponencias, solo podía ir uno de los dos. Así que yo iba por las mañanas —soy más diurna— y Víctor —nocturno— a las de por las tardes.

V. Tengo problemas para dormir porque mi señora (¿esto se puede contar?) algunas noches, cuando tiene pesadillas, grita. A las dos o tres de la mañana, grita. Poco. Pero grita. Y, claro, me despierta. De ahí los horarios que llevo. Hoy me he despertado a las dos así, y ya no me he vuelto a dormir.

J. Cuando su señora no está hace lo mismo, no le creas. Es nocturno y punto.

Y llega, después de Cálamo, el primer libro. Un libro que con el que ya ganáis un premio. Adelante. Contádmelo todo.

J. Sí. Fue con un autor con el que yo había ya trabajado en una editorial anterior. Víctor diseñó la portada. Ya con este primer libro se nos ocurrió dar un regalito, un poco por la tontería de ser el primero, pero hemos continuado haciéndolo.

V. Fue un premio al libro mejor editado.

[Ufanos aquí ambos]

Hablando un poco de todo —total, esto no lo lee nadie—, me llama la atención la gran complicidad que hay entre vosotros, no os conocéis hace tanto, tampoco sois pareja…

J. Sí, y es fundamental. A veces, hay momentos de gran tensión: muchísimo trabajo, algunas penurias y a veces cansancio. Si no hay complicidad entre nosotros, confianza, humor, sería imposible. También es cierto que al no ser pareja todo es mucho más relajado.

Es que os embarcáis en proyectos muy arriesgados, ¿no?

V. Sí. Y me preocuparía si no fuera así. Es decir: por fortuna es así. No es algo premeditado. Del Enebro probablemente empiece a ser rentable ya en la cuarta edición. Fue muy costoso.

Por ello hemos querido mantener en esta traducción la sonoridad del original, así como el estilo romántico de la sintaxis (abundante en aliteraciones, paralelismos, anáforas y quiasmos, de gran sonoridad, significación y lirismo), puesto que creemos que la forma y estructura del cuento son inseparables de su significado.

Jessica Aliaga, en una nota previa sobre la traducción de Del Enebro.

Pero es muy barato, solo cuesta, siendo el libro que es, 22 euros.

V. No lo vemos así. Con este libro lo que hice —teníamos ya una prueba de imprenta— fue pasarme por varias librerías. Hubo un librero, un buen librero, que me dijo: «11 euros». Otro, también muy buen librero, me dijo: «Se podría vender por 50». Tiramos al final por la calle de en medio.

La intención no era sacar solo un cuento y ya está. No queríamos sacar una selección de cuentos de los hermanos Grimm. Este es mi cuento de la infancia. De niño tenía una edición de Labor, un recopilatorio bueno de los cuentos, de los años 60 y mi cuento era justo ese. De ahí surgió. Ya de niño hacía ediciones de libros. Quería ser editor. Era mi sueño.

¿No querías ser bombero, astronauta, psicoterapeuta?

V. No. Yo lo que quería es ser editor. Cuando tenía catorce o quince años hacía fanzines. Iba por los bares dejando fanzines que dibujaba. Luego me pasaba, al mes… y no me pagaban, pero me invitaban a una caña; es decir, no cobraba, pero llegaba borracho a casa. Era una dinámica que estaba muy bien, yo era un crío tímido y me ayudó todo aquello a aprender a desenvolverme un poco.

El caso es que como no tenía posibilidad, por falta de medios, de montar mi propia editorial, comencé a trabajar para otros. Me he pasado buena parte de mi vida maquetando libros para otros. Tengo pilas de libros con fotos de pueblos y montañas. Todos horrorosos. Por eso odio en igual medida los pueblos y las montañas. Y los bailes regionales. Bueno, todo lo que tiene que ver con las tradiciones lo odio mucho.

J. Eso le ha dado una visión acerca de lo que funciona y lo que no. Mirando el otro día un libro sobre masajes eróticos que había hecho Víctor pensaba en esto.

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[Tal vez, llegados a este punto, o cuando ya vayan a una librería a buscar los libros que hacen, se pregunten si todo esto es literatura, ficción, un invento mío… Pues bien: no lo es; son de verdad así]

V. Bueno, bueno, no sé, no se ha traducido, de momento, en cifra de ventas…

¿Se miente mucho sobre esto, sobre lo que de verdad se vende?

V. Es posible. Nosotros no, no hay razón para ello.

¿Cuánto tenéis que vender de un libro para decir «ea, no ha ido mal»?

V. Depende de la edición. Nosotros ahora con el problema que nos encontramos es que nos da pánico hacer tiradas mayores aun sabiendo que esas tiradas abaratarían el coste total de la tirada.

J. Ya. Pero es que hasta ahora solo hemos agotado una edición. La de Del Enebro.

Varias, de hecho.

J. Sí, sí, vamos a imprimir la cuarta reedición. Pero solo de ese.

V. Imprimimos de cada libro que publicamos de 700 a 900 ejemplares. Sabemos que si pudiéramos dar el salto para llegar 1.500 o 2.000 el precio de imprenta sería mucho más barato. Por ahora no es así. Es muy caro.

J. Ponemos el precio a los libros para cubrir gastos ajenos. Nosotros ganamos 0 euros. Y, sí, ya, esto es muy estúpido, pero es que si ponemos un libro a 25 euros no te lo compra nadie.

V. Ese es el problema.

J. Lo que conseguimos así, ajustando tanto, es que las ventas permitan que cobre el impresor, el autor… Por eso Del Enebro cuesta solo 22 euros. A costa de que el maquetador, diseñador, corrector, traductor, los que pegan los hilos… no cobren un duro: somos nosotros mismos quienes lo hacemos. Somos mano de obra barata.

V. Aun así, me he encontrado blogs en los que se hablaba del libro muy bien, sí, «Es maravilloso», «Pero es tan caro…»

La gente de la calle no sabe lo que cuesta hacer un libro, tal parece, entonces.

J. También es cierto que antes había mucha ayuda pública que tergiversaba todo esto.

V. Para cobrar nosotros tendríamos que vender mucho más.

J. Meter droga en los libros. «¿Lo quiere con o sin?»

¿Dónde imprimís?

V. En una imprenta de acá, un pequeño taller. Son muy buenos. Paco y Stella llevan toda la vida trabajando en el mundo de la impresión. Y les gustan los libros como a pocos. Por mi trabajo muchas veces me toca tratar con imprentas grandes, pero me siento más cómodo con las pequeñas. El trato es más personal. Ellos, además, son coleccionistas de objetos de precine, de cámaras fotográficas antiguas. Nos unen pasiones afines.

Tenéis libros de fotografía, también muy baratos.

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J. No se han vendido tan bien como esperábamos, y eso que el precio estaba ajustadísimo: 15 euros cada uno. En la presentación en Logroño vendimos solo un par de ejemplares, y hubo lleno, vino muchísima gente y a todos les gustaba mucho, pero no compraron. Tiramos menos ejemplares sabiendo que era difícil.

En la presentación que hicimos aquí en Antígona vendimos más, pero es que nos desnudamos todos.

V. En esa presentación pasó una cosa muy graciosa, además. Vino un amigo que tiene un blog, y tiró también unas fotografías, las subió directamente a su página, y se la cerraron. Había como un detector de pezones, o de glandes, qué sé yo. Y luego fue peor, porque nos encontramos con amigos, con libreros, que nos decían «Vaya putada que le habéis hecho a este».

J. El desnudarme en una librería que llevo visitando diez años fue algo increíble para mí. Ahora cuando voy a una echo de menos el no poder hacerlo.

Personalmente, estoy muy contenta con esas libros, cómo quedaron. Fue un poco cabezonería mía, por mi amor a la fotografía. Víctor me lo advirtió: «No vamos a vender nada, vamos a perder dinero». Es verdad que hay mucho libro caro de fotografía, no libros como estos. Los nuestros son libros, aparte, muy íntimos, universos masculino y femenino, momentos de mirar muy de cerca, no se trata de un gran despliegue. Se trata también de amor por lo analógico. Es un proyecto muy personal.

J. No publicamos para el lector que lee dos libros al año. Publicamos para gente ya con un cierto nivel intelectual y un cierto gusto. No creo —espero que no— que estemos nunca entre los 10 libros más leídos de la temporada.

V. Cuando nos decías antes que somos editores de los que se arriesgan, yo es que creo que no sabemos hacerlo de otro modo. Igual sí que podemos llegar a saber qué tipo de libro sacar para que se venda mejor, pero si eso implica que el que lo escriba haya tenido que sufrir de alguna enfermedad, o que le hayan tenido que amputar una pierna, o que sea amigo de ciertos políticos, o que trabaje en televisión, no lo vamos a hacer. Porque es feo, y no forma parte de nosotros, de lo que queremos hacer.

J. Hay editores que nos dicen esto: «Sacad un bombazo y el resto ya lo que queráis». Pero es que no. Yo me sentiría sucia. Es algo impensable para nosotros.

El segundo libro, Doppelgänger.

V. Fue un libro que sacamos con mucha ilusión.

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J. Un libro de editor, además. Pensamos en un tema, «El doble»,  con el que nos sentíamos identificados —ya el nombre de la editorial lo dice: somos dos, somos muy diferentes—. Entonces, propusimos este tema, para relatos actuales, convocamos a una serie de autores y les hicimos el encargo. Y fue un trabajo bastante rápido: les dimos  una fecha, entregaron a tiempo, escribimos el prólogo, contactamos con la ilustradora. No fue complicado, pese a estar tanta gente implicada.

V. Nos dijimos: «Qué fácil es esto».

J. La complicación fue en las librerías, por el nombre, por lo de ser varios autores… «No sé cómo meter esto en la base de datos».

V. El nombre lo decidimos estando borrachos. Dije yo «¡Doppelgänger!» (Porque me lo había contado ella, yo no tenía ni idea)

J. Un capítulo de mi tesis iba sobre El doble. Es un tema que siempre me ha gustado mucho. Doppelgänger es una palabra alemana, creo que me la enseñaron en el cole; mi madre es holandesa, yo fui a un colegio alemán. Allí es muy común hablar del doble. Está muy anclado en la tradición. La identidad, en general, es una idea que nos atrae a los dos.

En el caso de este libro, además, pensamos que podía ser una carta de presentación de los autores con los que nos gustaría trabajar en el futuro. El primero fue más clásico, en este nos dejamos llevar un poco más.

Luego sale El otro McCoy, que tiene una de esas portadas que venden libros; la gente lo compra por la portada, da igual de qué vaya luego el texto. ¿No?

V. La intención era que tuviera aspecto de novela de viaje.

J. La foto la hice yo, es de cuando viví en Edimburgo. El problema —la complicación— de esta novela es que está escrita en inglés y en escocés, y a la hora de traducir el localismo se perdía. Así que decidimos traducir esto con la cubierta, a través del paisaje. De manera que el que estaba en Edimburgo lo viera y dijera, «Esto lo conozco». Creo que fue un acierto. En vez de ponerlo a hablar en andaluz, por ejemplo.

V. Ha pasado esto, que a muchos lectores que conocían la ciudad les ha encantado la edición.

Hay algo que nos gusta mucho: ese libro que tú compras porque te parece atractivo, puede ser que por la cubierta, luego tiene elementos que tú descubres cuando vas avanzando en la lectura. Puede que venga por el cine, cuando ves esa película en la que aparece un gato que no cobra sentido hasta que llega una determinada escena que, de pronto, explica su presencia. Es algo detectivesco, que nos gusta mucho en los libros. Lo hemos utilizado varias veces, algo que nos sale de forma bastante natural. Tampoco se trata de que el lector pille todos los guiños: algunos son muy personales, o muy puñeteros.

Luego llega El libro de los milagros, de Carme Tierz.

J. Sí. Fue un manuscrito que nos llegó. No estábamos tan agobiados como ahora de trabajo y lo leímos. Nos gustó.

V. El libro de Carme son relatos. Leímos el primero, y ya nos emocionó. Pero es un género difícil, se vende menos. Y es una autora, que también venden menos que los hombres. Es así. La ilustradora es Elisa Sobelman, que también nos gusta mucho. Funcionaron muy bien las dos juntas.

J. Recuerdo que acabamos de cerrar todo el libro un sábado a las 3 de la mañana, estábamos todos conectados a esa hora. Qué triste.

Alejandra Acosta.

delenebroJ. Es una persona muy especial.

V. Tiene la idea de que somos un equipo. El trabajo con Del Enebro fue muy intenso. Intercambiábamos del orden de 30 correos al día. Hubo un momento en que estuvo a punto de dejarlo, estuvo a nada de no salir el libro. Porque no me aguantaba. Soy muy puntilloso, qué le voy a hacer.

[Hace un tiempo, cuando fui a visitar la librería de Ciro y Carolina, me lo contaba esta: «¿No ves cómo en la lámina que va en Del Enebro de la cabeza de Víctor sale mucha más sangre?» ]

J. Tardó en ver que iba a funcionar. Ahora está encantada. Las discusiones son por la emoción, por la pasión que se pone. Al final la cosa fue tan intensa que ya la hemos engatusado para el próximo libro, un fabuloso ensayo de un astrónomo holandés del siglo XVI que será ilustrado por Alejandra. La idea de este libro surgió de manera muy especial.

V. Viendo un capítulo de Cosmos, vi cómo Carl Sagan mencionaba un antiguo ensayo sobre la vida en otros planetas, y en ese momento sentí que teníamos que publicar ese libro.

J. Sí, fue algo mágico. Víctor me llamó para contarme la idea, y me dijo que veía el libro con una maravillosa luz dorada, y entendí que significaba aquello de la luz dorada. De hecho, mi novio me llegó a decir que creía que los extraterrestres habían influido a Víctor, que es más escéptico que yo, para que publicáramos este libro, porque era importante. Así que lo haremos, con Alejandra.

Luego viene un libro muy particular: Menos joven.

J. Sí. Conocíamos a Rubén Martín Giráldez por el relato para Dopplegänger. Cuando nos envió el manuscrito del libro, a las quince páginas yo ya sabía que lo quería publicar; tiene una prosa tan buena. Tenía la sensación de haber descubierto algo grande.

V. Entró muy bien en librerías, pero nos han devuelto mucho. Lo cual es preocupante, porque es un libro muy muy bueno. A mí me entró como el agua.

J. Hay mucha intertextualidad, mucho guiño. Lo pasamos pipa haciéndolo.

V. La cubierta es un homenaje a Galimard. El impresor tenía varios en casa y buscamos cartulinas, papeles… Tan es así que hace poco, en La Central de Callao, estábamos viendo libros y cuando vi los auténticos los vi como una copia. Fue una copia canalla la nuestra. Les escribimos para contarles lo que íbamos a hacer.

J. No respondieron…

V. Nos hizo mucha ilusión. Esa figura del engaño nos pareció muy divertida.

J. El editor también como un timador.

Ha tenido muy buenas críticas.

J. Un panadero local nos hizo una reseña terrible: decía que era un libro malo, y que se había hecho antes. (Sí, has oído bien, es un panadero; ahora los periódicos no tiene para pagar a reseñista o críticos profesionales.) Aun con todo, estoy muy satisfecha. Es como con los libros de fotografía, quizá no se aprecie ahora, pero yo sé que es muy bueno. Ya llegará el reconocimiento.

Somos fetichistas de nuestros libros, tenemos que decirlo. [A Víctor:]  ¿Tú has dormido con libros tuyos?

V. Sí, sí.

J. Más que sexual es erótico, sensual. Me ha pasado de tener la sensación de estar engañando a mi pareja, al disfrutar tanto con algún libro.

V. Sí, forma parte del deseo. Y en mi caso, durante la infancia, fue un engaño a la realidad. Fue una infancia monstruosa y me metí por eso en los libros. Cuando me encuentro con gente que me dice: «La lectura es buena para los niños» Bueno, a mí me ha servido. Pero al niño que no le guste leer, déjalo que juegue, que sea feliz a su manera. La lectura no tiene por qué ser buena. A veces puede ser enfermiza, puede ser algo dramático. Después de llevar muchos años leyendo he llegado a la conclusión de que hay libros dañinos. A mí esa idea de que la literatura, el hecho de leer como tal, es algo bueno, es algo que me preocupa.

J. Bueno, a ver, si a través de la lectura de libros malos se aprende el hábito de la lectura… Leer no es fácil. Requiere un esfuerzo. Cuando ya has automatizado ciertos recursos es cuando en realidad disfrutas.

V. Sí, esto que digo lo digo con cierta ironía. Es más, la búsqueda de una lectura placentera te lleva a la lectura de los peores libros, literatura demasiado fácil. Nosotros, si tenemos un problema como editorial, es precisamente ese, que no buscamos literatura fácil.

J. Esto del ocio y leer como entretenimiento es nuevo. La literatura es transmisión del conocimiento. Nada que ver con el placer. No siempre, al menos.

Cómo qué.

J. Ahora. Pero cuántos años llevas sufriendo. Recuerdo cuando mi padre me dio Platero y yo para que me lo leyera. Qué puto coñazo.

V. Ahora yo lo reivindico, a Juan Ramón  Jiménez. Cuando lo lees de mayor mola. Lo defiendo porque me parece que es un tipo muy colorista y  molón, me divierte. Era, or cierto, como tipógrafo, un tipo muy puñetero. Lo odiaban: se ponía al lado del tipógrafo para controlarlo todo. Y yo he de decir que he aprendido mucho de las ediciones de Juan Ramón Jiménez. Era muy bueno, fantástico.

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«En novela hace tiempo que nada me hacía disfrutar tanto como Deshielo y ascensión, narración a cuatro voces que nace entre los hielos y acaba en otro planeta, pertenece al género fantástico pero no rehúye el terror, la sátira, el debate tecnológico y el relato de aventuras», escribe Fernando Savater en El País estos días. Álvaro Cortina, el autor de Deshielo y ascensión, ¿cómo es?

J. Antes de conocerlo no sabíamos por dónde pillarlo. Nos envió el manuscrito, no lo conocíamos, no sabíamos nada de él. No es una persona nada pública, no tiene Facebook…

V. Mi primera relación con Álvaro fue con su novia.

Hombre, dicho así…

V. Fue así. Al poco tiempo de salir el libro, estábamos en la muestra de editoriales de Poetas por km2 y vino su novia a saludar. Nos hizo mucha ilusión. Hasta ese momento sabíamos poco de él, pero su obra nos pareció muy interesante. Es filósofo, experto en filosofía alemana. Además es crítico de teatro en El mundo. De todo esto nos enteramos después. Nos llegó el manuscrito y nos gustó mucho, fue inmediato.

J. Antes incluso de acabar de leerlo sabíamos que íbamos a publicarlo.

V. Y esto pasa pocas veces, que te llegue un manuscrito, que lo leamos por separado y  coincidamos de esta manera.

J. Todos los libros son de los dos, estamos de acuerdo. Si uno de los dos no está convencido, no se saca. Unanimidad.

¿Y lo de Antonia?

V. También fue muy rápido.

J. Está muy bien escrito, el análisis crítico está muy bien desarrollado.

V. La autora fue muy inteligente por mail. Fue muy agradable, también muy humilde. «Creo que este libro os encaja».

J. Se había leído el catálogo, cosa que rara vez ocurre. Nos han enviado novelas históricas… «¿Pero tú te has mirado el catálogo?».

V. Antonio empezó muy bien. Un libro sobre un mediometraje —otros lo llaman cortometraje, son veintisiete o veintiocho minutos— que nos gusta mucho a ambos. Es una película muy especial. Recuerdo que lo empecé a leer porque ya el tema me interesaba. Además, estaba muy bien redactado. Recuerdo que te escribí rápido [a Jessica]: «Esto sí, socia, me gusta mucho».

J. Luego trabajamos mucho el texto con la autora, que aceptaba las sugerencias, volvía a documentarse. Aprendimos a comprar derechos de fotografías… Luego fueron los dibujos de Víctor.

V. Sí, fue una idea un poco descerebrada: «Ya lo hago yo». Un trabajo infernal. Había una intención de plasmar las imágenes de forma gráfica, pero a la vez no intervenir. Sí hay trabajos con dibujos más libres anteriores sobre La jetée. En nuestro caso la idea era reproducir la imagen tal cual. Me gustaba mucho esa idea por un libro que tengo de los años 60 en el que utilizaban esa forma de trabajar. Es la antiilustración, el ilustrador lo único que hace es copiar, no interviene. Es decir, de algún modo sí interviene… quiero decir que lo hace sin intención de intervenir.

J. Así conseguimos que un ensayo muy sesudo sea también muy ameno.

V. Incluso, hablándolo con gente, me decían: «Es que un ensayo no se ilustra». Fue cuando lo vi: «No, no. Todo lo contrario: si un ensayo no se ilustra tenemos que ilustrar el ensayo». Nos gusta mucho esa idea de mezclar géneros. Es sano.

Ahora acabáis de publicar un libro que es una maravilla absoluta, me encanta, sin concesiones, sin ningún pero: El Hombre en azul

No busco. Encuentro algo o soy encontrado por algo. Algo que no buscaba y que me arrastra. Eso es lo accidental. Si yo buscase de manera automática lo accidental, todo sería una farsa. Una cosa es ser guiado de manera inconsciente hacia lo accidental y otra diferente ser el guía del accidente. Eso es lo que distingue al que falsifica del que crea.

[Fragmento de Hombre en azul]

sobrecubierta hombre en azulV. Otro libro híbrido. Óscar Curieses se viste de Francis Bacon, el pintor, para escribir unos diarios muy personales. No se sabe bien en qué lugar está la frontera entre Bacon y Curieses. Son un autorretrato de Bacon, pero también de Curieses. Es un libro que puede leerse como una selección de entradas de unos supuestos diarios, pero también como narrativa de ficción y como ensayo. A mí siempre me ha interesado mucho indagar en la frontera de lo que se considera real y el fake, lo decíamos antes. ¿Cuánto de verdad hay en una autobiografía? ¿es más fiel una autobiografía o una biografía escrita por otro? ¿Cuánto de verdad hay en un libro de historia y en qué medida influye que el autor sea de una u otra nacionalidad y tenga unos u otros gustos políticos? ¿Estos diarios apócrifos de Bacon podrían ser más reales que los escritos por él? Si los lectores se plantean cosas así durante su lectura, podemos darnos por satisfechos. 

J. Conocimos a Óscar tras la publicación del libro. Vino a firmar ejemplares en el Día del Libro. Resultó que además es encantador. Fue súper agradable estar con él. El libro se compone de tres cuadernos, de tres diarios de los últimos años de Bacon, y termina con un sueño del pintor en el Museo del Prado. También nos interesan mucho los sueños y lo onírico, más como estado mental que como recurso romántico. Yo estoy obsesionada ahora con la consciencia y sus diferentes (e infinitos) estados. Será por la falta de sueño que llevamos los dos.

El siguiente, Mansa Chatarra, también tiene que ver con los sueños

J: Es una selección de textos ya publicados y otros inéditos de Francisco Ferrer Lerín cuyo vínculo es lo onírico. La selección la preparó José Luis Falcó, profesor de Teoría de la Literatura de la Universidad de valencia.

V: Con Ferrer Lerín ya habíamos trabajado en una ocasión anterior. Él escribió el prólogo de Del enebro. Pensamos que un escritor y ornitólogo que había publicado artículos sobre canibalismo era idóneo para ese texto. Bueno, además, somos admiradores de toda su obra. La cubierta es preciosa, surgió de forma natural y mágica, Sobelman Corta y Pega subió a las redes sociales un collage que acababa de hacer. Nada más verlo me dije «Esta es la cubierta perfecta para el libro de Ferrer Lerín», luego Sobelman nos contó que ese collage de lo que hablaba precisamente era de lo onírico. Son bonitas casualidades, cosas mágicas.

Mentía sin necesidad o tal vez necesariamente. Le obligaba su oficio a ello y purgaba el pecado sumiéndose en lo que odiaba. Así al preguntarle: «¿Dicen que dices lo que no piensas?»; él respondía: «Simplemente porque los amo».

Fragmento de Mansa Chatarra.

J: Lo presentamos en Cálamo y luego también en la Feria del Libro de Jaca. Francisco es de Barcelona pero vive allí desde 1968, cuando dejó de escribir para ocuparse por entero a su trabajo como ornitólogo.

V: Pero luego volvió a escribir, y eso es algo que todos celebramos. Este es un libro maravilloso.

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Os he visto en la revista bostezo, en este último número sobre el fracaso.

V. A Paco Inclán se le quiere, es una gran persona. Esto es un concurso: se pedía a los participantes que enviaran sus fracasos. El jurado, del que formamos parte, ha de votar el mejor.

J. Son más intentos fallidos, aquello que ideas con una intención, pero que no sale.

Para acabar, ¿qué estáis preparando?

Los próximos meses los dedicaremos a terminar y pulir la traducción de La versión de Nelly, de Eva Figes, a traducir el ensayo del astrónomo holandés y a trabajar con Alejandra en las ilustraciones, y a leer manuscritos que nos vayan llegando…

[Amén.]

 Fotografía: Jesús Llaría.

 

Náuseas, migrañas, hipocondrías: la fórmula definitiva del viral de la ciencia

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Timothy Leary. Fotografía: New York Public Library.

Timothy Leary decía que en la época de la información no enseñas filosofía, la teatralizas. Si los grandes filósofos como Aristóteles o Sócrates estuvieran vivos seguramente tendrían un programa de televisión, o por lo menos un canal en YouTube. ¿Se imaginan a Sócrates entrevistando a gente sobre las ideas? ¿A Virgilio recitando las Bucólicas a ritmo de rap?

Tim fue sin duda uno de los visionarios a la hora de relacionar la experiencia del ser humano a través de la expansión de la conciencia, la evolución a través de la tecnología y la fusión con el medio. Como él, Marshall McLuhan también creía en una canalización de la energía a través de circuitos, una idea que elevó al concepto de «aldea global» para describir la interconexión humana con los medios electrónicos de comunicación.

Mucho antes de discutir si el medio es el mensaje, brotes verdes en forma de flashforward nos adelantaban que explicar aquella curiosa relación entre nosotros y la naturaleza no era solo cosa de teorías científicas. Transmitir la esencia de esa fuerza que nos une al mundo y que nos hace trascenderlo dependía de las ideas y las palabras que escogiéramos. Era, en definitiva, una cuestión poética.

El amor y las plantas

Dicen que el desliz de Goethe con la ciencia fue la excentricidad de un genio de dimensiones olímpicas, acuciado por el deseo de universalidad. En realidad esa espontaneidad vitalista, ese romanticismo desbordado ante el universo, lo hacía más amante que estudioso de la naturaleza. El escritor del Fausto se refugiaba en la botánica como lo hiciera Jean-Jacques Rousseau: la naturaleza fue la excusa de su alma atormentada.

Pero Goethe nunca tuvo afán de exhaustividad. La curiosidad —ese ferviente deseo de aprender hasta en la vejez— le llevó azarosamente de un campo a otro, que siempre buscaba interrelacionar, sin saber bien en qué acabaría:

Al contemplar la Naturaleza
no perdáis nunca de vista
ni el conjunto ni el detalle
que en su vastedad magnífica
nada está dentro ni fuera;
y por rara maravilla
anverso y reverso son
en ella una cosa misma.
De este modo, ciertamente,
aprenderéis en seguida
este sagrado secreto
que miles de voces publican.

Fue tras un viaje intenso a Italia cuando, enamorado del paisaje mediterráneo, intuyó que todas las plantas, o al menos su gran mayoría, provenían de una primera planta —el arquetipo—. A su vuelta a Weimar, inició la redacción de un tratado que lo reflejara.

Goethe —como Rousseau— buscaba en la naturaleza, y en sus leyes, un refugio del alma, un consuelo a sus dificultades amorosas con Charlotte Von Stein, su amor platónico. Y no solo en la naturaleza… Durante este período, el poeta se enamoró de Christianne Vulpius, una jovencita florista de Weimar, para quien escribiría una versión divulgativa de su teoría científica. Y fue la chispa de esta pasión —la científica— la que hizo nacer el largo poema de La metamorfosis de las plantas (1790), una excelente adaptación de su concepción original, cercana y práctica, en la que va explicando cómo desde una hoja ideal se van originando, por sucesivas transformaciones, las distintas partes de la planta (la flor, los estambres y el pistilo, la hoja, la semilla, etc.). El poema se inicia con una breve introducción, en la que anima a la amada a descubrir con él las leyes ocultas de la naturaleza:

Te disturba, oh amada, la mezcla de miles
de flores aquí y allá en el jardín;
muchos nombres escuchaste, y siempre su planta,
con bárbaro sonido, el uno al otro en el oído.
Todas las formas son análogas, y ninguna se asemeja a la otra;
así indica el coro una ley oculta,
un sagrado enigma. ¡Oh, si yo pudiese, querida amiga,
transmitirte al instante la feliz palabra que lo desvela!

A partir de este momento, Goethe utilizará la poesía para dar mayor difusión a sus ideas científicas. Con estos poemas buscaría acercar la ciencia —sus percepciones científicas— a un amplio público lector. Sin duda, su relación con Christiane lo animó a simplificar en algunos casos el contenido de sus obras. Ciencia y literatura, arte y filosofía, se unirían en una gran amalgama en la obra de Goethe. Y también la divulgación de la ciencia. Como escribía al inicio de uno de sus trabajos científicos:

Nadie quería comprender la unión íntima de la poesía y de la ciencia; se olvidaban que la poesía es la fuente de la ciencia y no se imaginaban que con el tiempo pueden formar una alianza estrecha y fecunda en las más altas regiones del espíritu humano.

Gracias al escritor alemán Hans Magnus Enzensberger, en Los elixires de la ciencia (1929) descubrimos facetas poco conocidas de distintos intelectuales, como la del poeta romántico británico Samuel Taylor Coleridge, que solía asistir a las clases de química de la Royal Institution para sorpresa de sus profesores químicos y de sus colegas literarios. Cuando le preguntaban para qué asistía, Coleridge respondía: «Para enriquecer mis provisiones de metáforas». Normal. ¿Qué sería la ciencia sin metáforas?

El hombre que nunca quería

Hay en este libro de Enzensberger además un poema sobre Charles Darwin, que empieza así: «El hombre que nunca quería. / Sentía mareos de pisar la Tierra. / ‘Genial’, ‘innovador’, ‘apabullante’, ‘un titán’: / él no quería. Desde un principio / se resistió por todos los medios. / Náuseas, migrañas, hipocondrías».

Cómo Darwin nos contó la evolución es una fascinante historia. Pero Darwin, en realidad, era el hombre que nunca quería. Se embarcó en el Beagle recién licenciado en Teología por la Universidad de Cambridge y no tenía más teoría sobre la biología que la narrada en el Génesis. Los pinzones de las islas Galápagos le contaron una historia muy distinta, pero él no quería oírla. La lectura de Thomas Malthus le brindó la idea de la selección natural, pero él no quería pronunciarla. Todo eran náuseas, migrañas, hipocondrías.

Estas metáforas que componen una especie de biografía negra de Darwin son la historia de sus miedos filosóficos: el vértigo de quien tiene en su mano el arma perfecta para matar a Dios y se asusta antes de apretar el gatillo. El éxito científico ahora avalado por la verdad poética.

También nos enseñó que «la poesía de la ciencia no está a flor de tierra; procede de las capas profundas», y que este poder evocador de la ciencia no proviene en absoluto de sus brillos superficiales.

Nadie podrá dudar del enorme poder emocional que poseen esas descripciones metafóricas, muy en particular las que nos han dejado la física y la cosmología: vientos solares, ruido galáctico, agujeros negros, energía oscura, gigantes rojas, enanas blancas, agujeros de gusano, cuerdas y supercuerdas, partículas confinadas, túneles cuánticos, horizontes de sucesos.

Por otra parte, estas palabras comparten protagonismo en el libro con una denuncia exhaustiva del discurso utópico de la genética, la biotecnología y la inteligencia artificial contemporáneas. La inquietud del escritor alemán —podríamos resumirla como el miedo a la desaparición del ser humano, o a que la tecnología le haga superfluo, o a que le convierta en otra cosa— es una perspectiva que queda ya lejos de la universalidad de su legado.

El wonder yonky de hoy

Un evolucionado arte poético adopta la velocidad de los nuevos tiempos. En realidad, la esencia es lograr la difusión y universalidad de fenómenos como el «asombro» de Carl Sagan. Si McLuhan hoy levantara la cabeza se sentiría orgulloso: para el wonder yonky actual ahora más que nunca el medio es el mensaje.

Jason Silva. Fotografía: María Ramiro.

Jason Silva, poeta, divulgador, y casi Mesías de la ciencia, entendida como la filosofía que eleva al ser humano a fusionarse con la naturaleza y con la tecnología para alcanzar la totalidad, es la cara y la mente del programa más visto de divulgación científica en National Geographic, Brain Games, pero también es el referente del tech-thinking en YouTube, el medio en el que ha aprendido. Sus vídeos tienen millones de visitas y las grandes marcas se lo disputan para dar charlas-inspiraciones, donde defiende a capa y espada las ideas y el pensamiento como motores de la inmortalidad.

Este venezolano treintañero sabe que todo lo que hace se convierte en viral. En cierta forma, intenta que sus vídeos sean ese pop- rock de la ciencia, para quien se los encuentra por primera vez. Cree que hoy más que nada internet y YouTube en concreto se han convertido en algo relevante en este sentido. Por eso y tras su notable trayectoria en televisión (se había formado en cinematografía en la Universidad de Miami) decidió montar su canal de YouTube, Shots of Awe, pequeños videoclips sobre tecnología y ciencia, o «movie trailers for ideas», como él prefiere llamarlos:

El mismo hombre que dijo un día que Barak Obama practicaba sexo con nuestra mente, apela al éxtasis del poeta y nos deja acobardados, confusos ante el futuro que acecha a lo nuevo que ya está aquí. A la tecnología tan fría y tan cercana al ser humano, narrada con sentimiento y casi hecha nuestro lenguaje. Hay una verdad que intuimos, y hay una música que nos engancha. En el fondo, son palabras e imágenes que adoptan una forma intensa y excesiva.

En San Francisco, frente a la Academia de las Ciencias, Jason Silva nos habló de la ciberdelia, de sus influencias cinematográficas y literarias (Ron Howard, Erick Davis, Terence McKenna), de aquellos locos años sesenta, de las drogas y de volar. En la ciudad epicentro de la psicodelia, sobraba LSD para la fórmula definitiva de la expansión de la mente, pero junto con los pioneros de la computación, fue el germen del camino hacia la verdadera trascendencia tecnológica.

En medio de aquella reflexión, quizá acordándose de su maltrecha Venezuela, Jason Silva también reclama el valor de las formas. «Cuando hay libertad hay mutación de las ideas. Las ideas están vivas, como nuestros genes, que tienen información cultural y también se infectan, evolucionan… Tenemos que crear un clima para esas ideas, igualito que el planeta Tierra, un ambiente fértil para la vida, unos espacios culturales para que las ideas crezcan y evolucionen también. La libertad es un espacio político y cultural donde las ideas pueden evolucionar mucho más fácil que en sociedades cerradas o donde no hay libertad. Hay que crear un teatro de las ideas».

Recordemos que también John Banville, en los años setenta, escribió sobre la ciencia como una forma de escribir sobre la creatividad sin escribir sobre el arte. Lo hizo en la tetralogía de novelas dedicadas al pensamiento científico, escritas entre 1976 y 1986: Kepler, Copérnico, Mefisto y La carta de Newton. Para Banville la ciencia y el arte surgen de la misma fuente interior, aunque adopten formas muy diferentes (la ciencia tiene rigor y el arte no, uno no puede refutar un soneto pero sí una teoría científica)

Copérnico solo fue a ver estrellas tres veces en toda su vida; Kepler tenía doble visión, así que cuando miraba al cielo lo veía todo doble. Realmente no les interesaban las cosas tal y como son, la realidad efectiva. Lo que querían era concebir un sistema que pudiese, como se decía, «salvar los fenómenos». Era una forma totalmente distinta de hacer ciencia. Ni siquiera se llamaba ciencia, se llamaba «filosofía natural». Copérnico, como Darwin o como el propio Jason Silva, probablemente intentaba hacer lo que de hecho hace el artista: trata de imponer un sistema sobre una realidad incoherente.

Jardines de la Academia de las Ciencias, San Francisco. Fotografía: María Ramiro.

Poesía y maternidad

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A Girl Writing; The Pet Goldfinch, de Henriette Browne. V&A Museum (DP)

A Girl Writing; The Pet Goldfinch, de Henriette Browne. V&A Museum (DP)

Existe una modalidad de ensayo muy atractiva, a veces más cerca de la crónica periodística y otras de la literaria —si es que es posible separar ambas cosas, que no tiene empacho en relacionar los conceptos que trate, por muy sesudos que a priori puedan parecer, con la anécdota personal. En las manos adecuadas, de esta mezcla entre el mundo objetivo de ahí afuera y la subjetividad cotidiana surge un espléndido fruto que hemos dado en llamar «ensayo» o «crónica», pero que de hecho escapa a los límites de cualquier género, y que suele reflejar e incluso celebrar esa mezcla de roles profesionales y familiares que nos define a todos en general y a las mujeres en particular. Por eso, muchas de estas piezas inolvidables léanse autoras como Adrienne Rich o Joan Didion suelen estar escritas por mujeres, que son quienes tradicionalmente mayor número de «malabares» tienen que hacer (traducción literal de «juggling», típica de la expresión «juggling with roles», pero que también significa «hacer trampas») con todas las exigencias que la vida les pone por delante.

En manos no exclusivamente aunque preferentemente femeninas, esta actualización de la miscelánea renacentista, contraria a la especialización, no reconoce prioridades en función de instituciones de prestigio frente a labores consideradas de poca importancia; y así, cambiar un pañal o llevar a un hijo al dentista adquiere idéntica trascendencia que preparar una ponencia para un congreso, o bien lo segundo queda desprovisto de su «supuesta» significación. Aprender a leer la vida propia de este modo, sin plegarse a lo que solo tiene reconocimiento público y sin tratar de compartimentar lo que, de todos modos, constituye un continuum, acaso no rebaje la carga a menudo excesiva de trabajo e incluso dificulte la precisión del resultado, pero sí ayuda a enfocar el porqué de lo que se hace de un modo más consciente.

Todo esto viene a cuento por una recopilación de ensayos que ha caído en mis manos (The grand permission: new writings on poetics and motherhood, editado por Patricia Dienstfrey y Brenda Hillman), en la que un grupo de poetas estadounidenses nacidas entre 1940 y 1970 reflexiona sobre la poesía y la maternidad dentro de un panorama incluso más amplio donde se reconocen como madres, parte de una pareja o no, profesoras, escritoras, etc. La mezcla de situaciones y sentimientos que generan unas vidas tan ajetreadas es igualmente variopinta: felicidad, inquietud, estrés, frustración, plenitud, agotamiento… toda la gama posible que no es exclusiva de poetas, sino de cualquier madre trabajadora que, además, no se pueda permitir rebajar ese ritmo acelerado de vida.

Los ensayos no inciden necesariamente en el hecho de que la maternidad haya de estar conectada con la escritura de un modo especial, sino en cómo cada autora articula su vida para que todo quepa en ella: la familia, el trabajo y la poesía. Tampoco se contempla renunciar a ninguna de estas tres patas principales, ya que prácticamente ninguna de las poetas goza de una situación laboral, económica o familiar desahogada que le permita, por ejemplo, solicitar una excedencia o delegar gran parte del cuidado de los hijos en otras personas. O, simplemente, no desean hacerlo. Son, sí, auténticas malabaristas. Y he aquí que una de ellas, en medio de la vorágine del día a día y las constantes interferencias de unos roles en otros, se pregunta a sí misma y se responde lo siguiente:

Y si estabas disfrutando tanto [de la maternidad], ¿a cuento de qué el pesar? ¿Por qué no aceptabas ser simplemente madre, ya que lo habías elegido? Es decir, ¿cuántos libros te hace falta escribir para sentirte bien?

No es una cuestión de números, ni de medir los logros en sentido abstracto. Es una cuestión de supervivencia… de cómo una misma se mantiene viva ante su arte privado (…), la vida que has escogido, pero también la que te escoge a ti. ¿Cómo se hace eso? Trabajando. (…) Si eres escritora, tienes que escribir. Solamente pensar en ello, y desearlo, sin sentarse a hacerlo, es negar el talento, empequeñecerlo. (…) Limitarse a una misma es doloroso. Pobre madre, pobre hijo: los dos sienten sus efectos. (1)

¿Cuál es, entonces, el «secreto» de poder seguir adelante con todo sin morir en el intento? Puesto que no hay ninguna otra opción, aquí todas coinciden en hacer de la necesidad virtud: aceptar la dedicación a la poesía como una labor intermitente pero, a la hora de la inspiración, perseguirla con toda fiereza. Y así, no es raro imaginar a estas poetas revisando mentalmente unos versos mientras preparan los espaguetis, apuntándolos frenéticamente cinco minutos antes de clase para trabajar en ellos después, de madrugada en casa, o haciendo de cualquier lugar (el coche mientras esperan a que el niño salga de su clase de piano, la sala de espera de un hospital o un aeropuerto) el centro de trabajo donde tomar notas, leer o corregir.

Pero lo más apasionante de todo, a mi entender, es cómo los poemas salidos de este modo de vivir reflejan esa misma mezcla de la que surgen: lo sublime y lo cotidiano, lo fragmentario, lo urgente del día y lo lejano que conecta con la civilización que también somos; una visión del mundo nunca plácida ni ordenada, sino en flujo constante de fuerzas a veces opuestas y de un dinamismo extremo. Son poemas caóticos, prestos a la interrupción, al hilo de un pensamiento que se toma, se deja y se retoma en una suerte de leixa-pren desordenado. A ratos pueden parecer inconsistentes o nacidos de una reflexión incompleta, resultado de la pura necesidad de escribir que no se gesta en una torre de marfil. No quiere decir esto que sus autoras no posean una base sólida de lecturas y de preparación literaria, filosófica o en otros ámbitos. Mas los tiempos felices de la formación han pasado; ahora toca enfrentarse a otros y se hace sin victimismo, sin pedirle cuentas a una realidad que, efectivamente, no está organizada para dejar espacio a las cosas del espíritu, ni para que la famosa conciliación entre vida familiar y laboral o la igualdad de sexos en la distribución de las tareas domésticas —¡gran utopía!— llegue a materializarse. Se me ocurre una imagen que quizá describa la complejidad de esta situación: una puerta de vaivén. Las madres poetas se pasan la vida cruzando de un lado al otro, por eso la puerta tiene que estar siempre como a punto de abrirse, y nunca con el cerrojo echado. Ya es discernimiento, u oportunidad, el saber cuándo cruzar y cuándo quedarse.

Y para quienes se reconozcan en estas líneas y sean propensas al sentimiento de culpabilidad (por no ser «supermadres» ni «superprofesionales» ni «superpoetas»), no está de más recordar las palabras del ensayo de la novelista italiana Natalia Ginzburg titulado «Las pequeñas virtudes»:

Y si nosotros mismos tenemos una vocación, si no la hemos traicionado, si a través de los años seguimos amándola, sirviéndola con pasión, en el amor que profesamos a nuestros hijos podemos mantener alejado de nuestro corazón el sentido de la propiedad. (…) Esa es, quizá, la única posibilidad que tenemos de resultarles de alguna ayuda en la búsqueda de una vocación, tener nosotros mismos una vocación, conocerla, amarla y servirla con pasión, porque el amor a la vida genera amor a la vida.

Las palabras de Ginzburg acaso no proporcionen consuelo ni resuelvan los problemas de cada cual, ni siquiera los que su autora tuvo durante una larga y azarosa vida. Pero son luminosas, como la vocación que ella, madre de tres hijos (la menor, discapacitada, siempre permaneció a su lado) y testigo de la muerte de sus dos maridos, nunca dejó de alentar.

(1) Kathleen Faser, «To bood as in to foal. To son», pág. 152 del libro citado. La traducción es mía.

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