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Cien razones más por las que vivir

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Siguiendo las de Rubén Díaz Caviedes:

201. Robert E. Howard.

202. El talento brotando de lugares insospechados, como los pies de foto de Vogue donde Dorothy Parker comenzó a ser Dorothy Parker.

203. Twin Peaks.

204. Que en cualquier momento la señora Bates se asome a la Casa Junto a las vía de tren, de Edward Hopper.

Casa Junto a las vía de tren, de Edward Hopper

Casa Junto a las vía de tren, de Edward Hopper

205. Una habitación como la de Richard Jenkins en Six Feet Under. Y todas las escenas de Jenkins en la serie, de paso.

206. La cita cada cien años en «Hombres de buena fortuna» de Sandman.

207. El poema «Beautiful Storm» de Gian Smith sobre el Katrina, utilizado por Tremé después.

208. Los tipos duros reblandeciéndose durante un momentito de nada. Como este.

209. El Corto Maltés.

210. El poema de Robert Browning, «Childe Roland to the Dark Tower Came» que inspiró Stephen King para escribir la serie de La Torre Oscura.

211. El chiste de los aristócratas.

212. La casa de hojas de Mark Z. Danielewski, igualmente incluida en una hipotética cien razones para morir.

213. Ver amanecer desde (y sobre) las terrazas de arroz de Longsheng.

Fotografía: Bárbara Ayuso.

Fotografía: Bárbara Ayuso.

214. George Carlin derribando por KO a sus oponentes en Politically Incorrect. Y Carlin en general .

215. Las mujeres entrelazadas de Egon Schiele.

216. El chocolate. Salvo en helado.

217. Adam Jones, el responsable de que los videoclips de Tool perturben como perturban.

218. Norma Desmond bajando la escalinata en El Crepúsculo de los dioses

219. Tipos tan valientes o tan inconscientes como Pino Mariaci y pequeña televisión.

220. Julio Cortázar desentrañando (y desendulzando) a John Keats en Imagen de John Keats.

221. La escena del acordeón de Holy Motors.

222. Las portadas de Life que nunca fueron.

Imagen cortesía de Life.

Imagen cortesía de Life.

223. Primeras novelas como Galveston, de Nic Pizzolatto.

224. Bill Murray cantando «More than this» en Lost in translation.

225. Escribir siempre bajo la máxima de Wislawa Szymborska: «Cuando escribo siempre tengo la sensación de que alguien está detrás de mí haciendo muecas. Por eso huyo, todo lo que puedo, de las grandes palabras».

226. La familia Buendía al completo.

227. Al Swearengen y Mr. Wu:

228. La Nueva York de Berenice Abbott y la Costa Este en su American Scene.

229. Que John Trent haya dado con el mejor argumento posible para abrazar el ateísmo: «Dios no escribe noveluchas de terror».

230. Michael Shannon.

231. El olor de las sábanas limpias.

232. La entrevista de Oriana Fallaci a Jomenei.

233. Steve McQueen y la Triumph Boneville.

Imagen de La gran evasión. Mirisch Company/United Artists.

Escena de La gran evasión. Mirisch Company/United Artists.

234. El último origami de Blade Runner.

235. David Simon en Dangerous ideas.

236. El «Pequeño vals vienés» de Lorca. Y de Cohen. Y de Morente. Y de Silvia Pérez Cruz.

237. Las descripciones de algunos de los candidatos a difuntos del año que elabora la web Deathlist. Como la del duque de Edimburgo, por ejemplo.

238. El Etna. En erupción, más.

Foto: Andrea Bellamira (CC)

Foto: Andrea Bellamira (CC)

239. Phil Kaufman y Michael Martin vestidos de cowboy robando el cadáver de Gram Parsons.

240. La antología Writings and Drawings de James Thurber.

241. Flores para Algernon de Daniel Keyes.

242. El café. Expreso y sin azúcar.

243. Benedict Cumberbatch.

244. Louis C.K. de pies cabeza. Mención especial a chiste del gorila y el ballet del segundo episodio de la tercera temporada.

245. El maravilloso universo de las falsificaciones chinas.

246. Esta escena y esta mirada:

247. H.P. Lovecraft y John Carpenter dándose de la manita en En la boca del miedo.

248. La perturbadora belleza de esto.

249: El babermonguer, la chorrimanguera, la batamanta. O lo que es lo mismo: las soberbias madrugadas de la teletienda el sofá y tú.

250. Los billetes de ida.

251. «Jabberwocky» de Lewis Carroll.

252. Isabelle Adjani teniendo un día regular.

253. Contestar «I know» ante una declaración y que sepan de qué va la cosa.

254. Barbara Stanwyc y la Krupa Orchestra en Ball of fire.

255. La voz de Bill Adama.

256. Que Vivian Maier, una de las mejores fotógrafas del siglo XX, jamás le enseñara sus fotografías a nadie, no hubiera imprimido casi negativos y dejara todo su trabajo en cajas de zapatos.

Vivian Maier_NY .2013 Maloof Collection.

Vivian Maier, NY .2013. Foto cortesía de Maloof Collection.

257. «Buenos días, aquí Chris de la mañana, desde la K-OSO, Cicely, Alaska».

258. La infancia de los hijos del fotógrafo Alain Laboile capturada en su colección La Famille.

Foto cortesía de Musée français de la photographie, à Bièvres.

Foto cortesía de Musée français de la photographie, à Bièvres.

259. El optimismo estúpido después de esto.

260. Tener una fortuna llamada abuelos.

261. Que los Coen hagan la película sobre el Tea Party de una vez.

262. Beber, fumar y follar como Jenny Sparks.

263. La lección magistral de la pareja (y de la interpretación) que es esta pelea de Tony y Carmela:

264. El queso. Todos los quesos.

265. El «The streets of heaven are too crowded with angels tonight» y todos los discursos de Jed Bartlet.

266. La boca de Adèle Exarchopoulos en La vida de Adèle.

267. Jeff Bridges.

268. Eduard Limónov. Y Emmanuel Carrère para conocerle.

269. El gazpacho. No cualquiera: el de mi madre.

270. El último plano que rodó Tarkovski en su vida.

271. Dennis Potter. Y la entrevista que le hizo Melvin Bragg.

272. Dos planos secuencia que nada tienen que ver: el de arranque de Boogie Nights y el de la masacre de Lorne Malvo en la serie Fargo.

273. Toni Martínez en Todo por la radio de Cadena Ser.

274. «No eulogies», el epílogo de The Assassination of Jesse James by the Coward Robert Ford.

275. Estos tres hombres, y este gif.

276. Ver Metrópolis con un piano en directo.

277. Entregarse a todos los vicios de El Jardín de las Delicias y después sonreír al único hombre vestido.

El jardín de las delicias, de El Bosco.

El jardín de las delicias, de El Bosco.

278. La época en la que Días de cine lo presentaba Antonio Gasset. En realidad, solo Antonio Gasset y sus inenarrables presentaciones.

279. Roberto Bolaño.

280. Beth Gibbons con las entrañas abiertas aquí.

281. Las playas sin niños, sombrillas, chiringuitos ni apartamentos en primera línea.

282. Bailar sin vergüenza en general, y con esto muy en particular:

283. Tumblr y el tag «cat».

284. Que el sonido de una armónica te joda el día y te lo arregle en la misma fracción de segundo.

285. Los locos e hilarantes mapas de Yanko Tsvetkov en su Atlas of Prejudice.

286. Las treinta y nueve páginas que Bill Hicks escribió tres meses antes de morir a John Lahr para agradecerle su perfil. Y que en realidad son mucho más que eso.

287. El sexo como lo describe Leopoldo María Panero en «Necrofilia».

288. Los diez primeros minutos en cualquier ciudad nueva. A veces, los de después también.

289. Los hombres con chaleco:

Escena de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford. Foto: Village Roadshow Pictures/Warner Bros.

Escena de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford. Foto: Village Roadshow Pictures/Warner Bros.

290. Ser tan feliz en un lugar como para no querer volver jamás.

291. Dolly Parton y «Joelene».

292. Harrison Ford. Como Han Solo, como Indy… Harrison Ford.

293. Esta intro.

294. El último día en un hospital, pase lo que pase.

295. El banquete de boda de La Parada de los Monstruos.

296. El que sin duda es el mejor discurso de agradecimiento de la historia, de Alfred Hitchcock.

297. Willa Cather y sus santos bemoles.

298. The Ultimates de Mark Millar y Bryan Hitch.

299. Que por suerte, la vida casi siempre es un tronco como cuenta Hernán Casciari en «Finlandia» de El pibe que arruinaba las fotos.

300. Siempre, siempre, a New Hope.


Rafael Vives: El kamikaze poeta

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Fotografía: Tim Evanson (CC).

Cuando hablamos de poetas malditos, aquellos genios alienados y autodestructivos cuyo verso decadente suponía un soplido infecto en el engreído aliento de su generación, viajamos mentalmente a la vieja Europa y, concretamente, a Francia. Nombres como Arthur Rimbaud, Tristan Corbière, Auguste Villiers, Paul Verlaine, Stéphane Mallarmé o el encumbrado Charles Baudelaire, ocupan en nuestra memoria las celdas destinadas a enumerar a estos réprobos creadores. Pero, como es lógico, poetas malditos existieron muchos más y mucho más allá de las hediondas orillas de aquel Sena de la segunda mitad del s. XIX. Entre todos ellos, sobresale un caso que llama la atención por su tortuosa biografía, su idiosincrasia y su inmerecida caída en el olvido. Hoy peregrinaremos hasta el místico Japón para conocer a la vez que honrar la historia y el legado del gran Haruko Tatsu.

Carpa de luto plañe tu kimono gris
Uña larga en primavera

Como la mayoría de los autores pertenecientes a su género, Haruko Tatsu fue un alma atormentada, carente de esperanza y víctima de terribles coyunturas que moldearon a golpes su oscura naturaleza. Nació en la pequeña ciudad castillo de Hida-Takayama, en la Prefectura de Gifu, el 8 de febrero de 1922. Casualmente, vio la luz dos días después de que japoneses, británicos, americanos, franceses e italianos, vencedores en la Gran Guerra, firmaran el Tratado de Washington. Dicho acuerdo estaba destinado a delimitar el potencial de las fuerzas navales de cada uno de ellos en un intento por evitar una nueva contienda. Como la cronología atestigua y como el bueno de Haruko padecería en sus propias carnes, el tratado resultó un fiasco. Pero sigamos con lo que nos ocupa. Tatsu se crió al pie del Monte Hotaka, en el idílico paisaje conocido como «los Alpes japoneses», en el seno de una familia humilde. Su padre, como la mayoría de convecinos en aquella ciudad establecida como fuente oficial de madera del país, era carpintero. A los dieciséis años y tras una obligada instrucción como aprendiz de ebanista, Haruko decidió que aquello no iba con él y se mudo a Nagoya en busca de un futuro. En la cuarta ciudad del imperio, a orillas del Pacífico, conoció a Nanami, una enfermera tres años mayor que él de la que se enamoró perdidamente y cuyo influjo marcaría más tarde la totalidad de su obra, trufada de tintes eróticos. Un claro ejemplo lo encontramos en su poema «Grulla de primavera» (1962). Pido disculpas de antemano por la posible inexactitud de las traducciones y obligadas adaptaciones fruto del uso de traductores automáticos on-line.

Como una piedra preciosa
Tu sexo entre algodones
Húmeda pero distante
Receptiva pero distante
Cercana al tacto en tu lejanía
Deja que te posea como dragón afónico*
Deja que mis manos te paladeen
Goza, mi grulla de primavera
Goza entera

*Según una antigua leyenda, cuando un dragón se quedaba afónico creía erróneamente que su muerte era inminente y desarrollaba un mayor ímpetu sexual en su intento por asegurarse descendencia.

Fue precisamente en mitad de aquel apasionado idilio con su eterna musa Nanami que estalló la Segunda Guerra Mundial, conflicto que llegó en mal momento ya que Japón estaba centrado de nuevo en su habitual asedio sobre China. En plena ofensiva de invierno, tras dos años de asedio doméstico, los nipones controlaban Manchuria, el norte y una importante franja del centro del titánico país vecino. A pesar de no ser todo lo premioso que se deseaba, el avance resultaba efectivo y fértil para el Imperio. Pero el pueblo chino resistió más de lo esperado, como tiende a hacer, y el escenario sufrió un contundente giro a finales de 1941 cuando el emperador Hiro Hito decidió meter a su pueblo en el gran fregado y el almirante Yamamoto trazó su genial ataque preventivo para amedrentar al diablo capitalista. Como era de suponer, a Roosevelt no le hizo excesiva gracia lo de Pearl Harbour y Estados Unidos se unió oficialmente a la fiesta. La llegada masiva de soldados americanos al Pacífico frenó el avance japonés en seco y convirtió la entretenida acometida en suelo chino en una verdadera carga. Fue entonces cuando Haruko Tatsu, activo patriota y soñador en paro, vislumbró una solución a sus acuciantes problemas de sustento y, aun siendo portador de una notable miopía, logró alistarse de forma voluntaria en el Ejército Imperial. Su objetivo no era otro que el de medrar, hacer carrera en el ejército, regresar como un héroe y formar una familia junto a su amada.

Tras apenas siete meses de preparación, Tatsu alcanzó el sueño de la mayor parte de los jóvenes de su generación y se convirtió en aviador naval. Sus primeras incursiones en combate coincidieron con el inicio del declive japonés. Aun así, participó y sobrevivió a las campañas de Nueva Guinea, islas Salomón e incluso al desastroso intento de invadir Midway, derrota que supuso un punto de inflexión y el fin de la imbatibilidad nipona. A partir de ese instante, considerado ya como uno de los pocos pilotos experimentados restantes, se centró en la contención del avance de las tropas del general MacArthur sobre suelo japonés. Las islas Marianas, Saipán, el mar de Filipinas, el golfo de Leyte, Guadalcanal y, finalmente, Iwo Jima, fueron los últimos escenarios del Teatro del Pacífico en los que Haruko intentaría evitar la victoria aliada. Con la mayor parte de su armada convertida en pecios y pocos visos de sacar la guerra adelante, el primer ministro Hideki Tojo había ordenado crear una unidad especial de pilotos suicidas encargados de retrasar el avance americano propiciando una reagrupación de las tropas imperiales. Así, en una emotiva mezcolanza de la tradición de sacrificio samurái con las nuevas tácticas belicistas, nacieron los kamikazes («viento divino»). Haruko Tatsu, convertido en alférez, fue uno de los elegidos y aceptó tan heroica tarea anteponiendo los intereses patrios a su futuro, a su anhelado reencuentro con Nanami y, en definitiva, a su vida. Su gran momento llegaría el 11 de mayo de 1945, en uno de los coletazos finales de la guerra. Tres aviones se lanzarían, con menos de treinta segundos de diferencia, contra el portaaviones USS Bunker Hill mientras este apoyaba la invasión de Okinawa. El plan era dejar caer una bomba de 250 kg sobre el buque y acto seguido impactar contra su torre de control causando el mayor estropicio posible. Haruko subió a su caza A6M «Zero» en el que la bandera del sol naciente engalanaba su último viaje, voló hasta el objetivo, descendió, lanzó la bomba y, culpa de su malograda visión, erró a la hora de alcanzar la torre y cayó al mar con la mala fortuna de sobrevivir. Ese episodio se convirtió en uno de los momentos más dolorosamente rememorados en su posterior obra, como queda patente en «Floto» (1968).

Mi pájaro de metal y origami
Se acerca el hostiazo de Dios
Esquivo la gran ballena Sam
Y floto. Floto
Floto entre sangre, fuego y recuerdos
Las nubes dibujan tus pechos
Tus pezones de cereza
Me empalmo en mi ataúd
Y floto en mi vergüenza

Tras varios días navegando a la deriva sobre los restos de una de las alas de su aparato, Tatsu acabó exhausto e inconsciente en una playa de Minna-Jima donde fue capturado por el cabo de origen puertorriqueño John Medina y enviado a un campo de prisioneros ubicado en Hawái. Durante su cautiverio pensó en suicidarse, llegando incluso a extender una petición formal en tal dirección a los mandos estadounidenses, súplica que fue rechazada. Humillado por el fracaso de su misión, carente de honor, convertido en una vergüenza de guerra y hastiado por el hecho de seguir vivo, Haruko encontró en la poesía una vía de escape a su insoportable enajenación. Fue a lo largo de aquel internamiento cuando empezó a plasmar sobre el papel sus miedos, su desasosiego y su enfermizo deseo carnal, fruto del constante recuerdo de Nanami.

Mi sable de samurái oculto en tu arbusto
Mi sable de samurái perdido en tus nalgas
Cabalgas. Cabalgas
Mi sable de samurái custodia tus muslos
Mi sable de samurái remonta tus senos
Serenos. Serenos
Mi sable de samurái se mece en tus manos
Mi sable de samurái de carne y deseo
Jadeo. Jadeo.

«Mi sable de samurái» (1946)

Su ejemplar conducta durante aquellos meses le valió la estima de sus guardianes. Así, en febrero de 1947, en plena ocupación americana tras la capitulación del imperio, fue enviado hacia Yokohama donde fue oficialmente desmovilizado y liberado. En su tierra natal, donde ya conocían los pormenores de su fracaso y posterior detención, no fue recibido con estima por parte de las autoridades militares. Lo expulsaron del ejército aunque no lo juzgaron ni presentaron cargos contra él. Al fin y al cabo, no era un traidor sino solo un miope al que tal vez habían sobrevalorado debido a su longeva supervivencia en combate y a su imprevista suerte en el frente. Apestado, alienado y desquiciado por su fracaso, transformado en un antihéroe, regresó a Nagoya donde el círculo de miseria se cerró al comprobar que, al igual que los demás, también Nanami lo repudiaba. Aquello minó de forma definitiva su juicio y lo arrojó en una sima de trastorno y soledad de la que ya jamás emergería. Con tan solo veintiséis años, consumido, perturbado por la guerra y extraño en su propio hogar, se mudó a una pequeña aldea en el norte del país, cerca de Sendai, en la prefectura de Miyagi. Allí, amparado por el anonimato, dio rienda suelta al torrente de decadencia y melancolía que inundaba su cerebro. Desde entonces y hasta su muerte se dedicó a malvivir y a plasmar en cuartillas de papel sus lóbregos pensamientos, confeccionando una de las antologías poéticas más destacables de todo el siglo XX. Finalmente, el 14 de diciembre de 1986, mientras en Tokio se celebraba la final intercontinental entre River Plate y Steaua de Bucarest, Haruko Tatsu moriría solo en su modesta cabaña, a la edad de sesenta y cuatro años, pocos minutos antes de que Antonio Alzamendi marcara el tanto que daría la victoria a los argentinos.

El modo en el que la obra de Tatsu logró ver la luz resulta tan misterioso y rocambolesco como su propia vida. Tras su fallecimiento, sin familia conocida ni herederos, su vivienda fue subastada y sus escasas pertenencias se alojaron en el sótano de un edificio gubernamental del distrito de Aoba. Allí reposaron durante años hasta que en 1991 Yasunari Oki, un funcionario local encargado del archivo, descubrió los manuscritos. La curiosidad que despertaron en él esos hipnóticos versos hizo que los remitiera a Natsume Kawata, antiguo compañero de filas y por entonces profesor de literatura en la Shinsu University de Nagano. Fue Kawata quien, tras indagar en la misteriosa figura de Tatsu, decidió dos años más tarde publicar un primer poemario titulado Haruko Tatsu. Versos desde la nada. Aunque el reconocimiento y el interés por la obra y la figura del kamikaze poeta no han alcanzado las cotas que sin duda merece, a partir de aquel momento el mundo fue consciente de su existencia. La de un genio martirizado por su memoria. La de uno de los mayores referentes poéticos de todos los tiempos.

Si lo hacemos como los perros
ambos podremos contemplar el horizonte

La nube negra de Roberto Bolaño

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Cortesía de Anagrama.

La noche cae y Udo sale de su hotel de vacaciones a buscar al Quemado, rescatarlo de algún bar y llevarlo de vuelta a la habitación en la que los dos se retan delante de un tablero lleno de posiciones militares, bases y conquistas. El juego se llama «El Tercer Reich» y recrea la Segunda Guerra Mundial a la manera de un Risk descomunal, costa mediterránea ya abandonada, casi octubre, las tardes más cortas y frías, un frío insospechado para el turista.

A veces es al revés, a veces es el Quemado el que despierta a Udo. Sobre todo desde que ha decidido que va a ganar la partida. Aparece en el Del Mar y espera tranquilamente a que su rival despierte o a que se espabile al menos, para no jugar con ventaja. Uno podría imaginarse al Quemado con gafas frágiles, pelo rizado, media sonrisa y un cigarro en los labios, pero no, Roberto Bolaño prefiere que sea un hombre musculoso, lleno de cicatrices, guerrillero valiente y torturado en un país extranjero, no sabemos cuál.

El Quemado en cualquier caso es la noche y la noche es el universo de lo lumpen. Lo inesperado. Lo temido. El Quemado guarda patines en la playa como Bolaño guardaba un campamento de Casteldefells y Udo simplemente siente la pasión por el abismo propia de todo jovencito de bien, novia estable, trabajo fijo, unos días de playa en algún lugar del sur.

Es 1989 y Bolaño no es nadie. Eso no es lo malo, lo malo es que él mismo sabe que no es nadie: vive en Blanes con su mujer, que espera a su primer hijo, Lautaro. Ayuda en la tienda de bisutería y es un tipo relativamente carismático en el pueblo, siempre dentro de su aparente timidez. El encanto del que sabe pasar desapercibido. Lleva diez años en España, cuadernos y cuadernos emborronados de poesías y pasajes llenos de sexo, jorobaditos y policías. Historias recurrentes que vuelven una y otra vez sobre sí mismas.

Si Bolaño no está atrapado por una nube negra, lo parece, pero en la vida y la obra del chileno las apariencias juegan con la realidad como el Quemado juega con el burguesito Udo en las noches de septiembre. Escribe El Tercer Reich pero nadie la publica. Aún cuatro años después, en 1993, con los cuarenta a la espalda, escribe el famoso poema que resume su carrera hasta ese momento y que da inicio al formidable volumen titulado La universidad desconocida, publicado, póstumamente, como tantas cosas, en 2007: «Rechazos de Anagrama, Grijalbo, Planeta, con toda seguridad también de Alfguara, Mondadori. Un no de Muchnik, Seix Barral, Destino… Todas las editoriales… Todos los lectores… Todos los gerentes de ventas».

Y sin embargo los que le recuerdan le recuerdan feliz. Como si sobreponerse, que decía Rilke, fuera todo.

La energía febril de La universidad desconocida

He elegido El Tercer Reich para empezar el artículo sobre estos años oscuros de Roberto Bolaño porque me parece con mucho su obra más infravalorada, una especie de Parada de los monstruos ochentera vista desde una distancia que cada vez es menor: el esplendor de los primeros días de sol y calor y agosto que dan paso a la penumbra y la soledad del pueblo turístico pero sin turistas, sin playa, sin trabajo. El hotel que sigue abierto sin saberse muy bien por qué, con Udo casi como único cliente, un cliente fuera de sí, desquiciado, fugitivo…

Sin embargo, todos estaremos de acuerdo en que es precisamente La universidad desconocida la que mejor simboliza este periodo de Bolaño y sus páginas son en ocasiones una colección de pinturas negras, que pasan de un vitalismo exultante a la mayor de las nostalgias, la tristeza del día a día, el lumpen sin filtros, las calles del Raval, las Ramblas ochenteras con sus heroinómanos, el propio camping repetido una y otra vez, la chica pelirroja, la obsesión de un tipo febril y enfermo, hígado ya por entonces renqueante. Una especie de Nietzsche que se niega a rendirse, que ve en la propia enfermedad un signo de salud.

Cortesía de New Directions.

Bolaño como representante del destino latinoamericano. A él le gustaba verse así. Escritor chileno en Barcelona pero que escribe, no posturea en la barra del Bocaccio, no comparte comilonas con Barral ni Balcells. Él no es un boom, es una implosión relajada. Bolaño en la UNAM cuando la represión mexicana de 1968, Bolaño recién llegado a Chile cuando el golpe de Estado de Pinochet. Bolaño, en definitiva, convertido él mismo en un fugitivo, un fugitivo salvaje al que solo le queda investigar en los libros y en las calles que huelen a orina.

En cierto modo, La universidad desconocida es el complemento perfecto de Los detectives salvajes, y tengo a Los detectives salvajes como una de las mejores obras literarias de fin de siglo. Lo que en esa novela será ironía, noches mexicanas sin freno, realvisceralismo de tertulias y peleas, persecuciones tras un anciano Octavio Paz, aquí es realidad, dureza, anticipo de lo que será la segunda parte del libro que le consagró: aquel padre Font encerrado en un manicomio y a la vez perfectamente cabal, aquella belleza perdida, aquel huir de la juventud desperdigada por un continente, Ulises Lima y Arturo Belano buscando en el desierto de Sonora los rastros de un poema.

Los detectives salvajes te mecen, te llevan en el asiento de atrás y si te pierdes te hacen un dibujito. La universidad desconocida, en cambio, te despierta con un vaso de agua helada. Porque no queda otra, porque no hay días que estirar, pequeño Udo, esperando un milagro, jugueteando con el peligro, rodeándote de malas compañías. No hay nada a lo que renunciar. Son poesías salvajes, relatos salvajes, son vida pero una vida ochentera, Quinta del Sordo. Nada que nos haga pensar que ese hombre estaba enamorándose y empezando una vida familiar. Nada que remita al pequeño pueblo pesquero de la costa de Girona.

Si la pobreza de Los detectives salvajes es a menudo una pobreza estética, una pobreza de café de La colmena en la que alguien invita o se deja invitar, preludio de una ronda nocturna de descubrimientos, medianoche en México D. F., en La universidad la pobreza, la soledad, las noches perdidas de campamento en invierno no dan pie a la metáfora. Son lo que son. Y se agradece. Sin heroísmos, por favor. Solo resistencia, aguante, paraguas bajo la tormenta.

La fugaz vida feliz de Roberto Bolaño

Se puede decir que la nube negra —al menos la nube negra literaria, el hígado ahí siguió dando guerra, tanta guerra que se le llevó la vida en 2003, cincuenta años recién cumplidos— fue disipándose en 1994 con aquel Premio Ciudad de Irún que daba luz a lo que llevaba casi veinte años en la sombra. Después llegó La literatura nazi en América, un falso ensayo irónico, divertido, que servía para ajustar algunas cuentas pendientes —Bolaño fue muy claro siempre, en sus filias y en sus fobias, eufemismos, los justos— y por último en 1998 la consagración con el Premio Herralde para sus detectives salvajes.

Ahora ya sí, ahora ya columnas en revistas y periódicos y síes de todas las editoriales adonde quisiera mandar sus manuscritos apilados y pasados urgentemente a máquina o guardados en la memoria de ordenadores que de vez en cuando dejan aún alguna sorpresa. Probablemente, muchos llegaron a Bolaño atraídos por una especie de «amargura mágica» y se encontraron a un hombre bonachón, demasiado enfermo, obsesionado con el dinero que podía dejar a su familia cuando faltara y convencido a su vez de que iba a faltar más pronto que tarde.

Recreó sus tiempos en México en más novelas, de manera en ocasiones repetitiva, compiló relatos más o menos logrados, fue francamente desigual en su obra y se embarcó en aquel último reto que fue 2666, libro que tiene su origen en unas notas sobre el personaje de Amalfitano que se publicarían a su vez en 2011 bajo el título de Los sinsabores del verdadero policía, un libro sinceramente prescindible.

Sobre 2666 se ha escrito mucho y de lo más variado, aunque el hecho de que se lo recuerde más por el recuento de los asesinatos en Santa Teresa (Ciudad Juárez) que por la disparatada historia del esquivo Benno von Archimboldi no deja de resultar curioso. Lo escribió y lo dejó terminado casi de cualquier manera para que sus hijos tuvieran dinero, para que no pasaran por su propia nube negra, su propia miseria exiliada. Fue un exitazo, desde luego, pero no es fácil adivinar por qué, qué conectó en ese libro con una audiencia masiva mientras otros libros, igual de magníficos pero más oscuros quizá, pasaban desapercibidos.

Como lector, como lector entregado incluso, me alegro de que Bolaño tuviera esos cinco años de éxito de masas. Si algo me da pena es que fueran solo cinco. Tantos años fregando platos en restaurantes de Barcelona y solo un lustro de reconocimiento mundial. Poco antes de morir, en una entrevista concedida ya casi como cadáver a la revista Playboy y recogida en el volumen Entre paréntesis, afirma, refiriéndose a sus años de tinieblas: «Claro que pensé en suicidarme. En alguna ocasión sobreviví precisamente porque sabía cómo suicidarme si las cosas empeoraban».

Es un diálogo maravilloso, una especie de epitafio de diez páginas que, por supuesto, apareció también tras su muerte. En un momento dado, Mónica Maristáin le pregunta: «¿Ha experimentado el hambre feroz, el frío que cala los huesos, el calor que deja sin aliento?», y él responde en una línea: «Cito a Vitorio Gassman en una película: Modestamente, sí». A veces, lo reconozco, todo este universo lumpen me agota… pero otras veces, cuando se da la verdadera genialidad, la genialidad de la tristeza sin matices: esos dos hombres destruidos, suicidófilos, jugando de madrugada, esas cartas de rechazo, esa angustia febril de la madrugada catalana… la empatía es inevitable y ese es el mérito, supongo, de todo gran escritor, que un tipo de clase media-alta del barrio de Malasaña empatice con una vida que no conoce ni por asomo.

Solo la constatación de las nubes negras, que, esas sí, dejan encharcado cualquier solar sin entender de dueño.

Goran Bregovic: «La primera vez que escuché flamenco en directo fue como sexo salvaje»

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Goran Bregovic para Jot Down 0

Hijo de una serbia y un croata, casado con una musulmana, la de Goran Bregovic (Sarajevo, 1950) es una de esas familias mixtas balcánicas que solo pueden identificarse con Yugoslavia. Él siempre insiste en que esa sigue siendo su nacionalidad, pero no desde una perspectiva política, sino como un sentimiento, un lugar emotivo. Eso que muchos de sus compatriotas recuerdan como «The good old times». Y la banda sonora de aquellos tiempos tenía un grupo que destacó por encima de todos, Bijelo Dugme, la banda rockera de Goran Bregovic. Años después, mientras las guerras hundieron la región y segaron miles de vidas, él se reinventó a sí mismo e internacionalizó la música tradicional de los Balcanes, primero con el cine de Emir Kusturica, después con sus orquestas. Ahora es un artista conocido en todo el mundo.

Cuéntanos la historia de tu familia.

Mi madre era serbia. Su padre, mi abuelo, en la Primera Guerra Mundial estuvo en el frente de Salónica. Y luego, en la segunda, luchó contra los nazis con los partisanos. Murió en la batalla del río Sutjeska, en 1943. Mientras él combatía en la guerra, a mi madre y a mi abuela se las llevaron al campo de concentración de Jasenovac, pero fueron canjeadas en el último momento por prisioneros alemanes. Si no hubiese sido por ese intercambio, no estaríamos hablando aquí ahora. Después de la guerra, mi madre para sobrevivir fue traficante de tabaco de Herzegovina a Belgrado. Llevaba la mercancía en ferrocarril y saltaba del tren en marcha antes de llegar a las estaciones.

El hermano de mi madre, mi tío, también fue partisano. Artillero. Al terminar la guerra, como era joven, se quedó de juerga por ahí y tardó más días que los demás soldados en llegar a casa. Cuando por fin apareció, le cogió mi abuela y le dio una paliza. Abofeteó a todo un artillero partisano victorioso, esa era mi abuela.

Esta rama de mi familia, la materna, viene de la frontera con Montenegro, donde todo el mundo es altísimo. Como ves, yo he salido más a mi padre, soy más pequeño. Mi padre era croata. Fue el único de su pueblo, Zagorje, que se unió a los partisanos y llegó luego a coronel. En el pueblo decían de cachondeo que se fue con ellos solo porque con los antifascistas estaban las mejores tías.

Los militares en Yugoslavia, cuando se jubilaban, podían elegir donde vivir. Mi padre primero se fue a Split, pero cuando se vio a sí mismo plantando tomates en la terraza del piso, se dio cuenta de que eso no era lo que quería hacer el resto de su vida. Además, el cura de Zagorje le había pedido que por favor volviera porque no tenía ningún partisano enterrado en el cementerio. Pero hubo un motivo mucho más importante para regresar.

Mi padre bebía mucho, por eso mi madre se divorció de él. Pero en aquella época en Yugoslavia la mayoría de los militares eran alcohólicos. Yo tenía diez años y mi hermano cinco cuando se separaron. Fue una pena porque entre mis padres existía un amor muy grande; un amor que sufrió por el alcohol, pero que luego quedó confirmado por los hechos. Cuando mi madre enfermó de leucemia, la ingresaron en el hospital de Split. La segunda mujer de mi padre me contó que descubrió que por las noches se escapaba. Un día decidió seguirle para ver adónde iba y se encontró con que se pasaba toda la noche fumando enfrente de la ventana del hospital donde estaba ingresada mi madre.

Lo curioso es que, con el divorcio, del disgusto, mi padre había dejado el alcohol, pero tras la muerte de mi madre, decidió finalmente volver al pueblo, puso unos viñedos, esperó unos años a sacar el primer vino y volvió a beber. Se tomaba cerca de mil litros de vino al año. Todo lo que le daba la viña. Murió feliz en ese pueblo.

Pero el amor entre mi padre y mi madre se acabó por el alcohol. Por eso luego yo llamé así a un disco. Y tuve que añadir una explicación en el libreto para que la gente no pensase que con esas canciones les invitaba a beber, sino que tenía otro significado más sentimental.

Te echaron del conservatorio por no tener talento y ser un vago.

No creo que en las escuelas de música se exija tener mucho talento (risas), pero sí. Yo era muy vago para el solfeo. Tocaba el violín y tenía que dar demasiado solfeo. Ahora estoy notando que a mis hijas, hoy en día, también les cae muy mal el solfeo. Por eso me echaron. Luego quise matricularme en la escuela de arte, pero mi tía le dijo a mi madre que ahí solo entraban maricones, de modo que terminé en la escuela técnica. No tenía vocación, fue por un arreglo que hice con mi madre. Me matriculé ahí a cambio de que me dejase llevar el pelo largo. Los niños hacen muchos tratos de ese tipo con sus padres. La moda para mi madre en aquel momento era Jovanka Broz, y le copiaba el look como muchas mujeres en la Yugoslavia comunista. Porque la mujer de Tito era como un icono fashion en aquella época. Por supuesto, el colegio técnico se me dio muy mal y también me echaron de ahí. No entiendo cómo alguien puede acabar eso, a mí me parecía imposible.

Goran Bregovic para Jot Down 1

Trabajabas con dieciséis años.

Cuando se divorciaron mis padres, mi madre tenía que mantener toda la casa, a mi hermano y a mí. Se tuvo que ir al mar a trabajar. Yo me quedé en Sarajevo y tuve que empezar a currar muy pronto. Pero me gustaba la sensación de tener mi propio dinero y no tener que rendir cuentas ante nadie. De esta manera, con quince años empecé a tocar en una kafana (restaurante balcánico donde nunca falta música) en una estación de autobús en Konjic, un pueblo bosnio bajando hacia el mar.

¿Qué recuerdas de las movilizaciones estudiantiles de 1968, que en Yugoslavia fueron importantes?

Recuerdo todo aquello perfectamente. La tía de la que yo estaba enamorado entonces estaba enamorada del tío que llevaba las protestas. Yo iba a las manifestaciones por ella y tenía que soportar que los policías me pegasen como locos y comerme el gas que nos echaban. En aquella época tenía también una orquesta, como ahora, pero sin trompetas, porque las hacíamos con la boca. Éramos jóvenes… El caso es que iba por las noches debajo del balcón de esa chica a cantarle canciones con la orquesta y ella… nada. Estaba enamorada de este tío. Hace unos años conocí en Bruselas a uno de los líderes de las protestas de mayo del 68 en Francia, Daniel Cohn-Bendit, Dani «el Rojo», que llegó a eurodiputado. Me preguntó qué opinaba de aquella época y le contesté que me parecía el periodo más estúpido de la historia humana.

En esos años, has confesado que lo que te perdía era el LSD.

Con dieciséis o diecisiete años había dejado las kafanas para tocar en bares de striptease. Primero en Croacia y después en Italia, en Nápoles, donde se nos llevó un tío que nos vio tocar. No te puedes imaginar lo que era salir del país. Dejar el comunismo y entrar en ese Disneyland. Era incapaz de resistirme a las tentaciones. Lo que más recuerdo, fíjate, es que en ese viaje fue la primera vez que vimos pan tostado en nuestra vida. ¡Nos pusimos a comerlo como locos! También jugábamos al pinball día y noche, porque de eso tampoco había en Yugoslavia. Y luego estaba el LSD. Esos años setenta fueron los más locos de mi vida.

Allí en Nápoles, además, descubrimos a Cream. Aprendimos a tocar música de forma más libre. Por primera vez encontré algo que iba más allá del pop de estrofa-estribillo. Nos pusimos a tocar esa nueva música inmediatamente. Supongo que por eso y por el LSD nos echaron del bar. Nos quedamos sin dinero y tuvimos que llamar a nuestros padres para que nos rescataran. Le prometí a mi madre que dejaba la música y que iba a estudiar. Fueron cuatro años en los que no toqué nada, fui al instituto y llegué a la universidad. Pero en la facultad en el último año nos juntarnos otra vez la pandilla de amigos que nos habíamos escapado a Italia, volvimos a tocar y nos pusimos de nombre Bijelo Dugme (botón blanco) y no terminé la carrera, me convertí en una estrella en cuestión de días.

Sarajevo en los años setenta era una ciudad con una vida cultural alucinante.

Se tocaba mucho, pero sobre todo se recitaba mucha poesía. A los recitales de poesía que se hacían por las noches iban miles de personas, eran como conciertos de rock. Había una generación fantástica de poetas, de Dusko Trifunovic o Rajko Nogo al famoso Radovan Karadzic. Durante la guerra, me encontré con Karadzic en Belgrado, entonces él era el presidente de los serbios de Bosnia y poco tiempo después el criminal más buscado por La Haya. Yo le conocía como poeta. Ya sabes cómo es alguna gente, bajo condiciones buenas, sacan lo mejor de sí; bajo las malas…

Karadzic podría ser ahora el psiquiatra que escribía poesía si no hubiese sido por la guerra. Igual que muchos de mis profesores de la universidad. Si no fuese por la guerra podrían tener unas vidas normales, en todos los bandos, en el serbio, el croata y el musulmán. Pero cuando empezaron los enfrentamientos y la guerra, todos intentaron ajustarse a esas nuevas condiciones y unos estuvieron a la altura y otros no.

En aquel Sarajevo, yo tocaba en muchos grupos, pero como era un chico de la periferia, siempre estaba con grupos de la periferia. A los diecisiete años empezaron a ficharme grupos buenos del centro y me mudé al corazón de la ciudad. Siempre ha existido una separación entre centro y periferia; una separación mucho mayor y más importante que la que pudiera haber entre diferentes tribus urbanas.

Te interesaba el socialismo, aunque fuera en un sentido kitsch.

Era tan exagerado que me tenía que gustar. Me vestía con un abrigo alemán de cuero largo, por debajo de la rodilla, como el de Tito. Con ese abrigo me sentía tan importante como un monumento. La verdad es que las simplificaciones me dan miedo, pero dentro de la estética socialista se difundía un gran ideal, teníamos unas metas más importantes que las pequeñas tragedias personales. Era ambicioso, pero me parecía que tenía sentido en un país como el nuestro donde las cosas siempre solo podían ir a peor. Ese periodo del comunismo y Tito para mí es el mejor periodo que conocemos de nuestra historia.

Goran Bregovic para Jot Down 2

¿Qué opinas de Tito?

En la historia no se dan casos en que los grandes políticos vengan de los países que no tienen fuerza o no son tan poderosos como puedan serlo, por ejemplo, Rusia o Alemania. Porque la política es fuerza, en diferentes formas, pero fuerza. Y Tito fue el primero en la historia que no tuvo ninguna fuerza detrás, pero llegó a ser muy importante en el mundo. Figúrate que Nikita Kruschev, el sucesor de Stalin, antes de entrar en Budapest con su ejército, atravesó en avión una tormenta y aterrizó en Brioni para ver a Tito y que le diera permiso. Cuando murió Tito, yo estaba en Suiza y la televisión dio su entierro todo el día. Como político era extraordinariamente talentoso. Pienso que a lo mejor perdió la oportunidad de introducirnos en la democracia con menos dolor, pero es evidente que él sabía más de nosotros que nosotros mismos. Puede que simplemente no se atreviera a hacer nada porque sabía con qué jauría tenía que lidiar. De hecho, todo esto luego se confirmó.

Tito llamó a tu grupo, a Bijelo Dugme, para que tocaseis para él.

En el 75, el nieto de Tito estaba siempre cantando una canción de Bijelo Dugme, «Tako ti je mala moja kad ljubi Bosanac». Como no paraba de cantarla, Tito pidió que le trajera a ese grupo para escucharlo él. El sitio elegido fue el Teatro Nacional de Zagreb, en Croacia. Pero la actuación duró solo unos segundos porque rápidamente Tito se llevó la mano al oído indicando que eso era demasiado alto para él. Así que nos sacaron en el acto del escenario. Creo que es el récord mundial del concierto más corto.

Llegasteis a grabar en Estados Unidos.

A los Estados Unidos íbamos porque la discográfica ganaba tanto dinero que nos inventábamos motivos para hacer viajes de placer. Fuimos por capricho puro a grabar en el mejor estudio americano. Nos criticaron mucho, pero como siempre nos estaban criticando… Éramos demasiado grandes para que todos pudieran querernos, pero esto es normal en un país pequeño.

Pero un día decidisteis iros a hacer trabajos comunitarios.

Creo que lo necesitábamos como grupo, porque estábamos demasiado locos, todo era lujo, y teníamos que bajar un poco a la tierra. Así que decidimos irnos a hacer trabajos comunitarios y, ciertamente, no nos vino mal estar un mes durmiendo en barracones. Estuvimos construyendo una carretera. Nos hicimos heridas en las manos y no tocamos música para nada. El rock and roll era demasiado, queríamos tranquilizarnos un poco. Echar el ancla. Dormir en ese sitio y comer con todos los obreros de una cazuela enorme, estar con las chicas que no se depilan las piernas ni los sobacos. Volver a unas coordenadas normales, para no olvidar de dónde vienes.

El concierto de despedida antes de que te fueras a la mili reunió a setenta mil personas.

Pensaba que tenía que organizar algo grande antes de irme al ejército. Afortunadamente, solo tuve que estar un año porque había pasado por la universidad, pero normalmente se iban dos. Fue una experiencia surrealista. Pero allí te encuentras o ves lo que es realmente tu país. Me enviaron a Nis, durmiendo en una habitación con ciento tres personas. Imagina lo que era eso. En cada momento, por lo menos, veinte estaban haciéndose pajas. ¿Qué veinte? ¡Cuarenta mínimo! Por no hablar de lo demás, tenías que acostumbrarte a otro modo de vida. Ay, esa masa, que es tan fácil dirigirla, estando ahí te das cuenta de lo sencillo que es luego mandarlos a la guerra. Esa gente, que considera que sabe leer y escribir, pero en realidad son tan incultos que no cuesta nada llevarlos a la muerte.

En el cuartel éramos mil ochocientos soldados. Teníamos una biblioteca de la que habían robado todo, menos Marx, Lenin y Tito (risas) algo de Dostoievski y a los escritores latinoamericanos, que todavía no eran famosos y nadie quería llevárselos. Así que de esa manera pasé el tiempo, leyendo esos libros. Dostoievski, que no leería en mi vida normal, pero como no había otra cosa… y los sudamericanos.

Luego me sentía muy mal viendo a los albaneses solos y aislados en sus pandillas, ya que nadie de nosotros hablaba su idioma. Esto me motivó, o sentí la necesidad de hacer una canción en albanés. Utilicé unas frases y palabras que ellos solían cantar y la compuse. Gracias a este gesto, años después siempre tuve el burek gratis en una de las mejores pastelerías de Zagreb. Ya sabes que las mejores panaderías y pastelerías de Yugoslavia eran las de los albaneses.

¿No tuviste problemas en el ejército por ser quien eras?

Querían que tocase y yo no quería. Al final tuve que organizar un coro, pero lo hice mixto. Mezclado con las chicas del instituto y los soldados. Era muy simpático porque cada semana venían al cuartel treinta chicas, era genial para la tropa. Duró tres meses, hasta que un oficial empezó a maltratarme preguntándome con quién me juntaba cuando estaba en Londres, todo para joderme porque era rockero y estaba grabando mucho fuera del país. Recuerdo también a un director de cine que se negó a jurar bandera y toda la vida tuvo problemas por eso. Además, estando yo en la mili, se murió mi madre, con mi hermano también en el ejército. En general, no fue el periodo favorito de mi vida.

Goran Bregovic para Jot Down 3

No estaban mal los impuestos que pagabas en Yugoslavia.

Tuve que registrar la empresa de explotación de Bijelo Dugme en Eslovenia, porque en Bosnia pagaba un 90% de impuestos. En cualquier caso, fuimos los primeros que demostramos que era posible vivir del rock and roll. Antes de nosotros a nadie se le hubiese pasado por la cabeza. Todos tocaban rock por las chicas, luego terminaban la facultad y trabajaban en puestos de trabajo normales. Pero el arte, en el comunismo, era una motivación muy grande. Por rechazo al régimen o por otros motivos, pero cuando cayó el comunismo, toda esta escena desapareció con él. Los artistas todavía están buscando un motivo para hacer música o arte en general. Por eso me gusta mucho lo que llega de China, donde también hay esa rebeldía hacia el sistema.

Nosotros siempre andábamos bordeando esa fina línea de lo que estaba permitido y lo que no, y los que la cruzaban lo pasaban fatal. A mí me faltó poco en el último LP, porque ya podía sentir el olor de la guerra. Quise que la portada del disco me la hiciera Misa Popovic, un artista prohibido en Yugoslavia, quería una foto suya en la que salía gente durmiendo en un parque con el diario Politika en la cabeza, y también quise grabar con los niños del orfanato de Sarajevo. Pero la policía terminó hablando con mi mánager y Misa Popovic me dijo: «Hijo, meterte en esto no lo necesitas en la vida». Hoy, desde esta perspectiva, todo parece muy gracioso, pero en esa época era como cuando un perro mea su territorio, estás dejando como unas huellas detrás de ti para que los otros te puedan seguir.

También tuve problemas por juntar dos canciones nacionalistas prohibidas serbias y croatas. Las grabé en Grecia, sin ninguna connotación, de hecho como canción suena muy bien y muy natural. La música es la primera forma que tuvieron los hombres de comunicarse. No es casual que la música perteneciese antes a la religión que a las lenguas. La música no tiene esos problemas de ideología que tenemos nosotros. Si hablas bien esa lengua que se llama música te puedes entender con todos.

¿Cómo era el modo de vida de rock stars en un país comunista?

La policía siempre estaba detrás de nosotros. Siempre. Sobre todo por las drogas. Por eso le impuse a mi grupo la norma de que nunca podían estar con chicas menores y tener drogas porque siempre iba a andar la policía encima. Pero cuando me fui al ejército les pillaron con droga y entonces mi batería terminó tres años en la cárcel de Zenica. Nunca se recuperó de esa experiencia. Imagina, si en el comunismo la calle era la cárcel, hazte una idea de cómo eran las cárceles del comunismo. Se suicidó años después. No pudo superarlo.

Al final fuiste aparcando Bijelo Dugme. Dijiste que si no llega a ser por la guerra desde los noventa habrías hecho vida de jubilado.

Como te he comentado, siempre tuve el problema de los impuestos, me parecía ridículo trabajar por el 10% de lo que generaba. Me puse a sacar discos cada dos o tres años y, mientras tanto, hacía alpinismo, crucé el océano navegando, fui presidente de un club de boxeo, hacía joyas… Pero cada dos o tres años tenía que disfrazarme de guitarrista guapo. Para mí era como una obligación, por eso ahora disfruto tanto de lo que tengo. Siempre he mirado a Pink Floyd como una carrera ideal, que no sabes cómo son en realidad, les ves en el escenario con sus camisas blancas y luego por la calle no los reconocerías.

Y la guerra, aunque sea algo terrible, al final la entiendes como un estado natural de la humanidad. Pasan los siglos y todo se derrumba y reconstruye una y otra vez. Es una forma terrible que tiene la civilización de avanzar. Yo, por suerte, cuando estalló la guerra en Yugoslavia, estaba en París; la guerra empezó cuando estaba editando la banda sonora de Arizona Dream. Sarajevo estaba bloqueada, incluso si hubiera querido no habría podido volver ahí. Sin embargo, desde entonces, aunque fuese a la fuerza, mi carrera se vio renovada y relanzada por otros caminos.

¿Qué opinas del actual auge del nacionalismo en Europa?

En los temas de nacionalismo hay cosas que no se pueden explicar. Los alemanes son uno de los pueblos más educados y cultos del mundo, pero pasaron por su periodo de Hitler. Eso es lo terrible, porque lo lógico sería que solo los ignorantes cayeran en esas trampas, en los sentimientos de odio y chovinismo. Por otro lado, la democracia también tiene sus peligros. Uno de los más grandes filósofos, Aristóteles, estaba más por la dictadura ilustrada.

El problema con la humanidad es que avanza en todos los sentidos menos en el político. El último pensamiento político fresco es el de Karl Marx. Desde el siglo XIX la humanidad se ha desarrollado mucho, pero la política no se ha movido ni un ápice. Se enseña que el capitalismo es vital, pero si analizas ese sistema desde el punto de vista humano, deberían prohibirlo punto por punto y, por desgracia, es lo único que funciona.

La suerte es que el mundo está lleno de bombas atómicas porque si no, desde hace mucho tiempo, habría estallado ya una nueva guerra mundial. Hay un ciclo, como dijo Marx, en el que el capitalismo se pone su propia soga al cuello y ese ciclo hace mucho tiempo que ha llegado a su fin. Deberíamos derrumbarlo y construirlo otra vez. Porque en la naturaleza del capitalismo está la guerra y solo las bombas atómicas nos están salvando de que estalle. Y cuando los musulmanes también la tengan, espero que las guerras pequeñas también paren. A lo mejor ahí está la clave de la humanidad, en que todos nos armemos de bombas atómicas y podamos vivir en paz.

Es muy difícil encontrar una fórmula para manejar la humanidad, que es tan horrorosa y está formada por tipos de gente tan diferentes.

Dices que sigues sintiéndote ciudadano yugoslavo, pero como una emoción, no como algo político.

Yugoslavia era un territorio y una emoción y hoy en día sigue significando eso. Por eso ya no escribo textos en el idioma de Yugoslavia, porque ya no existe. Escribo en romaní, que es el único idioma que se sigue hablando en todos los territorios que formaban Yugoslavia. Al menos no tiene esos problemas que tienen el idioma serbio, el croata, el bosnio y el montenegrino, que están trabajando día a día para diferenciarse entre sí en lugar de potenciar lo que tienen en común.

Goran Bregovic para Jot Down 4

El cine de Kusturica sirvió para que tu trabajo se conociera en todo el mundo, pero luego rompisteis. ¿Qué fue lo mejor y lo peor de tu relación con él?

No existe nada malo. Pero diez años son muchos años, ahora cuando lo pienso me doy cuenta de que fue demasiado tiempo. El cine es un ambiente tan histérico que una amistad de esa duración es casi una eternidad. No se mantienen ni los matrimonios, menos las amistades tan cercanas como la nuestra. Después de la grabación de Underground fue suficiente para él y para mí.

Underground la produjo un alemán. Un día me senté con él a repasar todas las películas que se hicieron en Yugoslavia, porque este productor quería hacer una retrospectiva de la cinematografía yugoslava, y vi todo lo que se hizo. Hasta las películas porno de antes de la guerra. Y en todo ello solo hay un par de películas que destacan: las de Kusturica. Él es una gran excepción en una gran nada. Hizo la mejor fotografía, la mejor edición, la mejor escenografía… Fue el mejor de todos los que estudiaron con él en Praga.

Pero Underground fue una película catárquica. La temática, de lo que iba realmente, era lo que estaba pasando entonces. Hablaba del momento actual del país. Era todo tan histérico que tenía que acabar. Yo estaba harto del equipo que formamos y ellos hartos de mí. Kusturica necesitaba un cambio, pero nosotros también.

Cuando Kusturica ganó su primera Palma de Oro en Cannes, se quedó en su casa cambiando el parqué. ¿Qué significado tenía eso?

No quería ir a Cannes para que en Sarajevo dijeran «mira este…», que le acusaran de convertirse en un pijo que ahora iba caminando de esmoquin sobre la alfombra roja. Sacar cojones así en una ciudad pequeña no se hacía. El era de Sarajevo y sabía ser de Sarajevo. Cannes es también un pueblo pequeño, pero bueno.

Dices que el alcohol no se puede separar de la cultura balcánica.

Cada cultura va con alguna droga. Desde en India, que usan opiáceos que te bajan el ánimo, pasando por la cocaína en Latinoamérica que te lo sube, hasta nuestra rakija (licor de frutas) que llevamos mil años bebiéndola y seguro que ya tenemos algún daño en el cerebro por ese alcohol.

Mi álbum Alkohol no fue nada premeditado y planificado. Surgió cuando estaba tocando en el Festival de la Trompeta de Guca, en Serbia. No quise hacer un concierto habitual y nos pusimos a tocar cosas más especiales, como algo de Bijelo Dugme, canciones que había escrito para Grecia o Turquía, también material que tocábamos en el backstage para nosotros, todo al margen de lo profesional de ese momento.

Y en los contratos que firmo siempre figura que tiene que haber alcohol en el escenario, el único lugar donde bebo. Fuera no porque soy hijo de un alcohólico. El caso es que en Guca me animé y me puse a darle dinero a mis músicos sobre el escenario. A veces lo hago, siempre sube la atmósfera. Luego cuando vi el vídeo me di cuenta de que repartí un montón de pasta, el alcohol me sentaba muy bien esos días, y también de que debería sacar ese material como un álbum.

Y la segunda parte del disco quisiste que fuera un homenaje al pueblo romaní.

La segunda parte del álbum iba a ser un concierto de violines que me habían encargado de la Unión de Filarmónicas Europeas. El concierto iba sobre los tres textos sagrados. Sabes que hay tres formas de tocar el violín, la clásica, como los católicos, la forma en la que lo tocan los judíos y el estilo oriental, como lo tocan los musulmanes. La orquesta en ese momento tenía a un búlgaro que era capaz de tocar de las tres maneras, pero luego cuando entré en el estudio pensé: ¿quién coño bebería con esto? Yo seguro que no.

Justo en ese momento surgieron los problemas con los gitanos de toda Europa, les estaban echando de todas partes. Y pensé que esa segunda parte del disco podría servir para recordarnos que los gitanos no son personas que deban ser expulsadas de ningún lado, sino un pueblo que ha dejado un sello en la cultura allá donde haya estado. Ya era hora de que Europa reconociera el peso cultural de los romaníes, empezando por ejemplo por Charles Chaplin. Imagina que los franceses hubiesen echado a todos los gitanos que huían de Franco. ¿Podrían presumir ahora de tener a los Gypsy Kings? ¡Y una polla!

Llamé a los romaníes que conocía, a los que considero que tienen algo especial, y por eso la segunda parte del álbum se llama Champagne para los gypsies.

Y recorriste las cocinas de los romaníes de toda Europa.

Sí, porque la experiencia con los gitanos es que es mejor no meterlos en el estudio. Incluso en mi orquesta, que se convirtió en una orquesta profesional, en el estudio están a mitad de ánimo. Cuando más se motivan es cuando ven a mujeres bailando mientras ellos tocan. Con la música balcánica no es como en una discoteca que se baila con una coreografía o una rutina, que cada chica la ha ensayado delante de su espejo antes de irse a la discoteca, aquí el rollo es que todo el mundo es sexy mientras baila. No sé por qué, pero es así.

En general, he tenido muchos problemas trabajando con ellos. En Underground tuvimos suerte porque los que hacían la película sabían cómo iba el tema. Un viernes, la orquesta dijo que había una boda y que se piraban. Pero les habían cogido el pasaporte al firmar el contrato y con eso salvaron el rodaje.

A mí me pasaron cosas así un par de veces. Con mi trompeta de Nis, por ejemplo, cuando estábamos yendo a hacer la ópera Karmen y él tenía el papel principal, porque era guapo y alto, no se presentó en el aeropuerto. Al hacer la escala en París me llamó por teléfono y me dijo que tenía problemas con su mujer, una discusión. Y en ese sistema de valores, si tienes un estreno y hay una discusión con tu mujer, es más importante resolver el problema con la mujer. El otro trompetista que tenía tuvo que preparar el papel en el avión.

Otra vez pasé por una situación en la que uno quería irse a casa, pero quedaban tres días para volver. Se empeñó en que justo ese día se tenía que marchar, intenté convencerle de que solo quedaban tres para volver, pero cogió el instrumento, lo estampó contra la pared y se fue. Ellos son cowboys. A cada uno de nosotros nos gustaría alguna vez estar así de libre.

Goran Bregovic para Jot Down

Trabajaste con el gran Saban Bajramovic, el rey de los gitanos.

Lo último que grabó Saban antes de morir fue en mi disco. Sufría una especie de derrames cerebrales y tenía dificultad a la hora de memorizar cosas. Entonces su hija, que iba al conservatorio, intentaba ayudarle a recordar mientras grababan. Luego Saban escribió la canción «Ema con dos pistolas» en homenaje a la caña que le metió para que no se le olvidara el texto.

Yo también escribo en romaní, pero mis canciones no son como las suyas, que tienen la temática gitana auténtica. Las mías solo tienen el idioma. Las de Saban hablan de la verdadera vida de los romaníes, de que la mujer se le pone enferma y tienen que vender un niño para poder pagar el hospital. Los temas difíciles de esta gente.

Es una pena que Saban sea tan poco conocido fuera de Serbia y los Balcanes.

Eso es normal porque viene de un sitio que es muy pequeño. Lo raro es que eso no me haya pasado a mí también, que soy un compositor de una cultura tan pequeña. Si compras un libro de la historia de los compositores no hay ningún yugoslavo, así que lo mío sí que es un milagro.

¿Por qué es tan importante la trompeta y los metales en general en la música balcánica?

Los trompetitas balcánicos tienen una historia similar a los del jazz. Los negros se llevaban las trompetas de las bandas militares a casa y así empezó el jazz. Pues lo mismo que los negros, los gitanos. Les daban a ellos las trompetas porque en una tarde aprendían a tocarlas. Y los gitanos empezaban como los trompetistas en el ejército porque en esa época no había colegios de música. Una vez formados, pasaron a tocar en las bodas.

Ahora, la mayoría de la música de los gitanos ha terminado en las kafanas, que es un triste final para la música. No obstante, la música que es con trompetas de los gitanos ha sobrevivido, porque nunca podrá entrar en una kafana.

¿Porque los instrumentos son muy grandes?

No, porque tienen que escupir y nadie normal puede comer con diez gitanos escupiendo alrededor de la mesa. Gracias a eso se quedó fuera de ese destino. Creo que con el flamenco ocurre algo parecido. Una vez en Barcelona, un mánager me llevó a escuchar flamenco a su barrio. Era un local muy pequeño. Era la primera vez que escuchaba flamenco en directo y fue como sexo salvaje. Era tan bueno. No recuerdo que me hayan dado nunca una dosis de música tan buena como en ese bar de veinte mesas. Ni siquiera tenían escenario, estaban por todo el bar y le daban a todo lo que encontraban… mesas, sillas. Espero que los del flamenco también empiecen a escupir para que su música no quede confinada en sus kafanas.

También trabajaste con Iggy Pop, el padrino del punk.

Hay muchos de esos personajes a los que yo les pediría un autógrafo en el aeropuerto si los viera con los que luego he tenido la oportunidad de trabajar. Porque yo no soy una estrella que va por ahí rodeada de mánagers. Para hacer algo juntos solo hay que hablar conmigo, es fácil. Cuando hacían la audición de Arizona Dream, que se publicó en el New Yorker, Iggy vino, se puso en la cabeza una calabaza y cantó «God bless America» y todos empezaron a decir que deberíamos grabar algo juntos. Le mandé tres canciones mías de Bijelo Dugme con la traducción de las letras y él me llamó al día siguiente. Me dijo que estaba tomando café en East Village, donde siempre lo toma, sabía que un camarero era serbio, le preguntó por mí y le dijo que Bregovic era un dios. Iggy me dijo entonces: si el camarero piensa que tú eres Dios, vamos a trabajar juntos. En esa época él estaba limpio. No quería ir a ningún estudio donde estuvieran fumando porros y terminamos en los de Philip Glass, donde nadie se droga.

Y con Eric Clapton.

Volvamos al bar de striptease, cuando Cream cambió nuestros conceptos sobre la forma de tocar música. Entonces yo pensaba que Clapton era el personaje más importante en mi vida. Si no hubiese sido por él y Cream, seguiría tocando en locales de striptease, donde las mujeres son guapas, te dan buen dinero y la vida es confortable, pero un día te levantas por la mañana con setenta años y sigues en el bar de striptease.

Pues hace no mucho, los que hacían mi página web, me dijeron que un tío de nombre Eric Clapton había llamado y que quería verme. Les dije: llamadle a ver quién es y, efectivamente, era él. Iba a Belgrado y quería ver si yo estaba por ahí en ese momento. Nos encontramos en el backstage de su concierto y, por supuesto, nunca le dije que era la persona más importante de mi vida, porque eso lo hacen las chicas, yo no, pero fue realmente muy emocionante.

Me dijo que Scorsese le había pasado mi primer disco y que desde entonces siempre los compraba. Nunca se me ocurrió que alguien como él pudiese escuchar nuestra música. Me preguntó si nos podíamos ver al día siguiente, antes de coger el avión, a tomar un café. Vino a mi estudio antes de ir al aeropuerto y no les dije a mis asistentes que iba a aparecer, se quedaron todos alucinando cuando lo vieron. Me cantó algunas canciones mías. Creo que a cada uno de nosotros algún día se nos cierran las elipsis, ese deseo que guardas desde hace tantos años al final se resuelve de alguna manera.

Mejor fue lo que me pasó con Ernesto Sábato. Cuando toqué por primera vez en Buenos Aires, me dijeron en el hotel antes de entrar que tenía una carta. La abrí y decía: «Muchas veces su música me ayudó en momentos de depresión, soy demasiado viejo para ir a su concierto, pero le deseo toda la felicidad en la vida. Firmado: Ernesto Sábato». Y dentro estaba el libro Alejandra, que precisamente era uno de los libros que robé del cuartel del ejército donde hice la mili, de los pocos que habían quedado en esa biblioteca porque entonces nadie lo conocía.

Le escribí una carta explicándole lo de la mili, cómo encontré su libro, que era una biblioteca enorme donde solo quedaban un par de libros que nadie quería robar. Después de eso le presté ese libro a mucha gente y luego se quedó en mi biblioteca personal. Pero cuando empezó la guerra, desapareció todo de mi casa de Sarajevo, incluidos los libros. Entonces ya no me veía con ganas para empezar una segunda biblioteca, pero con esa carta me entraron fuerzas, fue como una señal. Todo se puede volver a empezar por segunda vez.

Goran Bregovic para Jot Down 5

Fotografía: Guadalupe de la Vallina

Escribir en la cama

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Mark Twain escribiendo en la cama. Foto: Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos (DP)

Mark Twain escribiendo en la cama. Foto: Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos (DP)

La poesía se hace en la cama como el amor. (André Breton)

Tranquilos, tiene nombre, y cuando una enfermedad tiene nombre y no es pura ociosidad y pereza, uno descansa más tranquilo. Se llama clinofilia y es «un término utilizado en medicina (especialmente en psiquiatría y psicología) para designar la tendencia de un paciente a permanecer tumbado sin que exista una enfermedad orgánica que lo justifique». Exacto: permanecer tumbado sin ninguna enfermedad que lo justifique, es decir, sin excusas. Aprendí lo que es la clinofilia leyendo ¡Oh, soledad!, de Catherine Millot (Ned Ediciones).

Creía que leyéndolo profundizaría más en la soledad como opción, como mujer que elige, como mujer creadora que se procura la soledad. Y sí, por supuesto, pero di con otro tema que también me interesaba, como esos personajes secundarios de las novelas que uno desarrollaría más, le daría un papel protagonista. La clinofilia es propia de pacientes depresivos y esquizofrénicos, pero también de escritores.

El buen mal del escritor

Catherine Millot es clinofílica, y como buena clinofílica que no necesita excusarse, busca cómplices, y qué cómplices, ahí están Proust, Onetti o Aleixandre para servirle. Sí, desde luego, la enfermedad de estar tumbado afecta a pacientes depresivos y esquizofrénicos, y también a escritores —y todas las combinaciones de estos tres grupos de riesgo.

¿Y qué decir de aquéllos a quienes les gusta guardar cama? No hablemos de la tía Leoncia, hipocondríaca, levemente paranoica, atendida por Francisca, y modelo atávico del Narrador de La búsqueda. El propio Proust escribía en la cama, eximido por la enfermedad de la posición sentada o en pie. (Catherine Millot)

Así es como empiezo a ver que tengo un tema: el tema de la relación estrecha que hay entre la cama y la escritura. Así es, así es la clinofilia, no es que los escritores sean unos vagos. Porque, según Martín Gaite en El cuento de nunca acabar, en el texto de Las torres de marfil quebradas, hay cierta relación entre el que quiere dormir y el que necesita volcar sus pensamientos sobre papel: hay algo de espera y hay impaciencia y hay cierto desasosiego. Porque el insomnio y el bloqueo también tienen algo que ver, el sueño y la escritura están íntimamente ligados —y todo, por supuesto, velado por el instrumento importante que nos ocupa: la cama.

Pero una afinidad encuentro, sin embargo, entre la situación del individuo que desea con impaciente afán dormirse y la del que —acuciado por tantas cosas confusas e inexpresables— se consume por soltarlas de golpe garabateando un papel. En ambos casos estorba la impaciencia como obstáculo irreconciliable con el objetivo a alcanzar, y en eso reside el parecido de las situaciones. Es decir, se requiere una previa plataforma de sosiego, sin partir de la cual no conseguiremos, ni en un caso ni en otro, nada más que dejarnos engañar repetidamente por nuestro propio desordenado deseo. (Carmen Martín Gaite)

¿Qué fue antes: la escritura o la clinofilia?

Los clinofílicos son muchos y muy variados. Por ejemplo, Clarice Lispector parece invertir el orden: no disfrutaba de la cama mientras escribía, sino que fue la lectura de El lobo estepario quien le provocó una fiebre, y esa fiebre, la escritura, y en la cama, por supuesto, ya que estaba enferma: «Lo leí a los trece años. Me volví medio loca, me entró una fiebre terrible, y empecé a escribir. Escribí un cuento que nunca se acababa y que yo no sabía muy bien cómo hacer, entonces lo rompí y lo tiré». A partir de entonces, ya estaba herida, y con ella, sus personajes.

En el cuento «Devaneo y embriaguez de una muchacha», la protagonista se queda en cama sin saber cuál es el motivo, porque antes de la clinofilia, los cameros necesitan buscar una excusa. Se queda en la cama, pues, y reflexiona, porque la posición de estar tumbado facilita la reflexión. Pero en un momento, la muchacha se pone de pie, y al levantarse casi con rabia, se siente débil y se dice: «¡Oh, mujer, mira que si de verdad enfermas!»

Ella todavía estaba en la cama, tranquila, improvisada. Ella amaba… Estaba amando previamente al hombre que un día iba a amar. Quién sabe, eso a veces sucedía, y sin culpas ni dolores para ninguno de los dos. Allí estaba en la cama, pensando, pensando, casi riendo como ante un folletín. Pensando, pensando. ¿En qué? No lo sabía. Y así se dejó estar.

De un momento a otro, con rabia, se puso de pie. Pero en la flaqueza del primer instante parecía loca y delicada en la habitación que daba vueltas, daba vueltas hasta que ella consiguió a ciegas acostarse otra vez en la cama, sorprendida de que tal vez fuera verdad. « ¡Oh, mujer, mira que si de verdad enfermas!», se dijo, desconfiada. Se llevó la mano a la frente para ver si tenía fiebre. (Clarice Lispector)

Clarice busca en su cuerpo con la escritura lo mismo que busca cuando se tumba, permanece estirada sin saber qué ocurre. Esa incógnita vale para desentrañar lo que hay en su yo interior y también vale para acercarse a la enfermedad: no sabe qué pasa, por eso escribe, y por eso se tumba: podría ser fiebre, podría no ser nada. Precisamente esa fiebre podría tener mucho que ver con la escritura, y la falta de fiebre también, y la cura de esa fiebre también: la escritura es exactamente esa fiebre de la que uno reposa en la cama —antes, durante y después.

Escribir puede enloquecer a las personas.  Deben llevar una vida apacible, holgada, burguesa. Si no, enloquecen. (Clarice Lispector)

No sabría decir si para la escritura necesitan la cama, o ya desde la cama necesitan la escritura. En cualquier caso, es una situación ideal de espera y recibimiento, y la literatura también tiene algo de eso. A muchos artistas no les queda otro remedio que crear desde el lecho, como por ejemplo la enferma permanente Frida Kahlo, pero también los hay que lo eligen. Rossellini ilustra en una película cómo la cama es propia al pensamiento, y se apoya en Pascal y Descartes. A Pascal le aligera su pensamiento la propia enfermedad, que lo tiene al margen, alejado de la vida pública, sin infectar. Descartes no está enfermo, pero se enfada si le interrumpe su sirvienta, porque es ahí, en su aislamiento, un aislamiento que le permite la cama, donde está, aunque no lo parezca, trabajando.

No salir de casa corresponde al ejercicio de una libertad. ¿Es por eso que está tan mal visto? Se sospecha del refractario, de aquel o aquella que se sustrae a la ley de reclutamiento, a la ley común. I would prefer not to…, como decía el Bartleby de Melville. No salir de casa es un poco una secesión, como no poner más la televisión. (Catherine Millot)

La cama hizo al poeta

No solo la poesía se hace en la cama, como el amor, sino que la cama hizo también al poeta. Soseki no era poeta, pero descubrió gracias a una hospitalización el placer de estar en la cama, ese lugar de reposo que te impide mezclarte con la vida activa y te obliga a la meditación. Con cuarenta y cuatro años empezó a escribir haikus que, de otro modo, no habrían existido. En japonés se llama fûryû a escapar de la imposición cotidiana, a cierta paz interior, y eso fue lo que sintió Soseki cuando lo apartaron del mundo —y casi de la vida— y se quedó en la cama. El nuevo poeta observaba la vida desde su ventana, y era una vida intacta, y él mismo estaba intacto como persona, porque estaba impedido. Aunque en principio pueda parecer una situación algo asfixiante, el que es propenso a la clinofilia ve una oportunidad: la de no necesitar ninguna excusa para quedarse en la cama y disfrutar.

Proust, Pascal, Descartes, Soseki, Onetti, Aleixandre, Wilde, Twain, Unamuno y Valle-Inclán (que recibían a los amigos en la cama), Simic… Catherine Millot. Todos necesitaban de la cama, con nombre para esa necesidad que sentían o no, por un motivo superior: por comodidad algunos, de acuerdo, pero también por alejarse de las obligaciones sociales, para poder dedicarse a ellos mismos. Algunos necesitan irse a otro lugar, y a otros les basta con recluirse en su cuarto y revolver todos sus papeles en la cama, extenderlos ampliamente y observarlos para empezar a trabajar. Barthes, que no pasaba su tiempo en la cama sino en su silla del escritorio, acondiciona la soledad: cómo controlar la vida en comunidad, cómo relacionarse y cómo aislarse —cómo vivir juntos. La clinofilia no necesita tampoco un nombre, porque hasta ahora el escritor cambiaba el respaldo por los cojines sin preguntarse las razones: es simplemente que, como el amor, hacen la poesía en la cama.

Editar en tiempos revueltos: Varasek ediciones, «Poesía, viajes y rock and roll»

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La vida no es un valle de lágrimas. No tiene por qué serlo. De hecho, puede ser divertida, muy divertida, y seguir siendo interesante e intelectualmente atractivo el que así se la toma. Pues claro. Tomen nota de esto: lo triste no vende y agria el carácter, repele. No se tomen muy en serio a ustedes mismos, sonrían, hagan cosas, pásenlo bien, escuchen rock ‘n’ roll. Es la síntesis del espíritu de Varasek, con toda probabilidad la editorial menos convencional —sin duda la más atípica— de las que han pasado por aquí hasta la fecha.

Gonzalo, Enrique y Antonio —falta Beatriz hoy— nos reciben en las oficinas de la agencia de viajes que les da para vivir y para hacer libros. Barrio de La Latina, calle de la Ruda, Madrid. Dentro cámara.

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Poesía, viajes y rock and roll. Cómo no quereros.

Antonio: Son las cosas que nos gustan: los libros, viajar y el rock and roll. De ahí surgió el proyecto. La editorial como tal es más reciente, pero nosotros llevamos ya cerca de treinta años metidos en proyectos culturales alternativos, desde bandas de rock, o yo mismo o Enrique, que escribimos poesía y también narrativa.

¿Cómo llegáis a reuniros?

Antonio: Gonzalo y yo somos hermanos. Bea es mi mujer, y Enrique y yo nos conocemos desde el año 93; pertenecíamos a la misma panda literaria del Círculo de Bellas Artes, en la que como sabes estaban también Andrés Fisher, Ana Merino, Benito del Pliego

En aquella época, en realidad, lo que nos unía eran las motos. Viajábamos por carreteras secundarias, dormíamos en cualquier parte. Todo era influencia de lo que habíamos leído, sobre todo la generación beat. Te estoy hablando ahora de los años setenta en España.

Gonzalo: Pero yo creo que es un tema de inmadurez, fundamentalmente. El estar siempre soñando. ¿Por qué te gusta viajar? ¿Por qué te vas con la moto de acampada? Es como un juego. Y la literatura, al menos para mí, también es eso. Ha sido siempre una forma de diversión, de acabar metiéndome en otros mundos; cuando estoy en mi casa en Madrid a lo mejor estoy también leyendo sobre el Amazonas, o he llegado a un poemario que me lleva a otro lugar. Montar la editorial, en este sentido, era convertirnos en creadores de ese propio juego. Buscar historias que a nosotros nos hacen soñar, disfrutar como niños, ponerlas al alcance de otra gente.

Y el rock igual, al final es otra forma de escape, una música que te lleva a romper las barreras establecidas, una suerte de contracultura con relación a tu existencia más sedentaria.

¿Cuáles son esas primeras influencias? ¿Cómo lo recordáis?

Antonio: En la biblioteca de mi padre siempre había algo que se salía de lo normal. Había poesía, algo de la generación del 27, que era lo más avanzado que se podía leer aquí en aquel momento, también cosas de los años cincuenta. Pero para mí el referente clarísimo es cuando me voy fuera, cuando me mandan a Inglaterra a estudiar. Me encuentro con una cultura que me deja completamente pegado, música bailable que además es inteligente, un tipo de cine que me gustaba muchísimo, el cine negro, el noir francés. Una estética bastante agresiva, chulesca, y, al mismo tiempo, muy elegante. Todo eso me ocurre cuando yo tengo diecisiete años, cuando aquí Madrid era tan gris, se estaba escuchando algo de Bob Dylan… Hablo del año 77, justo cuando la explosión punk. Todos los libros de viajes que yo había leído —Conrad, Stevenson…— se juntan de pronto con los beats. Fue un mazazo para mí. Empiezo a leer algo completamente diferente, autores más complicados, como Willam Blake, al que yo no había leído. O Dylan Thomas; tampoco lo conocía.

Todo eso me lo traigo aquí. En mi caso personal, decido dejar de leer las aventuras de los grandes mitos, y me digo: «Quiero participar en esto, ser uno más». Es cuando la acción como tal comienza a jugar un papel importante en mi vida. Aparecen las motos, que son una especie de escape, pero también de conocimiento. De viernes a domingo, todos los fines de semana con un grupo de amigos con distintos intereses intelectuales íbamos recorriendo España de un lado a otro por carreteras secundarias. A partir de ahí empiezo a viajar y a conocer otras historias. Y Gonzalo y yo comenzamos a pensar en hacer con nuestra vida algo diferente: yo trabajaba en una productora publicitaria, como realizador. Él era abogado, trabajaba en un bufete.

Fue un momento de inflexión importante; me fui a El Salvador con la guerrilla, un mes y medio; luego me quedaría por allí un par de meses más. Cuando vuelvo es cuando conozco a Enrique y a Beatriz. Ese momento fue muy importante. Los conozco prácticamente el mismo mes, ocurre todo a un tiempo. Montamos la agencia de viajes, Gonzalo empieza enseguida a colaborar conmigo, Enrique y yo nos hacemos íntimos amigos y con Bea acabaría, como sabes, formando una familia.

Y con la editorial… ¿tú te acuerdas de Unabomber? Puede decirse que fue el principio: empezamos a traducirlo, y lo publicamos.

[Entra Enrique justo en este momento, viene de no sé dónde, de hacer no preguntamos qué, e interrumpe para poner orden]

Enrique: En el año 94, pero eso no lo pongas, no lo pongas. Estamos hablando de hace veinte años…

Cómo que no, Enrique, eso ha de ir en un lugar destacado, además.

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Antonio: Venimos de todo eso, con una implicación social muy fuerte. Muchos de nosotros, además, con ideas muy libertarias. Aunque ahora ya no está tan mal visto, entonces era rompedor lo que hacíamos.

¿Y qué hay de ti, Enrique? ¿De dónde sales?

Enrique: De Leganés, de la periferia. Desde muy pequeño, a través de la escritura y de la lectura, digamos, empecé a hacer de lo que veía parte de mi obra. Tenía influencias de la vanguardia, del romanticismo también. No he tenido nunca moto. De hecho, no he conducido hasta hace tres años. El sustrato de la literatura como forma de vida, como acción, como algo que la ilustra y viceversa, sí era común.

Aparecí en medio de una tertulia literaria que teníamos con Andrés, Benito, Pedro Núñez… Nos reuníamos cada tarde. Fue cuando Antonio volvió de El Salvador. Introdujo las copas de coñac: «Vale, sois muy buenos y tal, pero sois un puto coñazo», venía a decir. Había ahí una apuesta. En el fondo, suponía tomar partido por una poesía no tan encorsetada, no tan plomiza, como la que había entonces, o por la que todo el mundo apostaba en aquella época; sin ser el vanguardismo más vacuo y más repetitivo de principios de siglo, se trataba de incorporar la experiencia vital. Un poco como los beatniks, estaba todo ahí.

Antonio: De hecho, el hito que más nos unió fue el recital de Ginsberg en Madrid. Ahí estábamos todos, aplaudiendo, bailando.

Enrique: Fue un descubrimiento para mucha gente de aquí. Existía otra forma de hacer poesía, se puede recitar, no es aburrida. Lo hizo Ginsberg. Fue gente que luego sería más conocida, Loriga, Rosenvinge, etc.

Nosotros también hacíamos recitales, performances. En cuevas de Madrid.

Antonio: Sí. Y no queríamos saber nada de las editoriales. Estaba mal visto entre nosotros publicar [Risas].

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Y esas copas de coñac…

Enrique: Fue algo significativo de cuál era la idea de escritor en aquella época, con la que no nos identificábamos en absoluto, de las tertulias literarias como algo canónico, hegemónico, mientras que la cara B de las tertulias es la parte donde uno se suelta, ya no solo por el alcohol.

Antonio: Y que en aquella época si tú tenías un aspecto más rockero o alternativo, pero no ese aspecto o acercamiento al otro que fuera el del típico poeta muermo, no entrabas en ningún sitio, no ibas a ninguna parte. Y en nuestro caso es que todo eso daba lo mismo. Ahora cualquier poeta puede tener una banda de rock. Es conveniente, incluso. Entonces no, estaba muy mal visto. Estaba todo medido. Tenías que ir publicando, poco a poco, y al llegar a los cincuenta ya es cuando serías por fin un poeta considerado.

En cinco años todo eso cambiaría, por cierto: si tenías más de veinticinco años ya eras un viejo, no interesabas para nada. Y nosotros teníamos ya treinta.

Enrique: Se publicaría Historias del kronen, de Mañas. Guste o no guste, es el cambio a lo joven que dice Antonio.

[Se ha dicho ya que Gonzalo trabajaba en un bufefe. En realidad, era una suerte de becario o pasante e investigador privado que por las tardes trabajaba como librero de viejo. Enrique era redactor en el sección de cultura, «Hacía de todo, era un periódico local, imagínate». Y Antonio, también se ha dicho, trabajaba como realizador. Acaban montando la agencia de viajes. Tal como lo cuentan fue algo así como una liberación].

Antonio: Al mismo tiempo que se monta la agencia de viajes nosotros seguíamos teniendo una actividad independiente relacionada con la literatura. Antes de que Enrique empiece a trabajar con nosotros empezamos con el grupo este que teníamos a publicar pasquines.

Unabomber, sí. Había que rescatarlo. Dediquémosle a esta magna obra al menos esta otra línea.

Gonzalo: Estuvo lo de Unabomber, pero yo creo que el hito inicial de la editorial es el libro de poesía de Antonio que publica Bea ya con el nombre de Varasek. Y tampoco como inicio de la editorial como tal. Fueron tres copias del poemario En el hangar cromado. Un regalo de cumpleaños.

Antonio: Un regalazo. Entre Benito y ella habían orquestado un tinglado para darme una sorpresa. Luego hicimos una tirada mayor.

Sabemos quién es Antonio Cordero, sabemos quién escribió los poemas de En el hangar cromado. (…) Pero no sabemos quién seremos al escucharlos. Liberados de todos los cabos, canciones que niegan los puertos y los mapas. (Benito del Pliego en el prólogo de En el hangar cromado. Madrid, 22 de junio de 2007).

Gonzalo: Se hizo como idea de libro único, no como idea de comenzar con la editorial, en realidad.

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Antonio: Hasta ese momento lo que hacíamos era leer y viajar juntos.

Gonzalo: Hubo otro proyecto que se nos está olvidando: Cartográfica. Fue un proyecto que comenzó un amigo nuestro, luego nos meteríamos nosotros. Fue cuando empezamos a hacer algo de verdad como editores. Escribía Javier Reverte… Había firmas importantes. No llegamos nunca a cerrarlo, simplemente lo dejamos de hacer, después de tres años. Se quedó congelado. Era agotador.

Antonio: El director era Chema Rodríguez.

Enrique: En la presentación que hicimos en Matadero de la editorial Chema leyó el prólogo de El diente de la ballena. La gente se partía de la risa. Es un libro muy divertido.

A ver si lo reeditáis, que está agotadísimo. Lo hablamos cada vez que os veo, y no me hacéis caso. Pero hemos pegado un salto en el tiempo: El cementerio de elefantes.

Antonio: Llamábamos así a la agencia de viajes. Nadie había estudiado Turismo. Acabábamos aquí, y uno había estudiado Antropología, otro Psicología, otro Derecho…

Gonzalo: Nos conocíamos todos. Teníamos en común ese gusto por la literatura, por los viajes.

Antonio: Empezamos con cuatro viajes, ahora tenemos muchos más, claro. Y, bueno, no todos, pero casi todos sí, los hemos hecho nosotros. Era lo que queríamos: cómo poder vivir bien haciendo algo que nos gusta y ganar algo de pasta.

Gonzalo: Todos los años hacemos un viaje juntos. Nos juntamos un grupo de amigos, también con gente de fuera de la agencia que nos enriquece. Son viajes profesionales, pero en realidad son también y sobre todo vivenciales. Este año vamos a cruzar el Atlántico a vela.

[Enrique ahora publica el viaje que hicieron él y Antonio a Yemen en el año 98 en Baile del sol, les cuento aquí, para que puedan seguirles por este otro lado la pista].

Antonio: Los viajes los organizamos para sacar rutas nuevas. Lo que pasa es que a veces son tan bestias que no lo hacemos. Cada año hacemos dos viajes largos. Uno juntos y el otro a veces juntos y otras veces no. Viajes con la mochila todavía.

Nos estamos olvidando del rock and roll. Cómo se conecta.

Gonzalo: Yo tengo una banda, Los Caballas. La música siempre ha sido superimportante. Durante una época mis amigos y yo a lo que nos dedicábamos era a seguir a Burning o a Sex Museum en moto por los pueblos donde iban a tocar. Buscábamos pueblos pequeños a los que llegábamos por pequeñas carreteras rodeadas de naturaleza, era importante el camino, debía tener inexcusablemente algún río de montaña con pozas heladas donde pegarnos un buen baño. Daba igual la época del año, nadie nos quitaba nuestros baños desnudos en aquellos sitios salvajes. El alojamiento nos daba igual, cualquier pensión valía, por cutre que fuera; lo importante era sentir la brisa en el rostro, la cerveza de los bares de pueblo, el privilegio de dejarnos llevar por el rock de bandas que sabíamos grandes aunque nadie se lo reconociese ya.

Viaje y rock and roll, entonces, estuvieron siempre muy unidos porque íbamos a los conciertos viajando. Al fin y al cabo, el rock nace como una forma de transgresión. ¿Cuándo veo que el rock pasa al pop? Cuando pierde ese espíritu transgresor. El pop me encanta. Pero el rock tiene ese punto de romper tus estructuras normales, algo que va mucho con nosotros, ese espíritu beat, está muy entrelazado con la literatura que nosotros queremos hacer y cómo entendemos la forma de vida, andar un camino que no está del todo trazado.

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Y que es una música muy divertida, también. El rock, digo.

Antonio: La iconoclastia, por ejemplo. Se trataba de mandar a tomar por culo a Yes, a Pink Floyd y su puta madre, que eran un coñazo con el que nos tenían la cabeza embotada. Había un contenido social e intelectual importante para nosotros, no era ninguna idiotez; no había que ser un pesado para contar cosas.

Gonzalo: La cuestión es divertirse, quitarse la pose: despiértate, diviértete. Hace poco le contaba a Antonio que vi un documental, Desafiando las olas, sobre la historia del surf, que luego se encasillaría con el rollo este Beach Boys y demás, y era justo lo contrario a los niños limpios y repeinados de playa que se popularizaron en los años sesenta. Estos eran un grupo de chavales, sucios, sin ropa, que dormían en cabañas todos juntos y comían lo que les daban o lo que pescaban. Aquellos pioneros del surf, pero sobre todo de una forma de entender la vida estaban haciendo contracultura espontánea, sin saberlo: «Nosotros lo que queremos es divertirnos. Nos da igual el trabajo, nos da igual el dinero. Tan solo queremos pasarlo bien, coger grandes olas y dejar que el tiempo pase así, no necesitamos ser nada ni nadie. Nos dijeron que cuando fuéramos mayores nos daríamos cuenta de que habíamos estado perdiendo el tiempo pero nos hicimos mayores y decidimos seguir perdiendo el tiempo, no queríamos hacer otra cosa». Es de esto de lo que se trata, huir de la pose, quitarse los complejos y no dar tanta importancia al utilitarismo de los tiempos ni a lo que piensen los demás. Se trata de dejarse llevar por lo que tiende a salir naturalmente de nosotros.

Creo que era Thoureau el que decía que le parecía extraño que se considerase un hombre de provecho para el mundo a aquel que pasa sus días talando y derribando árboles en los bosques para la fabricación de objetos que satisfagan la desaforada e innecesaria demanda de esta sociedad y por el contrario a aquel caminante que vaga por los bosques y los caminos paseando y durmiendo bajo las estrellas sin ocupación alguna, fuera considerado un vago y un inútil para el mundo. El rock y la literatura tienen mucho de esa maravillosa inutilidad vital, una ola en la que te subes cuando suenan los primeros acordes o lees la primera página y sobre la que cabalgas olvidándote de todo.

De todas formas, creo que cuando te bajas de surfear una de esas olas ya sean las del océano, las del rock o las de la literatura eres mejor tipo y puedes hacer mejor las cosas con los que tienes alrededor y eso es de lo que se trata al final en esta vida, ¿no? En conclusión, después de este rollo que te he metido, acabo creyendo que son formas de inutilidad vital muy útiles. [Risas].

Antonio: Claro. A mí me gusta Paul Weller y me gusta leer poesía. Antes no. Antes tenía que gustarte Pablo Milanés.

Enrique: ¿Ves por qué el lema,«Poesía, viajes y rock and roll»?

El lema es definitivo, sí. ¿Y Varasek? ¿Qué significa?

Antonio: Yo tenía un amigo, que estaba muy loco, le llamábamos «Cuchi», que me llamaba Varasek, decía que significaba «cordero» en ruso. Yo no sé si es verdad; no he logrado encontrarlo en ningún diccionario. Bea lo recogió cuando hicieron ese primer libro porque le gustaba mucho. Esto [señalando un ejemplar de En el hangar cromado:] es una facsímil de la primera edición, la que orquestaron Beatriz y Benito. Ya aparece el nombre de la colección de poesía, Buccaneers. Y nos pareció perfecto.

Y luego ya pensamos que además de poesía podíamos editar libros de viajes que nos gustaban, traducirlos, en su caso. Fue así definiéndose lo que sería Varasek ediciones. El diente de la ballena es un ejemplo perfecto de lo que queríamos para la colección: un libro que nos gustaba mucho, y que marcó un antes y un después en la literatura de viajes de este país, que había cambiado ya con Javier Reverte, pero que seguía muy influenciada por la labor periodística o el reportaje. De repente, aparece Chema con ese rollo fresco, nuevo; un tono muy cuidado, pero muy coloquial, sarcástico, irónico, te ríes con lo que te está contando.

Se lee como una novela de aventuras.

Gonzalo: El símil yo creo que, en televisión, son los reportajes de Al filo de lo imposible con lo que luego empieza a hacer Calleja. Los primeros son algo muy alejado del público, viajes inaccesibles, casi como si fueran superhéroes los protagonistas. Y Calleja, por el contrario, hace ya unos documentales muy naturales, donde te cuenta qué está pasando, las penurias, etc. Es algo mucho más cercano. Cualquiera puede hacerlo.

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Os autoeditáis y editáis a amigos. Fabio de la Flor, editor de Delirio, dijo aquí que esta era una de las razones por las que se monta una editorial.

Antonio: ¿Por qué si el libro nos gustaba mucho no íbamos a sacarlo, aunque lo hubiera escrito uno de nosotros? Enseguida sacamos el libro de Enrique, a.m./p.m., claro, por qué no íbamos a hacerlo.

Enrique: También publicamos Índice, de Benito.

Antonio: Otro colega, sí. Claro, es como si de repente dice Ferlinghetti: «No voy a publicar a Ginsberg en City Lights porque es mi colega». O a Snyder. No tiene sentido. Los publico, aunque sean mis amigos, aunque te hayas corrido con ellos juergas monumentales.

Estos primeros libros tienen la mayoría fotografías de Bea; aparte de estos que ya hemos dicho, está también Trazas del calígrafo zurdo, Hebras de malasaña…

Antonio: Índice lleva las imágenes de Pedro Núñez, pero el resto de estos primeros Buccaneers sí, casi todos.

Enrique: Para hacer las que lleva a.m./p.m. nos fuimos a polígonos industriales. Sitios peligrosos. Me fui yo con ella a hacer las fotos. Quería fotografiar los lugares en los que yo había pensado para escribir, conocer los escenarios que estaban detrás de esas periferias de las que yo hablaba: una fábrica en la carretera de Toledo, un parque abandonado, centrales eléctricas… por la noche, en sitios marginales.

Podríais haber muerto, como en las series danesas.

Antonio: Se nos está olvidando una cosa importante que hacíamos: las escultoarquitecturas.

Enrique: Cierto. Era el año 94. Yo había escrito una serie de textos que eran como proyectos imposibles para hacer en Madrid en diferentes edificios, como reventar la estatua de Velázquez delante del Museo del Prado, o titular una bandera como trapo… Eran acciones poéticas. Antonio hizo un vídeo y Bea unas fotos. Lo presentamos en directo. Cada propuesta estaba escrita en una cartulina, dentro de un sobre muy chulo, escritas como un poema.

Antonio: Enrique leía, había un vídeo que se proyectaba detrás y a los lados las fotografías de Bea que ella iba disparando de forma manual. Medíamos los tiempos con un cronómetro. Lo petamos. [Lo cuenta divertidísimo].

Enrique: Era un vídeo muy arriesgado.

Antonio: Nos metimos en un sex shop a grabar ilegalmente, nos pillaron… Un movidón.

Gonzalo: Estoy pensando que si este [señala a.m./p.m.] fue el primero, empezamos a la vez con la poesía y la narrativa. Nace la idea por la poesía, eso es cierto, pero lo hacemos a la par.

A Chema Rodríguez, autor de El diente de la ballena, lo conocéis por Cartográfica. Este libro lo había editado El país Aguilar.

Antonio: Sí, estaba descatalogado, y nosotros lo rescatamos.

Gonzalo: Con Chema hemos hecho bastantes cosas. Produjimos el primer documental que hizo, buenísimo: Las estrellas de la línea. Ha ganado un montón de premios. Contaba la historia de unas prostitutas de la ciudad de Guatemala que vivían en la línea del tren, en uno de los peores barrios de la ciudad. A Chema se le ocurrió ir allí, montar un equipo de fútbol e inscribirlas en la liga de fútbol femenino guatemalteco, que es donde jugaban las niñas bien. Nadie sabía que eran prostitutas hasta el primer partido. Él había avisado a la prensa, se montó un revuelo increíble. Las echaron de la liga, y resultó que fue una suerte: eso provocó que un prostíbulo de otra zona de Guatemala las invitara a jugar contra ellas, que no habían salido nunca de allí. Y se pasaron viajando y jugando una temporada. El documental cuenta todo ese proceso.

Enrique: Las señoras son encantadoras.

Gonzalo: [A mí:] Tú no lo conoces, ¿no? [Se refiere a Chema]. Es un encantador de serpientes. Una noche cenando en mi casa nos lió a Antonio, a otro amigo, a nosotros… Nos contó la historia, para pedirnos dinero, fundamentalmente, y nos convertimos en los productores. Cuando lo vimos me pareció increíble, me gustó muchísimo. Se lo conté a otro amigo, que es productor y que viaja también con nosotros, y él se ocupó de moverlo. Fue a Berlín, le dieron un premio. Las prostitutas vinieron al estreno en Madrid, fue muy emocionante. Una de ellas, la viejecilla, que ya ha muerto, cantó al final. Mi amigo, que habrá ido a qué sé yo la de eventos de este tipo, me dijo: «Es el estreno más emocionante al que he ido en mi vida».

También publicáis a El Vuke. En este caso es más un anecdotario, ¿no?

Enrique: Sale en los libros de Chema, le acompaña muchas veces en los viajes, se ocupa de la producción.

Gonzalo: Es una recopilación de emails que envía a sus amigos durante sus viajes, en realidad.

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El mochilero también es muy divertido.

Antonio: Sí. La idea era esta, sacar a la venta libros de viajes que se salieran un poco de la cuerda normal. Yo cuando salgo de viaje compro libros en inglés, subcultura mochilera.

Gonzalo: Sabes que en los hoteles de mochileros siempre hay libros que puedes coger, dejas uno y te llevas otro.

Antonio: Claro. Así no llevas mucho peso encima. Yo voy leyendo en inglés. Te encuentras de todo: hay libros que son una mierda y libros que son fantásticos. En el caso de El Mochilero es uno de los que me dijeron: «Tienes que leértelo, ha sido un hito, se sigue vendiendo». Y efectivamente, tú vas por todo el sudeste asiático y en todos los sitios donde hay mochileros está el libro. Cuando lo leí, hace ya bastantes años, la verdad es que me divertí mucho, es un libro muy fresco, también muy irreverente.

Lo deja la novia y se va por ahí; ese es el punto de partida.

Antonio: Sí. Lo deja la novia y se deja llevar. Cuenta muy bien qué pasa cuando haces eso.

Gonzalo: [Riéndose] Cuando te deja la novia, sí, qué gran oportunidad, mandar a tomar por culo todo.

Hay gente que se hunde en la miseria, que se aísla. Este no, este se tira al monte.

Antonio: Le pasa de todo. Se deja llevar por completo. Si te dejas llevar por la gente que te encuentras, lo cual es fácil que pase, porque todo es sorprendente, todo es alucinante, puede pasarte cualquier cosa. Este además es que era un inglés que no había salido de su pueblo en su vida. De repente empiezan a aparecer unos personajes en su camino que le llevan a sitios donde las cosas se van complicando.

Es un libro que está muy bien, ya digo, muy divertido. Y en España no se había publicado. Aquí lo leímos todos y nos decidimos. Liamos al traductor, Juan Romero, lingüista chomskiano, íntimo amigo nuestro que vive en un pueblo perdido en la Sierra de Gata, da clases en la universidad de lingüística. Así es como lo pudimos sacar. Ya sabes que cada traducción hace que suba muchísimo el precio del libro. Como nosotros no hemos sido nunca subvencionados —ni subvencionables— es una ruina esto.

Lo de las subvenciones en este país ha sido la percha del cachondeo.

Antonio: Había editoriales que se financiaban así. Para nada. Luego los libros no se movían. He oído casos de libros que ni se imprimían, editoriales con imprenta, enviaban doscientos ejemplares al Ayuntamiento de marras y el resto que se suponía que tenían que imprimir ni se sacaba. Luego se repartían la pasta el concejal de Cultura que había conseguido la pasta y el editor. Había libros de poesía que se quedaban en los cajones, narrativa, todo lo que se ha publicado de ciencias sociales… Es innombrable. Se ha gastado dinero aquí a lo bestia. Lo de las subvenciones yo creo que ha jorobado el sistema editorial español, en lugar de impulsarlo.

Gonzalo: De esto se han quejado los músicos o, más que los músicos, las salas de conciertos; durante todos estos años el último Ayuntamiento podía contratar a Miguel Ríos, que tiene un caché que te pasas, y la gente: «Para qué voy a pagar por verlo si lo tengo gratis en las fiestas de este pueblo». Se han cerrado muchas salas. Ahora que todo eso se ha acabado hay que volver a recuperarlo.

Enrique: El tercer libro de la colección On the road —Calidad de vida — va con CD. Abrimos ahí la vía del rock and roll con el creador de los Happy Losers. Cambia de banda, hace otra…

Y tenéis más poesía de esta primera etapa.

Antonio: Sí. La línea de poesía está muy definida, esta —los libros de On the roadtambién, pero tal vez es más difícil de ver. La de poesía, con la ayuda de Benito y Andrés, que nos echan una mano, está más claramente encauzada: generación beat con todas las influencias anteriores y posteriores que tienen, aunque ya está traducido prácticamente todo; y todo lo que tenga que ver con el salirse del canon actual en poesía hispanoamericana. Fundamentalmente es esto. Nos interesa la vanguardia de alta calidad que se ha hecho durante estos últimos treinta años en España o Chile o México, muy vinculada muchas veces a la movida beat, pero que aquí apenas se ha conocido. Así, hemos traducido a Lew Welsh, ahora vamos a sacar un par de libros de Snyder, también a Philip Whalen. Estos estarán en nada listos.

Habéis cambiado por completo el diseño, estrenado logo…

Antonio: Un poco, sí. Pero no el planteamiento. Ese es el mismo.

Enrique: Se trata también de unificar un poco.

Gonzalo: Esto es como un viaje. Vas por una carretera muy ancha, una autopista, hasta que encuentras esa vía que te gusta, donde vas mejor. Tienes que andar antes unos kilómetros hasta que llegas a esa salida. En poesía, aunque todo tiene una línea, ahora nos estamos centrando más en la generación beat. En narrativa nos pasa un poco lo mismo. Ahora estamos más centrados.

Antonio: Buccaneers sí tenía una línea (hablo ahora de diseño) muy clara, pero On the road eran libros que podían no ser reconocibles. No estábamos muy contentos. Ahora ya ha aparecido el logo, el cordero, y las colecciones, las dos, también son ya muy visibles. Hemos confiado totalmente en Bea para esto.

Ha hecho un gran trabajo. ¿Y correctores?

Enrique: Ya tenemos. Correctores y correctivos.

Gonzalo: Nos lo estamos tomando más en serio.

Esto es frecuente ahora mismo. Que se escapen cosas. Entiendo que es el ritmo que llevamos todos, que es un sector donde no tenemos muchos recursos económicos tampoco, las cosas como son. En El contador de abejas muertas hay alguna errata, sí. Aun con todo, es un gran libro…

Enrique: Este libro nos llegó por Antonio. Bernardo Fuster y él se conocían de hace muchos años. Nos lo leímos todos, y a todos nos entusiasmó.

Antonio: No tenía ni idea de que había escrito algo. Él es músico.

Gonzalo: A mí me enganchó. Me lo leí del tirón. Lo mejor es que me olvidé de que era una historia real, es lo que a mí me parece más alucinante, que le pasara todo eso y la forma en que lo cuenta, que no es tan fácil, porque al final es una autobiografía, y darle ese tono, lograr enganchar de esa manera, es difícil. Parece, de tan bien como está contado, una novela estudiada.

Antonio: Tiene un tono casi barojiano, poniendo esa distancia con el personaje.

Enrique: Documenta una parte de la historia de España, una muy poco conocida: el FRAP, esos años de la Transición que nos han vendido.

Antonio: Es un libro, además, en continuo movimiento. No se está quieto en ningún momento (claro, lo persigue todo el rato casi la policía).

Gonzalo: Me encanta ese escepticismo. Ahora estaría muy bien visto, su lucha antifranquista. Sin embargo, él, desde el principio, lo dice, que acabó en el FRAP, pero que podía haber acabado en Falange, fue algo casi fortuito. Y ese espíritu vital, ese no tomarse en serio, ser escéptico sobre uno mismo, es totalmente beat, de carretera. «Hoy estoy aquí, mañana no sabemos dónde estaré». Cuando te lo lees, y pese a que el tipo de música que hace es otra cosa, es todo rock and roll.

Nota. Ese libro es muy, muy divertido. Tiene momentos que son un auténtico descacharre.

Antonio: A las presentaciones que hemos hecho del libro han acudido representantes de FRAP y, claro, se generan situaciones chocantes. Porque Bernardo pone una distancia con esa época, es lo que dice Gonzalo. Y los otros van porque piensan que va a ser un reconocimiento a la lucha armada, a esa época, etc. Las discusiones que se generan son muy interesantes.

Antes del verano salieron otros tres Buccaneers.

Antonio: Benito nos puso en contacto con Mauricio Medo. Conocíamos algo, pero poco. Empezamos a leer cosas, nos envió varios libros suyos. Cuando llegamos a este, Manicomio, nos lo quedamos. Es un libro fabuloso. El concepto del libro, cómo está organizado, cómo irrealidad y locura se unen, durante el trayecto que dura un año. Me parece un librazo, soberbio.

El de José Viñals, Entrevista con el pájaro, era muy necesario. Qué les une: son poetas que siguen caminos muy diferentes a la tradición normal. Son muy de vanguardia porque tienen su propio lenguaje. A Viñals lo conoce todo el mundo.

Y este, el de Marinas, Ejido de las ciudades. Composición del mar, que también es un libro muy raro, lo teníamos en un cajón guardado ya hace tiempo.

Este es la primera vez que se publica.

Enrique: Es filósofo, da clases en la Complutense.

Antonio: Sí. Él está muy ligado a toda esta pandilla de León: Ildefonso Rodríguez, Gamoneda, Marcos Cantelli… Cuando vimos la oportunidad lo publicamos.

Estos últimos Buccaneers ya no tienen las fotografías que tienen otros, ninguno de los tres.

Antonio: No. Beatriz esto lo quiere medir ahora de otra forma. Que cuando saque un libro con fotos tenga una razón clara. Como el libro que hizo con Enrique. Trabajos conjuntos, y no solo de ella. Están preparando ahora El ser breve.

Madre es un gran libro.

Antonio: Ese sigue una línea muy complicada.

Es un libro muy caro de producir.

Antonio: Sí.

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Y acabáis de sacar el de Alberto Letona: Hijos e hijas de la Gran Bretaña. Es el primero que hacéis en cuatricomía. También muy caro.

Gonzalo: El primero y el último. [Risas]

Antonio: Es un libro que está entre anecdotario y diario, es muy personal por un lado, y por el otro analiza cuestiones muy generales. Es también muy divertido, te lleva de la mano a recorrer todas las islas. Yo me reí mucho, contaba anécdotas y cosas que me habían pasado a mí.

Enrique: El título es irónico. ¿Es antibritánico? No. Es una manera de entrar dentro e ir desmenuzando diferentes tópicos. El autor es de Bilbao y pasa temporadas en Inglaterra, está casado con una inglesa. La prosa es muy fácil, muy alegre. Consigue que te rías.

¿Pero por qué en cuatricomía?

Gonzalo: Porque nos llega así y no le dimos más vueltas. Pensamos que eran ilustraciones suyas.

Antonio: Bea se pilló un rebote… Porque ella es muy estricta, tiene muy claro qué quiere. Se cargó muchas ilustraciones, pero eso no abarató en absoluto el libro.

Gonzalo: Las ilustraciones le dan frescura al libro, esto es así.

Y los próximos son uno irse a la India y otro al Ártico.

Gonzalo: El de Ramón Larramendi es el próximo. Cuenta la primera expedición que hizo al Ártico, muy jovencito, tendría veinte o veintipocos años. Es un gran personaje, nada reconocido en este país, pero probablemente uno de los grandes exploradores de todos los tiempos. Este verano ha dado la vuelta a Groenlandia con un catamarán que se ha inventado él. No sé si lo has visto. Es un tipo muy humilde. Como los grandes genios.

Antonio: Es muy amigo nuestro. Incluso tuvimos aquí alojada su empresa una temporada.

Enrique: El cacharro que inventó es el primer vehículo ecológico que atraviesa la Antártida. Es la cometa la que va tirando del vehículo. Es tremendo.

Gonzalo: Él lo que pretende es conseguir realizar expediciones científicas al Ártico y la Antártida sin emisiones, con un coste muy bajo, que puedan estar allí los científicos durante mucho tiempo. Quiere crear una especie de tren tirado por una gran cometa, no le interesan tanto las hazañas deportivas como el contribuir a la investigación. Quiere llevar allí a científicos por ejemplo del CSIC, pero que no tienen por qué ser montañeros ni alpinistas. Que puedan estar allí una buena temporada investigando, sin un gran consumo, sin contaminar.

El libro que sacamos ahora cuenta un viaje sobre el que él me ha dicho a mí: «Yo nunca voy a poder volver a hacer algo como aquello». Estuvo tres años sin volver a casa. Y eso es lo que se cuenta. Está narrado a cuatro voces, los cuatro que participan. Cada capítulo es el testimonio de uno de ellos. Es un viaje espectacular. Como si estuvieras leyendo a Jack London. Se hicieron la ropa con pieles, aprendieron a manejar perros, desde cero; aprendieron el idioma. Lo hicieron, claro, por tramos, los inviernos los pasaban en pueblos perdidos.

Y ese viaje, aparte de que dice que ya no podría hacerlo, es que no se puede hacer: hay partes que ya no existen, que ahora son agua.

Es una de las personas que está viendo de primera mano el cambio climático: ve año tras año retroceder los glaciares desde los campamentos que monta frente a ellos. Es tremendo.

Enrique: Es una historia fascinante, cómo sobreviven a todo aquello.

[Y para Navidad Snyder, su Pasaje a la India en castellano.

Lo vamos a dejar aquí. Corran a su librería; a qué esperan].

Fotografía: Joaquín G

 

 

Los poetas ya no escucharán a Janis Joplin esta noche

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Richard Brautigan. Foto: Cortesía de Atlanta Contemporary Art Center.

Richard Brautigan. Foto: Cortesía de Atlanta Contemporary Art Center.

«Diamond» Dave Whitaker, poeta y conocido personaje de San Francisco, caminaba en círculos nerviosos en la entrada de la biblioteca, arrastrando una carcajada ronca y huidiza. Llevaba una boina roja de cuero tapando parte de las greñas mitad rubias, mitad blancas que caían, como sus setenta y siete años, sobre unos hombros inquietos. Su cuerpo pequeño y muy delgado se movía con una agilidad juvenil, sus piernas diminutas encogiéndose en unos vaqueros que habían sido negros.

Dentro de la biblioteca deambulaba Michael McClure, el famoso poeta beatnik, el amigo de Janis Joplin y de los Doors, el Pat McLear del Big Sur de Kerouac. Alto y esbelto, con su aire caballeresco, deslizaba sus ojos profundos por la gente ahí concentrada, ansiosa de protagonismo, en busca de alguien, de algo a quien reconocer. Llevaba una camisa azul de montaña, su cuello envuelto en un fular del mismo color. Su mirada era clara y joven, veloz, como lo fue su voz un rato después cuando empezó a hablar, sin titubeos, sin necesidad de estirar ni forzar sus ochenta y un años.

«Recordando a Richard Brautigan», rezaba un cartel del festival literario de San Francisco, LitQuake, un humilde homenaje en respuesta a los treinta años de ausencia del escritor y poeta que mejor representó al movimiento hippie. Los últimos supervivientes de la contracultura de los años sesenta, acompañados de un puñado de familiares y de fans, salieron de las esquinas para estar ahí presentes, en la Universidad de Berkeley, en este octubre cálido, venidos de quién sabe qué tugurios, qué bares, qué vida precaria sin pensión y sin salud pero llena de ideales. Se sentaron con una excitación que solo podían compartir entre ellos, con sus melenas y barbas blancas, sus ochenta años de alcohol y poesía resistiéndose al paso del tiempo y a admitir que de Brautigan ya solo quedaban unas pocas anécdotas, siempre las mismas, que desempolvaban de vez en cuando para contar a sus nietos.

Diamond Dave jaleó desde su asiento, y lo hizo cada vez que se escucharon grabaciones de vídeo de otros emblemas de la contracultura, antiguos amigos poetas de Brautigan que no pudieron asistir al evento por estar lejos, por viejos o por demasiado famosos, y que lo recordaron como se recuerda treinta años después, sin rencores ni cariños vivos; solo nostálgicos de una época. Peter Coyote, fundador del colectivo The Diggers; Tom McGuane y Jim Harrison, del círculo de Montana, con los que Brautigan compartió copas, cañas de pescar y pistolas en el rancho en el que vivió en sus últimos años; Billy Collins, la gente de City Lights, todos hablaron con los mismos ojos encendidos con los que el también poeta, premio Pulitzer, profesor y moderador de la noche, Robert Hass, encajó más tarde cada una de las palabras pronunciadas por McClure.

Hablaron del hombre, poeta, escritor, loco, que por buena o mala suerte saltó a la fama con La pesca de la trucha en América, un libro inclasificable de 1967, a medio camino entre la novela, el relato y el poema, un trozo de belleza y de sinsentido sacado del oeste americano, del lenguaje más plano y espontáneo combinado de una forma inesperada.

«El movimiento hippie no había producido nada de valor, y de repente llegó La pesca de la trucha con toda su belleza. Por fin teníamos algo valioso». Tom McGuane hablaba desde su casa de Montana, el río bravo y frío fluyendo a apenas un par de metros de su ventanal, la vitalidad de una vida intensa brillando en sus ojos. Fue fácil imaginarlos a Brautigan y a él pescando truchas bajo el dramático paisaje montañoso en vísperas de alguna de las fiestas salvajes que tanto Richard como su hija Ianthe describen en sus libros, con Peter Fonda, Dennis Hopper, Jim Harrison, McGuane, Jack Nicholson, Harry Dean Stanton, todos juntos o por separado consumiendo su fama en los ranchos de Montana, entre drogas, alcohol y locuras amorosas.

Lo recordaron arrastrando su enorme estatura por North Beach —«la mejor universidad, donde todo lo aprendimos», según Diamond Dave—, admirando su reflejo en la ventana de un restaurante en Washington Square, acaso sonriendo con ironía a la niebla de la mañana, a la fama que le quitó más de lo que le dio. Lo recordaron borracho de bourbon y de sí mismo, celebrando su cumpleaños con Janis Joplin, desparramando su genio en cada sobremesa, soltando carcajadas nerviosas, jugando con su pistola, amando —profunda, desesperadamente— a su hija Ianthe.

Hablaron de su actitud seca y su tremendo ingenio. «Brautigan no tenía ninguna piedad. Si había siete personas en un grupo, solo dos le entendían, y él hablaba para esos dos. Se dirigía solo a los CI [coeficientes intelectuales] más altos», recordó Coyote con una sonrisa a medias.

Sus libros traslucen esta actitud, el humor absurdo, la ironía amarga de alguien que se burla de todo.

Diamond Dave asentía con vehemencia.

 Foto: Corbis.

Foto: Corbis.

La pesca de la trucha en América vendió dos millones de copias del tirón, aquí y allá, engordando dos millones de veces la incipiente y frágil vanidad de su autor, o acaso fue solo un intento por llenar los agujeros de su infancia hechos de pobreza y miseria y abandono. En EE. UU., en Europa, en Japón, Brautigan causó furor y mantuvo a sus lectores expectantes con cada libro que sacaba, siempre fiel a esa promesa de compartir su original forma de pensar, de decir lo primero que se le ocurría y convertirlo en algo brillante o en un absurdo absoluto; compartiendo su intimidad y su ternura, los pelos en el lavabo, el olor a sexo entre sus sábanas, su admiración por las flores, por las mujeres, su amor paternal por Ianthe. Fueron esos mismos lectores los que un día lo rechazaron, por decadente, por borracho, por obsceno, por escribir tonterías. («Si la “palabra de cuatro letras” le ofende, este libro no es para usted», había advertido una de las primeras reseñas de La pesca de la trucha). Su éxito se fue apagando poco a poco, pero Brautigan siguió escribiendo, bebiendo, haciendo llamadas telefónicas obsesivas, larguísimas, leyendo textos enteros a larga distancia. Nadie sabe de qué huía exactamente, si de sí mismo, de su decadencia, de su incapacidad de ser un buen padre, de su infancia traumática de la que casi nunca hablaba.

McClure era uno de los que estaban constantemente al otro lado del teléfono. «Me podía llamar seis veces en un mismo día. Era capaz de darle vueltas durante días a un asunto. Un día me llamó a las dos de la mañana para decirme que su editor le había ofrecido un adelanto de sesenta mil dólares pero que no sabía si debía pedirle sesenta y cinco mil. Le dije: “Richard, son las dos de la mañana, podemos hablar de esto por la mañana”. Pero él siguió y siguió durante un buen rato. Así era», dijo McClure atusándose el pelo blanco, abundante, la mirada ligeramente estrábica o tal vez perdida en la mecánica de unas frases mil veces repetidas. Su voz tenía una potencia que hizo pensar en la que debió tener treinta años antes, cuando recitó sus poemas entre cantos, en la misma ciudad de Berkeley, ante un público joven y atónito.

«Cuando Ken Kesey estaba escribiendo Alguien voló sobre el nido del cuco, Brautigan se convenció de que lo estaba retratando a él. Había estado ingresado en ese mismo psiquiátrico con veinte años. Estaba convencido de que el libro era sobre él», dijo McClure con un estupor aún fresco, como si hubiera visto a Brautigan esa misma mañana. Pero luego la memoria se desvaneció. Hubo muchas preguntas sin responder. Hubo esa sensación de silencio y de ausencia prolongada, de que ya nadie se preocupaba por conocer los detalles de la vida de Brautigan: llevaba demasiado tiempo muerto y el mundo había seguido girando sin él, contra él, a favor de ellos.

Tras el éxito de La pesca de la trucha, las fiestas de Brautigan, hasta entonces hechas de rondas de vinos en pisos sin amueblar, cobraron otra dimensión. «Marihuana, drogas duras, Jefferson Airplane», recordó Diamond Dave con un balanceo constante y eufórico. Hablaba con voz agrietada y rota, hilvanando palabras rápidas, a ratos incomprensibles, repletas de poesía, probablemente de sus propios poemas. DD hizo un repaso de la década maravillosa, desde 1957, cuando llegó a San Francisco atraído por la generación beat; contó cómo introdujo a su paisano y amigo Bob Dylan en la marihuana y en Woody Guthrie; cómo celebró con Kerouac la llegada de los primeros ejemplares impresos de En el camino; cómo conoció a Brautigan durante un recital público de su poema «sobre el tío que mea en el lavabo, ¿quién no lo ha hecho alguna vez?». Entonces supimos que aquello era un homenaje más a un tiempo que a un hombre, y que quienes hablaban eran los últimos testigos de ese tiempo inherente a San Francisco.

Hablaron más poetas. Habló Joanne Kyger del budismo zen y sus viajes a Japón y a India con Allen Ginsberg, Peter Orlovsky y su marido Gary Syder; habló Ishmael Reed sobre la genial irreverencia de Brautigan; habló la exmujer de Ron Loewinsohn sobre la amistad que unía a Ron y a Richard. Habló David Meltzer de la transformación de su amigo escritor hacia un ser difícil, envenenado por el alcohol. Pescó, con pasión apenada, recuerdos aquí y allá de los sesenta, no del todo relacionados con Brautigan. «Perdonad mi discurso inconexo», dijo, su voz flaqueando de vejez y de nostalgia entre carrillos colorados, sonriendo bajo sus gafas enormes, su cara envuelta en una melena blanca y barba abundante. «Cuando uno llega a ciertos estadios de la vida la cronología se rompe y solo quedan trozos de memoria cayendo como confettis». Fue una de esas frases que podrían haber sido de Brautigan.

Apenas se mencionó la sensibilidad y la ternura de los personajes literarios de Brautigan, casi siempre autobiográficos, y que tal vez lo representaron más de lo que se quiso recordar esa noche. Esa fue, por lo menos, la imagen que precedió a su larga carrera como alcohólico, el que seguramente siguió siendo en sus momentos de soledad y cordura.

Dos años antes de pegarse un tiro con cuarenta y nueve años, Brautigan escribió uno de sus mejores libros. So the wind won’t blow it all away llegó demasiado tarde y no fue capaz de reenganchar a un público ya hastiado. En él pareció volcar el dolor que llevaba escondiendo toda su vida bajo capas de humor y de whisky. El libro es una reconciliación, una vuelta del exilio, un relato muy triste de una infancia desamparada. Una pequeña obra maestra llena de esa belleza que en el fondo parecía embriagarlo más que el alcohol.

«Durante todos estos años he pensado qué es lo que se ha perdido Richard Brautigan», dijo una amiga de la infancia de Ianthe, alegre compañera de tardes de helados por North Beach. «No se perdió los ochenta. No se perdió los noventa. Pero le habría encantado el siglo XXI. Y, sobre todo, ¡le habría encantado Twitter! Era un experto desafiando el lenguaje oficial e institucional. Seguramente habría desafiado el propio lenguaje de Twitter, tuiteando cosas como: “Hoy me tomé un helado que parecía el sombrero de Kafka“».

Estuvimos de acuerdo. Habría tuiteado, quinientas veces al día, obsesivamente, cosas como:

El mar es como
un viejo poeta de la naturaleza
que murió de un
infarto en una
letrina pública.

O:

Si estás pensando en algo que pasó hace mucho tiempo: Alguien te hizo una pregunta y no sabías la respuesta. Ese es ni nombre.

Al terminar el homenaje, bajo un cielo turbio y húmedo, nos encontramos con Diamond Dave. Miraba a su alrededor con sus ojos vivos y azules incrustados en torno a una nariz aguileña: la bruma y la tarde habían caído sobre el campus de Berkeley, sobre la torre de la campana, sobre los montes que años atrás se quemaron y arrasaron las casas dejando solo unos cubiertos ennegrecidos. «¿Qué tal estuve?», nos preguntó, exultante, enseñando los dientes a la noche oscura, como inquieto por el fin de la fiesta y de un momento que se fundiría para siempre en el final de su vida y de una generación entera. «No sé si he estado incoherente».

Le dijimos que había estado maravilloso.

Foto: Corbis.

Foto: Corbis.

De cómo la movida mató a los poetas

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Portada de la revista Star con una ilustración de Montxo Algora.

La literatura española ha sido acusada en más de una ocasión de no poseer a sus propios malditos. Siempre relegada en este aspecto a los franceses —por algo Verlaine, Rimbaud o Mallarmé fueron los inventores del género—, a los lectores comunes nos cuesta nombrar a alguno más allá de Leopoldo María Panero, que de tan maldito va camino de convertirse en un Bukowski hecho al mainstream, pero hay mundo más allá. Muchos críticos y escritores (entre ellos Luis Antonio de Villena, Francisco Umbral o Vicente Molina Foix) han apuntado a autores que datan del siglo XIX hasta otros más contemporáneos y cercanos a nuestros días: Alejandro Sawa (el Max Estrella de Valle-Inclán), Remigio Vega Armentero, Andrés Carranque de Ríos, Gonzalo Torrente Malvido (hijo de Torrente Ballester), Rafael Cansinos Assens o incluso José María Fonollosa, rescatado por Albert Pla (bien avenido en este grupo) en un disco tremendo: Supone Fonollosa.

Todos ellos, en su vida y obra, reúnen las características que ya venimos recitando de memoria, como si de un manual se tratara: falta de reconocimiento en vida, muerte temprana (relacionada con las drogas o, directamente, con el suicidio), una constante desazón que cala en sus textos, un rechazo a todo lo establecido y un estilo de vida bohemio, principalmente. Si atendemos a esta enumeración, observamos que la línea de malditismo en España se sale del gráfico en unas décadas concretas: a los malditos en este país hay que buscarlos desde los setenta hasta mediados de los ochenta y tienen nombre, apellidos, contexto, razones y desgracias. Algunos de ellos —porque siempre hay alguno más aún por rescatar— son Eduardo Haro Ibars, Aníbal Núñez, Fernando Merlo, Eduardo Hervás o Félix Francisco Casanova, junto con la ristra de poetas contraculturales catalanes vinculados a la revista Star: Zane Speer, Jordi Carbó, Pau Maragall, Pau Riba, Pepe Sales y hasta dieciocho que reúne la antología de David Castillo y Marc Balls, Poesía Contracultura Barcelona, editada por el Ayuntamiento de la Ciudad Condal. Hoy casi todos están muertos, y en su momento —que fue la Transición española— quedaron del todo ensombrecidos, entre otras cosas, por la llamada movida madrileña.

Para localizarlos hay que ir hacia atrás. Hay siempre un tiempo en el que nos creemos testigos de algo importante, deponentes que asisten a un momento importantísimo de la historia en el que tenemos que detenernos y convocar, al menos, un congreso que así lo anuncie y oficialice. Eso mismo ocurrió —y sigue ocurriendo, a veces incluso con motivo— el 13 de marzo de 1984, cuando un grupo de escritores encabezado por José Tono Martínez y Gregorio Morales se reunieron en torno al congreso Narrativa en la Posmodernidad, celebrado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Pretendían (junto a otros como Javier Barquín, José Antonio Gabriel y Galán, Luis Mateo Díez, Ramón Mayrata o José Luis Moreno-Ruiz) instaurar las bases de una literatura oficial de la movida, fenómeno cultural que en esos momentos vivía una fase de difusión masiva a través de su institucionalización y consecuente mercantilización y que todavía no contaba con un discurso poético o narrativo tan potente como el musical, el fotográfico o el cinematográfico. El objetivo de estos autores era establecer los cimientos de una literatura de línea posmoderna, que captase lo sutil, así como nuevas parcelas de lo cotidiano; que describiese el gozo de la vida, que experimentara (mejor con el contenido que con la forma) siempre que fuese pertinente para la obra, que rechazase frontalmente el compromiso (a no ser que este fuera con su visión del mundo) y que aludiese a la belleza, a la espontaneidad y al humor. Lo explica bien el ya desaparecido Gregorio Morales en un catálogo que la Comunidad de Madrid editó como complemento de la exposición dedicada a la movida en el año 2007. Este hito tiene sentido dentro del contexto que lo rodea: a finales del año 1983 (en noviembre, concretamente) salía el número uno de La Luna de Madrid (revista de gran calado, altavoz oficial de la movida), cuyo gran titular rezaba «Madrid 1984: ¿la posmodernidad?».

España 1984: ¿posmodernista o no?

Con esta vinculación (movida-posmodernidad), tanto los propios editores de La Luna de Madrid como otros representantes de la cultura y del Gobierno —por entonces lideraban la Administración socialista Felipe González y Enrique Tierno Galván— perseguían dar una visión de un Madrid avanzado, europeo, globalizado, celebratorio y del todo rupturista con su anterior régimen dictatorial. Se trataba del momento de mayor eclosión comercial de la movida, cuando el PSOE la promociona como pieza de marketing frente a Europa y el mundo, lo que tuvo como resultado la pérdida de su componente underground y, por lo tanto, su sentido subcultural. Fue sustancial para el afán del PSOE ofrecer una nueva imagen de España con el fin de integrarse en la Comunidad Económica Europea, borrando de un plumazo posmoderno las brumas del franquismo. Teresa M. Vilarós en su libro El mono del desencanto. Una crítica cultural de la Transición española, 1973-1993 (Siglo XXI Editores, 1998) lo deja bien claro: «Españolas y españoles nos dedicamos con pasión desesperada a borrar, a no mencionar».

El impulso en forma de subvención de conciertos, fiestas populares o revistas es parte de este plan de transmisión festiva de un país, por no hablar del «¡Rockeros, el que no esté colocado que se coloque, y al loro!» de Tierno Galván o de la despenalización de la tenencia de drogas en la reforma del Código Penal de 1983 realizada por el Gobierno socialista. Hoy en día resulta tan surrealista como imaginar a Mariano Rajoy legalizando la marihuana.

Pero ¿de verdad había pasado España antes por una etapa de modernidad y la había superado ampliamente?, ¿era posible estar ya en la posmodernidad, justo después de una dictadura de cuarenta años? Alison Maggin, Susan Larson y Malcolm A. Compitello, meticulosos observadores de lo que estaba ocurriendo en España desde el otro lado de la frontera, concluyen que todo parecía producto de un afán de exageración, por un deseo de incentivar el debate sin cuestionarse quizá la complejidad de aquel tiempo; un empeño tenaz de estar en una onda que, sin embargo, ya estaba en curso de forma natural y sin necesidad de superponerla.

Si la posmodernidad, fuese cierta o no, tuvo su reflejo literario, debió existir entonces otra realidad: la que se quedó al margen de la celebración colectiva y prefirió mantenerse en el lado del desencanto; la que quedó marginada frente a otros discursos. El filósofo José Luis López Aranguren, que venía de enfrentarse al régimen en los tiempos duros, lo describe en el número 1 de La Luna de Madrid, dejando frases de marcado desencanto:

Y ya estamos a la Luna de Madrid-Valencia, es decir en la Posmodernidad. Perdidas todas las utopías y todas las ilusiones. A la puerta de un nuevo Milenarismo, Apocalipsis laico y reaganiano. Sumidos en el Paro, la Delincuencia, la Marginación y la Pasión. También viviendo en el Reencantamiento. En la Esperanza sin Fe. Esto es la Posmodernidad.

Al otro lado de la Transición amnésica hay una suerte de generación perdida y maldita, de principalmente poetas que, ante la pérdida de identidad que supone la laxa ruptura con el pasado, optan por la desilusión frente a la euforia. Había motivos: el desinterés por la política y la frivolidad avanzaban a medida que lo hacía la fiesta de bienvenida a un nuevo tiempo; la izquierda (así como los intelectuales) que había pasado cuatro décadas esperando el ansiado momento «se frustra ahora ante la falta de una verdadera ruptura con dicho sistema represor» y abandona «paulatinamente el marxismo como referencia ideológica», como afirma Joaquín Ruano en su artículo «El vampiro del desencanto. Los paraísos artificiales en la poesía española de la Transición», publicado en la revista Tropelías (2015). Esto último conlleva además renunciar a una utopía, a un deseo, a una esperanza de verdadero cambio, además de a un análisis urgente del pasado, que queda de repente diluido.

Portada de La Luna de Madrd de noviembre de 1983.

El segundo camino: los malditos

Ante estas dos actitudes históricas sobre las que se vertebra nuestra Transición quedan dos caminos para la literatura: el posmoderno y el ácrata. Según Joaquín Ruano, el primero «lleva a un nihilismo posmoderno, a una negativa constante a hablar del pasado que se convierte en el depositario de la máquina represora de la dictadura»; el segundo, mucho menos transitado, en cambio, «es el que pasa, ante el desencanto de la realidad, por la fuga, la búsqueda epistemológica de un éxtasis capaz de negar la mediocridad circundante, capaz de suplir el derrumbe de la superestructura utópica» y tiene su salida en la promiscuidad, la locura, la drogadicción y la homosexualidad, esto es, todo lo vetado durante el franquismo: el trauma de un golpe de Estado que se prolongó durante cuarenta años.

A esta vertiente cultural de la Transición pertenecen los autores de esta generación oculta tras la movida más antihistórica y despolitizada, los mismos que aparecen al principio de este artículo. Estos jóvenes escritores hicieron de la droga un elemento de transgresión y de rebelión social, construyendo una estética que supera al nihilismo de la movida madrileña, que sirvió como pretexto, a veces, para continuar la juerga. Hay, por lo tanto, una importante connotación política en la jeringuilla: estos textos drogados nos muestran una faceta oculta de una Transición vendida como «modélica» hasta la saciedad; estas voces marginales, siempre críticas desde su «yo», merecen su presencia.

El poeta y periodista Eduardo Haro Ibars (1948-1988), por ejemplo, murió a los cuarenta años a causa del sida, dejando tras él, además de una multitud de textos periodísticos, cuatro poemarios y dos ensayos pioneros en España: Gay Rock (Ediciones Júcar, 1975) y De qué van las drogas (Ediciones de La Piqueta, 1978). El primero versa sobre el glam rock y compendia no solo información hasta entonces inédita en España sobre el género, sino que además trata de manera pionera asuntos relacionados directamente con la homosexualidad, la bisexualidad y la transexualidad en el mismo año de la muerte de Francisco Franco. La propia Alaska conoció a los que serían varios de sus cantantes y grupos de referencia (David Bowie o New York Dolls, por ejemplo) gracias a este libro dos años antes de que inaugurara la movida con su grupo Kaka de Luxe. En él, Haro Ibars incluyó traducciones inéditas de canciones de Lou Reed, Alice Cooper o David Bowie. De hecho, Alaska escogió su nombre artístico al leerlo en Gay Rock: procede, concretamente, de la canción «Caroline Says II» del álbum Berlin, de Lou Reed, como ella misma cuenta en el número 3 de la revista Total:

Recuerdo que acababa de morir Franco y estaban poniendo música clásica en el drugstore de Fuencarral, y yo no me decidía entre Space Oddity y Billion Dollar Babies de Alice Cooper; al final me compré el de Bowie y a la semana siguiente el otro. Ese interés era debido a que un mes antes había comprado y devorado el libro de Eduardo Haro Ibars Gay Rock, muy determinante, porque fue lo primero que leí sobre esa gente y me ayudó a conocer grupos nuevos para mí como los New York Dolls…

Por otro lado, De qué van las drogas representa un testimonio importante (aunque no del todo científico) en el que, de forma divulgativa, Haro Ibars explica el origen, los efectos y riesgos de las distintas drogas en un momento en el que la heroína comenzaba a hacer estragos en la población española. También en ese mismo año el autor alertaba en la revista Ozono del peligro de la desinformación por parte del Gobierno y los medios de comunicación sobre estas sustancias, lo que «hace que muchos piensen que es lo mismo la heroína que el hachís; consumidores de este, del prácticamente inocuo chocolate, pasan a la heroína por ignorancia, por confusión». Ninguno de los dos ha sido reeditado, pese al esfuerzo que ha hecho la editorial Huerga y Fierro reuniendo la poesía completa de Haro Ibars, sin olvidar la minuciosa biografía escrita por J. Benito Fernández (Anagrama, 2006).

Otros muy destacables son, por supuesto, Leopoldo María Panero (1948-2014), que más allá de su adscripción novísima también se encontraría aquí (ya desde Así se fundó Carnaby Street hacía referencia al THC, y seguiría con el opio, la morfina, el alcohol, el LSD, la heroína y la destrucción como consecuencia); también está el salmantino Aníbal Núñez (1944-1987), que estableció en su obra «un triángulo fatal entre la droga, la poesía y la vida», según Ruano, como elementos dependientes entre sí. Otro de ellos sería el malagueño Fernando Merlo (1952-1981), que ha quedado inmortalizado como un poeta transgresor y romántico, cuyos versos «no narran otra cosa sino los caminos paralelos de la búsqueda de lo extremo en la vida y en la escritura», añade el profesor. A esta lista se suman otros como Pedro Casariego Córdoba (1955-1993), un poeta que, aunque editado por Seix Barral, está aún por reivindicar (su final lo encontró en las vías del tren); Eduardo Hervás (1950-1972), que murió con veintidós años dejando tras de sí un poemario hoy dificilísimo de encontrar —de él dijo Leopoldo María Panero: «joven poeta seguidor de Góngora, que se fue una tarde a descubrir lo que era la poesía abriendo el gas»—, Xaime Noguerol (1947) —el único superviviente, aunque no volvió a publicar poesía—, Félix Francisco Casanova (1956-1976), conocido por algunos como «el Rimbaud canario», que con diecinueve años puso fin a su vida, o José Antonio Maenza (1948-1979), que aunque es más conocido como cineasta, también escribió varios poemas y una novela inacabada, además de todos los que Marc Balls y David Castillo han reunido en la antología ya mencionada. Casi todos fallecieron prematuramente (por motivos relacionados con la droga o el suicidio) y todos publicaron por primera vez a finales de los años setenta o principios de los ochenta en pequeñas editoriales muy dadas a editar textos contraculturales, si bien no lo hicieron de manera póstuma. Un libro imprescindible es Letras arrebatadas, de Germán Labrador, profesor de literatura en la Universidad de Princeton y el mayor experto —me atrevería a decir— en la materia. Pronto verá la luz su antología Culpables por la literatura. Imaginación política y contracultura en la Transición española (1968-1986), que promete ser un estudio de conjunto de la cultura de los años setenta en su relación con las prácticas políticas del periodo; en otras palabras: la antología definitiva, al menos, hasta la fecha.

Salvo algunas reediciones puntuales, todos estos autores (todos estos y más) se han quedado perdidos en el limbo de aquellos años hedonistas, sin una completa revisión a nivel histórico como reflejo cultural de una generación perdida. En un artículo publicado en la revista Kamchatka y titulado «La mirada histórica. Estrategias para abordar la cultura de la Transición española» (2014), Álvaro Fernández, un estudioso de ese agitado periodo, defiende que «es vital también recuperar la producción artística y crítica que en ese mismo marco ha sido relegada al olvido, para mensurar el valor de esa producción silenciada». La falta de estudio de la poesía y la narrativa más próxima a la movida conduce a olvidar interesadamente una parte de la historia de España. Es por eso que las obras de estos poetas (conociendo su diferente calidad) precisan de una revisión académica y editorial que permita entender a sus autores, así como las circunstancias culturales y de producción españolas del periodo. Urge revisarlas críticamente para completar y revelar la foto de la Transición, evitando la mitomanía así como las simplificaciones que rebajen su calidad (por ejemplo, tildándolos de «literatura yonqui»); más aún en un momento clave para la democracia española como el actual, que se enfrenta por primera vez al debate sobre cómo debe ser la construcción de la memoria reciente y de su relectura desmitificadora, así como a la desafección y al desencanto con la representación política y cultural, tal y como anticipó con pasmosa visión profética Haro Ibars en su artículo «El decenio a la contra» de la influyente revista Triunfo:

Cuando trato de ser realista, y proclamo a los cuatro vientos que todo va mal, y que todo irá a peor todavía, se me llama derrotista, pesimista y desesperanzado. Por desgracia, la realidad me da continuamente la razón. Y siguen matando chavales por las calles, y se restablece la censura en el cine —aunque haya perdido su nombre, y sea una censura más vergonzante y no menos vergonzosa—, y se prohíbe el derecho a manifestarse. A mí todo esto me recuerda décadas anteriores y negras; mucho me temo que vamos a caer de nuevo en el aburrimiento, en la grisura, en el vacío físico y moral que imperaba con nuestro papá Franco, que es también el papá de estos chicos que hoy nos gobiernan y nos mandan, y que encima dicen que nos «representan».


Baudelaire & Poe, Ltd.

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Poe and Baudelaire, de Falk Nordmann: .

Léeme y sabrás amarme. Así advierte Baudelaire a sus lectores. Lo hace además en uno de los libros mejor titulados de la historia de la literatura: Las flores del mal. Esto de léeme y sabrás amarme siempre me ha parecido una invitación mágica, desafiante y hasta valiente, pero sobre todo triste. Baudelaire fue por encima de todo un necesitado de amor. Desde su altanería de dandy, desde sus poemas retorcidos, desde su fama de despreciar a todo y todos, da continuamente la impresión de buscar amor en el artificio de las letras, en el juego de inteligencias de la palabra escrita. Igual ocurre con Poe, a quien uno aprende a amar como persona leyéndole. No leas su biografía, no bucees en su anecdotario y mucho menos en lo que sus contemporáneos afirman que hizo o dejó de hacer. Simplemente léele y sabrás amarle. Baudelaire y Poe demandaron un lector que pudiera entenderles, porque estaban seguros de que si alguien les leía adecuadamente les amaría de manera incondicional. Llevaban razón, y por eso cuentan hoy con una legión de admiradores.

El destino quiso además que fuese Baudelaire, el maldito de malditos, un poeta despreciado por todos en su época, ese gran lector que supo amar el trabajo de Poe y lo introdujo en Europa. No muchos recuerdan que Baudelaire fue el gran artífice del conocimiento de Poe en Francia y, por contagio, en el resto del continente europeo. Conoció sus textos por mera casualidad y quedó envenenado para siempre, dedicando buena parte de su tiempo a traducirle al francés. En algunos periodos de su vida estuvo tan obsesionado con la empresa de traducir y difundir a Poe que llegó a descuidar su propia obra. El autor de Las flores del mal parecía haber caído en uno de esos hechizos que ejercen un aprisionamiento mental que tanto gustaban al escritor de Baltimore.

Cuentan que Baudelaire leyó por primera vez a Poe en la traducción que el periódico La Démocratie Pacifique hizo de El gato negro. Era 1847, apenas dos años antes de que el americano muriese. Desde ese momento, la vida del poeta francés quedó transformada. Contó a sus amigos: «La primera vez que abrí uno de sus libros vi, para mi sorpresa y placer, que allí se encontraban no solamente ciertos motivos con los que yo había soñado, sino frases que yo había pensado, escritas por él veinte años antes». Ante la incredulidad de los que le oían, Baudelaire normalmente remataba la anécdota con un añadido que borraba su habitual espíritu egocentrista y chulesco y demostraba la sincera admiración que sintió por él: «Igual que lo que yo había pensado, pero mejor escrito».

Es una pena que Baudelaire conociera demasiado tarde a Poe, pues de lo contrario podríamos fantasear con un encuentro entre los dos malditos. Baudelaire publicó el primer trabajo serio sobre Poe el 15 de octubre de 1848, y el americano murió solo un año más tarde. De hecho, parece que esta profunda admiración solamente circuló en un sentido: se cree que el autor americano no llegó a saber nada acerca de aquel iluminado francés que había caído hipnotizado bajo el influjo de su literatura.

La obsesión de Baudelaire por Poe llegó a ser tal que tomó por costumbre perseguir y asaltar a cuantos americanos encontraba por París para pedirles información sobre su ídolo literario. En una ocasión, Baudelaire supo que un americano (1) hospedado en un hotel del Boulevar des Capucines había conocido a Poe, así que no se lo pensó dos veces y se plantó en su habitación. El extranjero le recibió en calzoncillos, mientras se probaba algunos zapatos que pretendía adquirir en París. Baudelaire debió acribillarle a preguntas sobre el autor de La caída de la Casa Usher, hasta que el americano se sintió tan abrumado por la presencia de aquel fanático francés que explotó: «Sí, le he conocido. Y le diré que es un ser extraño y antipático».

Lo que no sabía el americano de los zapatos era que una afirmación como esa, hecha a una persona como de Baudelaire, podía provocar que creciera aún más su interés por el autor. Con el tiempo llegó a estar convencido de que Poe y él estaban unidos de una manera sobrenatural, y presumía de que se hubieran dictado palabras al oído entre ellos de algún modo maravilloso. También argumentaba que la explicación de que sus estilos se parecieran tanto (algo que prácticamente todo el mundo duda, pero que para Baudelaire resultaba evidente) había que buscarla en la similitud de sus vidas. A este respecto, resulta paradójico pensar que mucha de la información sobre Poe que Baudelaire manejó en su momento y que se dedicó a difundir era errónea: provenía de los relatos biográficos de Rufus Griswold, quien intencionadamente había alterado un buen número de sucesos para desprestigiar al autor de Los crímenes de la calle Morgue. Entre las informaciones inventadas por Griswold que Baudelaire recibió y difundió, se encuentran que Poe se marchara de casa para participar en la Revolución griega, que fuera llevado a Rusia por molestar al Gobierno ruso y que unos valientes compañeros americanos le salvaran in extremis de un exilio en Siberia. No era desde luego un material nada despreciable para la biografía de Edgar Allan Poe, incluso bastante mejor que algunos episodios reales de su vida, menos novelescos y sin duda más vulgares, pero nada de eso era cierto. La relación entre Griswold y Poe da para otro artículo: el biógrafo y crítico literario, responsable de la primera edición póstuma de la obra del genio de Baltimore, llegó a falsificar cartas del escritor en su obsesión por desprestigiar su figura.

Forzando algo la realidad, sí que podemos encontrar elementos biográficos comunes entre ambos escritores, aunque desde luego no tantos como Baudelaire afirmaba y dejaba por escrito: el punto de unión más evidente era que ambos habían crecido a la sombra de un padrastro al que detestaban. El padre del francés, François Baudelaire, fue un exseminarista que se ganaba la vida como profesor de dibujo, que se casó con su madre cuando tenía ya sesenta años, en un segundo matrimonio tardío y desigual. La madre del futuro poeta tenía entonces solamente veintiséis. Su padre murió cuando Charles Baudelaire tenía solamente seis años. El poeta, egoísta enfermizo, nunca perdonará a su madre que volviera a casarse, especialmente con alguien que él consideraba tan detestable como el mariscal Jacques Aupick, descrito como alguien de una arrogancia casi teatral. Baudelaire sintió la felicidad del mariscal con su madre como su propia desgracia, y su resentimiento será una llama melancólica que le acompañará el resto de sus días. Siendo muy joven fue enviado a un internado, hecho que entendió como un intento por parte de los padres de deshacerse de él para disfrutar de una vida libre de cargas. Con ello su rebeldía se desató definitivamente, y a partir de ese momento los centros en los que estudió pueden dividirse entre aquellos de los que escapó y aquellos de los que fue expulsado. La leyenda cuenta que en alguna ocasión Baudelaire se permitió una exclamación que haría las delicias de un freudiano interesado en estudiar un complejo de Edipo: «Cuando se tiene un hijo como yo, no es necesario que uno se vuelva a casar».

Lo cierto es que Baudelaire, la mayor parte del tiempo incapaz de obtener beneficios de la literatura, practicó un parasitismo constante de los bienes de la familia. La necesidad de sacar dinero a su madre le llevó a extremos profundamente inmorales como el de fingir intentos de suicidio para conmoverla y recibir más. El 30 de junio de 1845 escribió a uno de sus amigos una carta en la que decía: «Me mato porque soy inútil a los otros y peligroso a mí mismo». Para dejar más pistas sobre su aparente intención, consultó a Louis Ménard, un amigo poeta, acerca de formas sencillas y seguras de suicidio. Para que no faltara detalle, envió a Cousin, otro habitual de sus tertulias, unos manuscritos de sus obras acompañados de detalles para su publicación póstuma. Sus amigos, asustados por las supuestas intenciones suicidas, hicieron todo lo que estaba en su mano para localizarlo. Finalmente, le encontraron en un cabaret de la calle Richelieu, donde les explicó con cínica y pasmosa tranquilidad que todo era una estratagema para sacar dinero a sus padres. Delante de ellos se hundió un puñal en el pecho, aunque con cuidado de hacerse apenas una herida superficial: la suficiente para que su madre fuera avisada por la policía y lograr despertar en ella la ternura necesaria para atrapar el dinero.

La cuna de Poe era mucho más humilde que la de su seguidor francés: los padres del americano eran actores itinerantes. Nació un 19 de enero de 1809 y su padre, David Poe, se esfumó dieciocho meses más tarde. Elizabeth Arnold Poe murió durante una gira cuando él tenía dos años, de manera que el niño Poe pasó al cuidado de la familia Allan, de ahí el nombre de Edgar Allan Poe con el que firmaba. Nunca fue legalmente adoptado por esta segunda familia, y muchos de los desencuentros y sinsabores de su edad adulta fueron provocados por el hecho de que el señor Allan se negara siempre a reconocerle. Una de las mayores decepciones de John Allan al respecto de su hijo adoptivo fue el hecho de que Edgar decidiera dedicarse a algo tan turbio y poco reconocido como la escritura, despreciando un puesto en su negocio de exportación de tabaco.

En la búsqueda de la gloria literaria, Baudelaire y Poe padecieron pobreza y desprecio social, pero reaccionaron de manera muy distinta a la situación. Baudelaire intentó hacer del vicio virtud: su vida fue un continuo choque con la sociedad que despreciaba, y disfrutaba (como Wilde al otro lado del canal de la Mancha) sacando los colores a la hipócrita sociedad que le rodeaba con sus desplantes y exabruptos. Poe también se sintió siempre un outsider, alguien incapaz de encajar en la sociedad, pero lo llevaba de una manera íntima y taciturna, como una especie de triste apostolado.

Baudelaire ha pasado a la historia como suelen hacerlo los verdaderos genios: mal. Todos los escritores de fuerte personalidad —y la de Baudelaire parece que fue verdaderamente infernal, por retorcida y grotesca— corren el riesgo de que se les recuerde más por su anecdotario que por lo que realmente ofrecieron a la historia de la literatura. Crépet, uno de sus biógrafos, escribió una frase brillante al respecto: «Su leyenda es mucho más intensa que su vida». Existen tantas anécdotas y tan disparatadas sobre Baudelaire que uno llega a pensar que la invención de proezas insólitas del poeta debió de ser un divertimento de la sociedad de la época similar a lo que en la América contemporánea constituyen las historias de Yogi Berra. Mi anécdota favorita de Baudelaire es aquella en la que Théodore de Banville, cronista de París, encuentra al poeta y, tras una charla intrascendente, Charles le dice: «¿No le parecería agradable, querido amigo, bañarse en mi compañía?». Banville no quiso que aquel dandy engreído le amedrentara, de modo que accedió con una respuesta aún más wildeana: «Precisamente iba a sugerírselo en este momento». El plan parecía tan claro y conforme que ambos se dirigieron a una casa de baños y pidieron una habitación con dos bañeras. Los dos escritores se desnudaron y metieron en el agua. Un instante después, Baudelaire le dijo: «Y ahora que no tiene posibilidad de defenderse o escapar, querido colega, voy a leerle una tragedia en cinco actos».

A Baudelaire se le recuerda como el autor de esa obra maestra que es Las flores del mal, y también en menor medida por esos Paraísos artificiales que pueden leerse como una especie de Divina comedia enferma, un descenso al infierno amortiguado por el consumo de sustancias. De la persona solamente se oyen los despojos: se le describe como el mayor egoísta que jamás pisó la tierra, y es muy probable que fuera así. No hay que olvidar que el dandismo de Baudelaire o Wilde ahora nos parece algo genial y llamativo, pero a sus coetáneos les resultaba francamente antipático, pueril. Poe tuvo un estilo que definitivamente no gustaba en América, condenado a las cunetas de la literatura, y que aún hoy tiene muchos detractores entre el establishment universitario, siendo a menudo calificado de demasiado extraño. Sin embargo, entre sus lectores incondicionales Poe sigue gustando más que cualquiera de sus contemporáneos, porque encuentra una fórmula perfecta en apelar tanto a la razón como a la emoción, algo que en Baudelaire está francamente descompensado hacia la emoción. Los malditos hacen avanzar la literatura porque siempre tienen otro estilo, una forma de escribir que nadie ha imaginado ni se ha atrevido a hacer hasta ese momento. Se encuentran más cerca que nadie de alcanzar la originalidad porque realmente tienen una mente única. Lo que verdaderamente une a ambos autores no es un padrastro ni un odio a la sociedad, sino que ninguno de los dos pensó nunca que una belleza normal o tradicional fuera suficientemente atractiva. Había que buscar algo más retorcido. La belleza pura, para ambos, se encontraba siempre ligada a la aberración, la anormalidad o la distorsión. Las flores del mal salió a la venta en 1857, e inmediatamente el libro fue juzgado por indecencia y se puso en marcha un proceso judicial contra su autor. Baudelaire fue condenado a retirar seis poemas del conjunto. El poeta obedeció, reelaboró y reordenó el material, e incluso reescribió algunos poemas para adecuarlos al mandato judicial. Nunca ha trascendido ni se ha podido reconstruir la organización original del libro, aunque se han hecho numerosos intentos. Paradójicamente, el mayor éxito económico del que gozó Baudelaire durante su vida literaria fue la traducción de las Narraciones extraordinarias de Poe.

Poe dejó que el alcohol le acompañara en el camino tortuoso de la literatura, y el alcohol le mató. Un 3 de octubre de 1849 apareció semiinconsciente en una taberna de Baltimore, y después de cuatro días de delirio fue declarado muerto. Baudelaire murió el 31 de agosto de 1867, con cuarenta y seis años, el cuerpo prácticamente paralizado por las secuelas de sus adicciones. Descansa en el cementerio de Montparnasse, curiosamente junto a la tumba de su padrastro, la persona que más detestó en vida. Poe está enterrado en Baltimore. Cuando se le dio sepultura, se hizo en una tumba anónima, que pronto desapareció entre la hierba. George W. Spence se apiadó de su memoria y colocó un pequeño bloque de piedra con un número grabado en él. Se mantuvo como una tumba sin nombre hasta que años más tarde Maria Clemm, una tía suya, supo del estado de la tumba del poeta y organizó una comisión para crearle una sepultura apropiada. Estando los dos ya enterrados y reconocidos, no sabemos si seguirán susurrándose líneas de escritura el uno al otro en alguna parte, buscando juntos esa belleza grotesca que tanto amaban.

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(1) Anécdota recogida en el libro Baudelaire, de César González-Ruano, 1958, Colección Austral. Resulta un libro curioso, porque además constituye la biografía de un maldito escrita por un maldito, aunque esta denominación se aplique a Ruano por razones muy distintas, como se sabe.

Habitación 5013

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Bernardo Cortés. (DP)

Hasta el pasado martes, en que la trasladaron a la clínica Sant Antoni, en la Zona Franca, tuve a mi abuela ingresada en el hospital de la Esperanza, en el barrio de La Salud, aquejada de los noventa años que cumplió el 28 de febrero (en realidad nació un 29, por lo que los nietos solemos bromear con que si tiene veintitrés). Durante las tres semanas que estuvo allí ocupó la habitación 5015, contigua a la del cantante Bernardo Cortés, que murió el viernes debido a una isquemia intestinal. Habrán leído en la prensa que Bernardo falleció en el Hospital del Mar, «donde llevaba un mes ingresado». No, estaba ingresado en la Esperanza, y lo más probable es que muriera allí. El equívoco se debe a que la Esperanza forma parte de la red sanitaria Parque de Salud Mar, cuyo vértice es el Hospital del Mar, en La Barceloneta. Así, es habitual que entre sus pacientes haya un elevado porcentaje de vecinos de ese barrio. Como Bernardo y Concha.

El lunes entré a saludarlo, como siempre que iba a darle la comida a mi abuela, y al ver que estaba escribiendo le dije que pasaría después. Ya no pasé. Me sorprendió que muriera, pues no parecía que estuviera en las últimas: no hace una semana salió en pelotas al pasillo arrastrando el gotero como si fuera una bola de presidiario y diciendo a las enfermeras, y a todo el que quisiera oírle, que se encontraba de fábula.

Lo vi por primera vez cuando yo apenas contaba nueve o diez años. Los De Paco Serra, que aquel día debíamos de ser unos quince, celebrábamos un cumpleaños en el antiguo Cal Pinxo, uno de los merenderos que cercaban la playa («chiringuitos», decían los profanos, sobre todo si eran ricos y escritores). No hubo en los ochenta película rodada en Barcelona en que no salieran sus protagonistas comiendo un arroz en uno de aquellos delirantes restorans. Recuerdo (de una forma tan vívida que me resulta incluso sospechosa) que mi abuela, mi madre y sus primas tenían las mejillas coloradas por el champán, que los hombres llevaban corbata y que mi abuelo se había arremangado, como hacía siempre que se entonaba. Atento al derroche de las celebraciones, Bernardo se bamboleó hasta nuestra mesa y, tras asegurarse de que la guitarra y su gaznate eran una sola cosa, se arrancó con el «Cumpleños feliz», que cantó con un tesón impropio de la pieza, como si aquella cancioncilla hubiera de procurarle un ápice de gloria. Lo cierto, ay, es que en la cima de cada uno de sus gorgoritos parecía alojarse una derrota. Vestía un traje azul de solapas imposibles, una camisa con algún que otro lamparón y era difícil, muy difícil, imaginárselo haciendo otra cosa que no fuera eso: avivar la alegría de los comensales a base de profanar tonadas, boleros, rancheras.

Antes de darse a la música, a finales de los setenta, había trabajado como mecanógrafo (se ufanaba de haber ganado en 1950 el campeonato de mecanografía de Jaén, su ciudad natal, con más de quinientas pulsaciones por minuto). Desde Cataluña, donde se había instalado a mediados de los cincuenta, emigró a Suiza, y a su regreso fundó una empresa de derribos. Fino lector, ya por entonces tentaba la poesía pero nada hacía presagiar que de las ruinas del empresario Bernardo Cortés Maldonado surgiría el quijotesco Bernardo, ni que éste se convertiría, andando el tiempo, en un ilustre de la Barceloneta, junto a gigantes como el Anchoveta, la Paca, el Cherif o la Mari. Al igual que ellos, Bernardo vivió a despecho de su siglo, sin que los sucesivos cambios en el paisaje mellaran su autenticidad. Entre sangría y contoneos, asistió al aluvión murciano de los sesenta, al cine de barrio de los setenta, a la ventisca de la heroína de los ochenta y a la piocha olímpica de los noventa. Y ni siquiera el derribo de los merenderos, el único escenario de sus actuaciones, pudo con él. Yunque contra la desdicha, hablamos de un cantante que no dio nunca un concierto, lo que se entiende por concierto. Y aunque últimamente, ya muy decaído, decía que le habría hecho ilusión una gala de despedida (una gala, así hablaba Bernardo), colmó su gran anhelo hace cuatro o cinco años, cuando Fede Sardá le abrió las puertas de la sala Luz de Gas para que presentara su último libro de poesía.

El día en que mi abuela dejó el hospital, mi madre pasó a despedirse. Le dijo que en el mueble-aparador del piso de mi abuela conservamos una fotografía suya, de la que mi abuela dice que le ha traído suerte. Nadie en la familia sabe exactamente por qué, aunque bien pensado, Bernardo fue para los De Paco una cálida presencia, algo así como el exótico figurante de todos los momentos en que hemos sido felices.

El poeta que inspiró la piratería

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William Ernest Henley, 1849 – 1903. Foto: DP.

Indiferente a la noche que me envuelve, / negra como un pozo insondable, / doy gracias a los dioses que me otorgaron un alma irreductible./ En las crueles garras de la fortuna / no he llorado, ni gemido en voz alta. / Tras los envites del azar / mi cabeza está ensangrentada, pero intacta. / Más allá de este lugar de rabia y lágrimas / solo está el horror de las sombras, / y la amenaza de los años que están por venir / no me tiene, ni me tendrá, asustado. / No importa lo estrecha que sea la salida, / o cuántos cargos hayan incluido en el sumario, / soy el amo de mi destino: / soy el capitán de mi alma.

Nelson Mandela, confinado por defender el fin del racismo en Sudáfrica, se repitió durante veintisiete años los versos de este poema. Según cuenta en su biografía, sus palabras le ayudaron a tolerar su largo encierro. Leídas en el contexto de una cárcel, cualquier cárcel, cobran un profundo sentido, aún mayor si, como el líder sudafricano, se ha sido condenado a cadena perpetua. Hoy se considera a esta composición poética un himno a la resistencia personal frente a las adversidades, y sin embargo su autor nunca tuvo tal cosa en la cabeza. Se llamaba Ernest Henley, tenía una pierna de madera, una muleta, e inspiró la imagen del pirata tal como hoy la concebimos en la literatura y en el cine. Desde la lejana isla del tesoro de Stevenson, hasta la moderna Piratas del Caribe de Disney.

Henley fue periodista, crítico literario, amigo de escritores y poeta en la Inglaterra victoriana. Los versos que le han resucitado de la historia fueron publicados como «poema IV» en 1874. Iban dedicados a un panadero y comerciante de harinas, Hamilton Bruce, mecenas habitual de escritores, sin mayor intención, en principio, que recrear la belleza poética. Pero cuando veinticinco años después el escritor y crítico literario Quiller-Couch compiló la antología poética The Oxford Book of English Verse quiso aumentar su valor, inventando el título de Invictus. Allí se reunían los mejores poemas ingleses compuestos entre el siglo XIII y el año 1900, quedando Henley incluido entre los poetas victorianos. El poema elegido para representarle, y su nuevo título, parecía indicar que el autor había representado la concepción del estoicismo que tuvo la sociedad victoriana. Habían convertido la corriente filosófica original en una resistencia personal a cualquier precio, unida a constreñir al máximo los impulsos personales, y a poder ser, haciendo que todo ello redundara en mayor gloria del Imperio británico. Salvo esto último, Invictus cumple todos esos preceptos.

Pero Henley no solo no se adaptó al ideario victoriano, sino que por el contrario fue un promotor de la siguiente corriente artística, el modernismo. Una de las ideas defendidas como editor del periódico Scott Observer, hoy llamado National Observer, era que el arte no debía tener una finalidad didáctica, sino servir a la inspiración y la belleza. Y por ello fue el primero en dar a conocer a artistas como Auguste Rodin, el autor de El pensador, o al pintor James McNeill Whistler, a quien hoy se considera el creador del impresionismo inglés. Defender «el arte por el arte» era algo verdaderamente revolucionario en la Inglaterra de su época. Casi tanto como su poesía, que anticipó el nuevo uso del verso libre y la total libertad en los temas elegidos, que ya no tenían que ser sublimes, sino que también podían tomar como imagen lo cotidiano. Pero muy pocos recordaban ninguno de estos detalles de su personalidad cuando, casi cien años después, un líder sudafricano era condenado a cadena perpetua y recitaba una de sus composiciones como un credo.

Nelson Mandela, líder de la lucha contra el Apartheid, había sido confinado en una celda de dos metros por dos, con una esterilla en el suelo por cama, y la tarea de picar piedra durante el día para producir grava. No le dieron libertad ni siquiera para usar unas gafas de sol con las que protegerse los ojos, lo que le acarrearía problemas de visión durante toda su vida. Ejemplo de superación personal y resistencia, decidió estudiar la carrera de Derecho durante la noche. Puede decirse que, ante su presente y su futuro, el repetirse a sí mismo estoicamente y en alta voz, como hacía, «soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma», hubiera sido considerado digno de encomio incluso por los victorianos. Siempre y cuando, claro, Mandela no hubiese sido una persona de raza negra.

Las torturas a que habían sido sometidos los líderes que lucharon contra el Apartheid no fueron conocidas sino hasta después de la liberación de su principal representante. Las mutilaciones y ejecuciones encubiertas de presos en la John Vorster Square, hoy Comisaría Central de Johannesburgo, dieron aún mayor difusión al poema Invictus. Profesores y políticos negros «se suicidaban» o «se desnucaban accidentalmente en las duchas» por crímenes tan terribles como llevar libros prohibidos en el maletero del coche. Ante esta información, el credo de Mandela ya no parecía escrito solo para él, sino para cualquiera que hubiese padecido aquella violenta injusticia: «Tras los envites del azar / mi cabeza está ensangrentada, pero intacta».

Y con el poema, también la figura de Ernest Henley comenzó a suscitar gran interés, en un momento en que además la psicología popularizaba el término «resiliencia». Esta palabra puede definirse, simplificándola, como la capacidad de obtener ventajas de períodos de sufrimiento vital. Y aquí es donde la biografía de Henley contagia a Invictus, convirtiendo al poema en un himno de la resistencia personal. Así hubiera sido si el autor lo hubiera escrito durante su larga estancia de tres años en el hospital. La tuberculosis que padecía desde los doce años había degenerado en una variante ósea de la enfermedad, que infecta las articulaciones. Tuvieron que amputarle la pierna izquierda por debajo de la rodilla al cumplir los veinte para impedir su muerte. Cuatro años después, la tuberculosis ósea se le manifestaba también en la pierna derecha, y todo parecía indicar que también la perdería. Pero en esa ocasión tuvo la fortuna de caer en manos del cirujano inglés Joseph Lister. Un genio de la medicina quirúrgica que descubrió los principios de la asepsia, obligando por primera vez a los cirujanos a lavar sus las manos, el instrumental y las heridas de los enfermos, salvando muchas vidas y permitiendo el desarrollo de la cirugía moderna. A Henley le practicó una serie de intervenciones destinadas a extraer el pus de sus articulaciones, hasta liberarlas de la infección. Le tomó tres años curarle, durante los que el poeta estuvo recluido en el hospital.

Esa estancia hospitalaria dio dos frutos que marcarían de forma radical la historia de la literatura y la cultura de nuestro tiempo. El primero fue el poemario llamado In Hospital. Un hito del verso libre, donde la vida cotidiana del enfermo se nos narra a través de detalles banales, pero importantes, como escuchar una cisterna que gotea durante toda una noche, o el deseo de salir y participar en la vida de los demás, los sanos, cuando se asoma a una ventana. Incluye además vívidas impresiones sobre la sensación de ser dormido mediante anestesia, y despertar después entre la expectación de los médicos. Incluso, aunque lo haga con pudor victoriano, nos habla de la excitación que le causan las apariciones de una virginal enfermera en su día a día. El poemario incluye todo eso, pero no el poema Invictus, que compuso mucho después. Y sin embargo el mito construido sobre Henley identifica esos versos de resistencia con su padecimiento, tal como lo interpretó Nelson Mandela al tomarlo como himno personal.

Treasure Island … New edition, with original illustrations by Wal Page, Londres, 1899. Imagen: The British Library.

El segundo fruto cultural, y el que más presente está actualmente entre nosotros, es el encuentro en el hospital con el escritor Robert Louis Stevenson, autor de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, y de La isla del tesoro. Fue el padre de Virginia Woolf quien los presentó, y el novelista quedó fascinado por Henley, lo mismo que el crítico por el potencial de aquel escritor novel. Stevenson se encontró con un hombre corpulento, muy alto, de anchos hombros, pelo hirsuto y frondosa barba pelirroja. Extrovertido, parlanchín, de risa franca y extensa cultura literaria, se movía, además, con gran agilidad sobre su pierna de madera, valiéndose de una muleta. Si leemos La Isla del tesoro comprobamos que el pirata John Silver es casi una transliteración del mismo: «Su pierna izquierda había sido cortada a la altura de la cadera, y bajo el hombro izquierdo portaba una muleta, que manejaba con asombrosa habilidad, brincando sobre ella como un pájaro. Era muy alto y fuerte, con una cara grande como un jamón, plana y pálida, pero inteligente y simpática». La inspiración está fuera de toda duda, porque el propio Stevenson la confiesa en una de sus cartas. Explicando además que ese ruido que en la novela antecede siempre a la aparición de Silver es el que escuchaba en el hospital visitando a Henley. El golpeteo de su muleta contra el suelo de madera, moviéndose sin que su mutilación le estorbara la rapidez ni la agilidad el movimiento.

No concebiríamos hoy la imagen de un pirata con pata de palo si Henley no hubiera existido. Y tampoco repetiríamos la característica personalidad de John Silver si el novelista no hubiera ido más allá de la apariencia física. Uno de los rasgos de estilo más sobresalientes de Stevenson es la dualidad de sus personajes, que lleva al extremo en Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Silver es un marinero que se comporta de forma paternal con el joven protagonista John Hawkins, aunque luego se revele como un pirata egoísta y cobarde, que huye con un saco de oro y sin un adiós. A pesar de ello sigue cayéndonos simpático y no podemos dejar de admirar su rebeldía, su forma de vivir en libertad y al margen de la sociedad. En Henley están también ambas características. Porque tuvo la paciencia de leer el primer manuscrito de un escritor en ciernes, al que aconsejó pacientemente, siendo fundamental en su carrera. Y dándole una recomendación que iba en contra de la literatura victoriana: debía relegar la intención didáctica para anteponer el entretenimiento. Empezando por acortar ese largo título de El Sea Cook o la Isla del Tesoro, una historia para la juventud. Tal vez ahora nos parezca de sentido común, pero a finales del siglo XIX semejante rasgo de modernidad era absolutamente revolucionario. Como el mismo carácter del poeta que escribió el Invictus.

A la larga, la amistad de ambos hombres se enfrió, especialmente cuando Stevenson, en su madurez estilística, dejó de considerarle un maestro. Las obras teatrales que escribieron juntos acentuaron este desencuentro, y dejaron de hablarse. Por su parte, Henley continúo con una vida llena de adversidades, mientras todos le consideraban el referente de la crítica literaria de su tiempo y su influencia en importantes escritores seguía extendiéndose. Fue amigo de Ruyard Kipling y de J. M. Barrie, que tomó a su hija Margaret como inspiración de Wendy en Peter Pan. La niña, muerta a los seis años por una meningitis, no llegó a ver el estreno de la obra teatral infantil, que fue un verdadero escándalo moral. Los niños victorianos eran adultos por desarrollar y se les animaba a dejar la niñez, por lo que la decisión de Peter Pan de no crecer fue considerada por muchos una atrocidad, y aplaudida por Henley. Su tuberculosis seguía avanzando, y le llevaría a la tumba a los cincuenta y tres años. Pidió ser incinerado y que sus cenizas reposaran, hasta el día de hoy, junto a su hija muerta. A partir de ese momento su nombre iba a quedar para unos cuantos expertos en literatura.

Así fue hasta que en 2009 Clint Eastwood dirigió la película Invictus, narrando cómo en el esfuerzo del ya presidente Mandela por reconciliar Sudáfrica se ayudó de la selección nacional de rugby. En ella puede oírse a Morgan Freeman recitando los versos de Henley, y también a Matt Damon el poema entero, a la vista de la celda y prisión en donde el líder contra el Apartheid estuvo recluido. La fama de esta composición poética, ya potenciada por la biografía de Mandela, se hizo mayor, o al menos alcanzó todos los países en que fue estrenada la película.

Y aunque el hecho de que aquel poeta sigue encarnando de manera indirecta el prototipo del pirata es menos conocido, su personalidad sigue presente a través de John Silver. No por casualidad Jack Sparrow, protagonista de la saga de Piratas del Caribe, comparte sus iniciales. Ya no lleva una pierna de madera, pero sigue dudando entre el egoísmo del pirata y la entrega desinteresada del héroe. Y si su brújula mágica, que podría marcar la dirección en que está el objeto de su deseo, oscila sin encontrar el rumbo, es porque el espíritu de Henley sigue vivo en él, murmurando «soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma». Un capitán pirata, naturalmente.

Historia de dos cuñados

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Portada de la primera traducción al castellano de Tirant lo Blanc, impresa por Diego de Gumiel, 1511.

¿Hablaban de literatura? Lo dudo. Son dos de los más grandes escritores valencianos de todos los tiempos y eran cuñados, pero no debían de hablar de literatura. Para empezar eran señores feudales, tenían sus tierras y sus siervos, pero a uno le iba mucho mejor que al otro.

Ausiàs March supo ver el mundo que venía, el mundo del Renacimiento, el mundo del mercantilismo, el mundo del dinero. Se dedicó a plantar caña de azúcar en sus tierras y le fue muy bien. Joanot Martorell empezó siendo medio pobre (su familia entró en una decadencia rápida e inexorable desde que murió el padre) y acabó siendo pobre del todo, pobre pero con el orgullo y el honor de los viejos señores feudales, enredándose en duelos y pleitos y letras de batalla y peleas con otros nobles y perdiendo las pocas tierras que le quedaban, hasta tener que acabar prácticamente viviendo en la más absoluta miseria, lo que le llevó a vender a su vecino lo único que le quedaba por vender: el manuscrito del Tirant lo Blanc. Estamos en 1464. Joanot Martorell ha tardado cinco años en escribir su libro. Y cuando por fin lo acaba se lo vende a Martí Joan de Galba porque «passava moltes mecessitats e lo dit Martí Johan li prestaba dinés sovint». Es decir, que durante mucho tiempo se pensó que el Tirant tenía dos autores, cuando en realidad lo que hizo Martí Joan de Galba fue solo prestar dinero a un pobre y viejo Joanot Martorell (que moriría muy poco después). Y eso le garantizó un lugar en la historia de la literatura valenciana… Sí, puede parecer poco. Pero Martí Johan de Galba hizo algo más, de hecho hizo lo más importante de todo: publicar el libro. Y sí, se tomó su tiempo, desde el 1464 hasta el 1490, es decir casi treinta años, pero lo que importa es que al final lo llevó a la imprenta.

¿Por qué tardó tanto? No lo sabemos. ¿Qué hubiera pasado si ese manuscrito se hubiera perdido o estropeado en todos esos años? Bueno, eso sí lo sabemos: no habría Tirant lo Blanc y por tanto no habría cita de Cervantes ni nada de nada. Es horrible pensar que grandes obras de la humanidad podrían haberse perdido, pero eso pasaba muy a menudo y de hecho muchas se habrán perdido (y por tanto nunca llegaremos a conocerlas) y otras no se perdieron: las eliminaron los guardianes del canon literario, los defensores de la buena literatura y las buenas costumbres. De manera que tenemos que suponer que lo que nos llega es siempre una parte menor pero no determinada de lo que existió.

En cualquier caso, volviendo al principio, me gusta imaginar a Ausiàs March y a Joanot Martorell en una cena familiar. No eran buenos cuñados, desde luego, porque Ausiàs March, que sabía que los Martorell no estaban en su mejor momento, se empeñó en cobrar toda la dote antes de casarse con Isabel de Martorell, y eso retrasó la boda durante dos años. La poesía es la poesía y la pasta es la pasta, debía pensar Ausiàs March, que no dejó de escribir poemas ni de ganar dinero en toda su vida, pero eso sí, todo en su debido orden y sin que una cosa interfiera en la otra. Al final se quedó con todas las tierras que quería como dote (y con eso contribuyó a hundir más a la familia Martorell, que veía como sus posesiones se esfumaban) y la esposa le duró poco, porque la pobre Isabel, que tanto había esperado para casarse, se murió ese mismo año, sin darle ni un hijo a Ausiàs March pero a cambio dejándolo como heredero universal (con lo cual las tierras de su dote no volvieron a la familia Martorell). Vamos, que a unos les va bien y a otros les va fatal, y mientras Ausiàs escribe sus poemas de amor, sus poemas morales, sus poemas espirituales y todo lo demás que quiere escribir, y mientras Joanot Martorell sueña con ser el gran señor feudal, el gran caballero, el gran noble que nunca llegará a ser.

Simplificando: Ausiàs March escribe sobre lo que vive y Joanot Martorell escribe sobre lo que le gustaría vivir. Porque cuando su héroe salva al Imperio bizantino está soñando con cambiar la historia, porque Constantinopla y las ruinas de su imperio ya habían caído en manos de los turcos (de hecho acababan de caer hacía muy pocos años: en el año 1453). Y cuando su Tirant muere de una enfermedad después de haber hecho testamento (es decir, después de aceptar su muerte como algo natural), y sobre todo después de haber alcanzado todo el poder y la gloria que un mortal puede alcanzar en este mundo, le está cambiando el final a su héroe real, el hombre en el que se inspiró: Roger de Flor, el jefe de los almogávares, que murió asesinado a traición en un banquete por orden de Miguel IX, hijo del emperador bizantino Andrónico II.

La historia de la humanidad está llena de traiciones y envidias, pero luego viene la literatura para tratar de arreglar estos asuntos tan feos. Y a veces lo hace tan bien con estos remiendos caseros que casi nos creemos la historia de mentira, la de la literatura, y nos olvidamos de las miserias y las derrotas de la historia real, la que no duerme en los manuscritos sino en los viejos cementerios.

En realidad lo de «el Blanco» le viene al Tirant por otro de los personajes reales cuyas historias conocía Joanot Martorell: Janós Hunyadi, un caballero húngaro, de Valaquia (o «Balachus», de donde se pasa a «Blanch»), que luchó contra los turcos. ¿Pero eso qué importa? ¿Acaso un personaje real, cualquier personaje real, puede hacer sombra a un personaje de ficción como Tirant lo Blanc, que lleva cambiando la historia, buscando el amor de su amada y defendiendo los ideales y los modos de vida del mundo caballeresco durante quinientos años? Joanot Martorell sabía que su mundo desparecía. Sabía que venía el Renacimiento, que el final de la Edad Media era el final de su clase social. Tal vez no pudiera ponerle nombre a lo que pasaba, tal vez todo fuera una sensación difícil de entender, pero por eso escribió un libro que hablaba de un caballero ideal, pero real, de un caballero que no tenía poderes mágicos, ni sobrenaturales, que ganaba batallas por su inteligencia y por su valentía, que era humano pero extraordinario. Con su libro rendía culto a cientos de caballeros reales, con su libro nos devolvía a los tiempos de las grandes crónicas de los reyes de la Corona de Aragón, a los antiguos cantares de gesta. Era un bello epitafio. Y era lo único que podía hacer.

¿Y Ausiàs March? Él sí que había participado en las campañas del Mediterráneo. Había estado en la armada de Alfonso el Magnánimo y había luchado, espada en mano, en la conquista del sur de Italia. También había estado en la corte y sabía de las intrigas de palacio. Era un guerrero, era un cortesano, era un señor feudal que controlada férreamente a sus siervos, era un hombre muy experimentado en asuntos amorosos (con dos esposas y muchas amantes: no como su cuñado, que no se casó nunca ni se le conocen hijos bastardos) y era un empresario, un hombre moderno que quería sacar la máxima rentabilidad a sus tierras, construyendo molinos y acequias y viendo qué cultivos eran los más adecuados para cada campo. Y tal vez por eso su poesía es íntima y se aleja del mundo. Tal vez porque conocía demasiado bien el mundo.

De cómo ascendí el sendero que era la oscuridad

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Imagen extraída de katiecrutchfield.

1. Todo se debe a un hecho fortuito.

Comienza con la fotografía de más arriba: el rostro de una persona con una sonrisa incierta, disimulada, casi una mueca, a smirck que se podría decir en inglés: una mueca en la que se intuye una sonrisa algo displicente, de alguien que piensa que sabe algo que uno desconoce. Y cabe preguntarse —asegurarse—, ¿se trata de una sonrisa o no? La mitad del rostro que nos desvelaría definitivamente si se trata de una sonrisa ladeada, una sonrisa que ocurre por una de sus comisuras, está bajo una sombra.

Un hecho fortuito, insistamos, este texto es una crónica de la casualidad. Porque apareció, de súbito, vagando una noche por internet —desde esa oscuridad—, esta fotografía como un misterio emocionante. Expliquémoslo: vemos un rostro duplicado, una persona debajo de la otra —¿la misma?— y una frase bajo la fotografía: the path I was going up it was darkness: «el sendero que (yo) ascendía era el de la oscuridad» o «el sendero que ascendía era la oscuridad». El rostro, confiado, cae encima del pie de foto, como si se dejara describir por las palabras que lleva debajo, como si la frase informara sobre los dos hombres idénticos (de hecho, la informan: habrá de tomarse, en este sentido, la tercera acepción del verbo «informar» que da el DRAE, «fundamentar, inspirar»). Pero habita esa fotografía de una persona desconocida y su doble —doble que se podría pensar incluso más guasón que el original por su duplicidad, hecho que quizá evoque una farsa— lo siniestro que la cubre cual sábana translúcida. La frase junto a la fotografía aumenta esa sensación y el conjunto nos acecha, nos asedia: we feel haunted verbo, este último, de difícil traducción—, o hanté —en francés—, por la imagen y sus palabras; en definitiva, vemos algo propio del modo de habitar y de ser de los espectros. Y es que nos da la impresión de que un hombre que vive junto a su doble, ya lo tenga encima o debajo —cuál sea el «yo» original (el que da origen al otro) es una cuestión que no dejará de atormentarnos—, es un hombre maldito, que carga con algún tipo de maldición. Pero acaso todo esto no sea sino una intuición todavía. Y me habita esta asechanza, esta sospecha, del mismo modo que a ese hombre extrañamente satisfecho.

2. Finalmente, una amiga me pone sobre la pista e identifica la fotografía. La foto con el pie de fotografía aparece en un libro de Piero Heliczer, The Soap Opera (La telenovela o El culebrón: raro nombre, pensamos, para un libro).

Imagen extraida de adlestrop.

Sugerimos que la idea del culebrón o la telenovela habría que considerarla, interpretarla, desde la comedia —surgía antes la palabra «farsa»— entendida como una de las forma de la tragedia —valga la trampa—; o al revés, la tragedia como una de las formas de la comedia. Puede que algo parecido se insinúe con ese título y lo deducimos, sin duda apresuradamente, por la única frase que sabemos del libro: «el sendero que ascendía era la oscuridad», que repite atronadoramente cada vez que se mira la fotografía del hombre y su fantasma: no lo olvidemos, solo uno de los dos es real, el otro es el siniestro doble. Aunque todo esto es muy apresurado, por supuesto. Porque, ¿quién es este Piero Heliczer del que acabamos de saber (el nombre)?

Empieza a llegarnos información de Piero Heliczer y comenzamos a hacer algún tipo de ordenación —un tipo que es, por ser la primera ordenación posible, de carácter acumulativo y, por tanto, desordenado— de todo lo que va surgiendo; va apareciendo —Piero Heliczer llega siempre cual aparición, desde la esquina de una fotografía o su nombre junto a otros—, de las profundidades virtuales de internet, la vida: muere en un accidente de coche en Normandía; niño actor, estuvo a punto de salir en Roma, citta’ aperta, de Rossellini, aunque su madre no quiso; en los sesenta aparece en varias películas de Andy Warhol: formó parte del mundo del Hotel Chelsea, Warhol y la Velvet Underground, y parece ser que participó como músico en aquellas jam sessions que desembocarían en The Velvet Underground & Nico (1967); es poeta, escribe en inglés, aparece asociado a otros poetas beat y, de igual modo, a la poesía inglesa de los sesenta o la segunda generación de poetas de la escuela de Nueva York —al genial Clark Coolidge, especialmente—; es editor de una pequeña editorial llamada The Dead Language; no solo aparece en películas, sino que dirige cine experimental y Warhol actúa en una de ellas, en Dirt, en donde salen también Edie Sedgwick o John Cale; vive temporadas largas en Ámsterdam, Londres, París, Nueva York; actúa en Flaming Creatures, película de Jack Smith, que mereció un artículo por parte de Susan Sontag en el celebérrimo volumen Contra la interpretación y otros ensayos; dirige una película, The Last Rites, en la que se ve obra pictórica de Rauschenberg y Oldenburg; en su película Venus in Furs salen Lou Reed, John Cale, Sterling Morrison y Maureen Tucker, es decir, actúa The Velvet Underground al completo en una película de 1965 que lleva el nombre de una canción del disco de 1967 —recuérdese que este título hace referencia a una novela de Sacher-Masoch—; su madre era alemana y su padre polaco: él nace italiano; dice haber actuado de niño en El ladrón de bicicletas de De Sica; su padre fue torturado y asesinado por la Gestapo: años después el Gobierno alemán le indemnizará y con ese dinero se compraría Heliczer una casa en Normandía, lugar donde murió de manera fortuita.

Aquí lo dejamos, presuponiendo que de algún modo se cierra el círculo: se empieza y se acaba con su muerte. Gran parte de esta información la obtenemos de la necrológica de Tom Raworth, poeta también, amigo, aunque distintas cosas se encuentran en distintas páginas web y parece que a cada una le interesara una faceta distinta de esa persona que fue poeta y músico y cineasta y actor y editor.

Alcanzamos a ver una foto de Heliczer con más edad: es el mismo hombre que aparece en la fotografía. Es el hombre y es el hombre duplicado, el hombre que lleva una sombra idéntica; sí, es el hombre de la sonrisa insinuada.

2 (bis). Hallamos un libro, el único libro de su poesía que se puede encontrar a un precio razonable: una recopilación de su obra poética realizada por el también poeta Gerard Malanga con el título de A Purchase in the White Botanica. The Collected Poetry of Piero Heliczer.

Además de la obra poética completa del autor, el libro contiene un artículo laudatorio inicial por Anselm Hollo que, curiosamente, comenta la «sonrisa etrusca» de Heliczer, y otro que hace de colofón, en el que se relata su vida, escrito por Gerard Malanga. Desde el comienzo de la lectura del repaso biográfico que cierra el libro, averiguamos inmediatamente que Gerard Malanga, además de poeta, es el hermanastro de Piero Heliczer. Entre las páginas de ese último texto, surge de nuevo la imagen  —en la edición hay pocas fotografías y solo las encontramos en el texto final, el biográfico—, esta vez con un pie de página distinto. Dice: «Prueba de cámara de Piero Heliczer (1965) por Andy Warhol y Gerard Malanga».

Fotografía del libro A Purchase in the White Botanica. The Collected Poetry of Piero Heliczer.

La historia que arroja este texto es muy distinta a la que puedan ofrecer las páginas web: no aparece Warhol ni la Velvet Underground. Por el contrario, aparece continuamente la figura de la madre de Heliczer, toda la familia Heliczer y Piero, más nítido, menos esbozado y menos espectral.

La familia de Piero Heliczer emigró de Alemania a mediados de los años treinta ya que era de ascendencia judía y a su padre, médico, no se le permitía ejercer allí. Sorprende que decidieran emigrar a Italia, pero, según cuenta Malanga que le contaba su madre, al comienzo el fascismo italiano no era abiertamente antisemita  —o nunca lo percibieron así ellos — y la madre de Piero, Sabine, y su padre, Jacob, se casaron en una sinagoga en Roma. Piero es el primero de los dos hijos del matrimonio, nacido en Roma en octubre de 1938.

Con tres o cuatro años, llevaron a Piero a la Cinécitta para intentar que actuara en Bengasi, una película fascista de la época. Fue escogido por parecer el típico niño italiano —a pesar de tener padres judíos alemanes, el niño Piero era de pelo y tez morenos—. En un momento determinado, la familia se convirtió al catolicismo, todo indica que por convicción y no por conveniencia.

Cuenta Malanga que su madre nunca tuvo la sensación de ser perseguida por ser judía hasta que los alemanes se introdujeron por completo en las decisiones del Estado fascista italiano. Cuando eso ocurrió, cuenta Malanga que su madre solía insistir en que nunca le faltó apoyo de personas, algunas amigas y otras desconocidas, que no compartían la persecución que el Estado comenzó a realizar sobre los judíos.

La Gestapo arrestó a su padre en 1944: estaba realizando labores de asistencia médica en la resistencia, ayudaba a los británicos. Soldados alemanes entraron en casa de los Heliczer mientras cenaban y, delante de sus hijos, apresaron al padre de Piero. También se iban a llevar a su madre cuando esta intentó huir con sus dos hijos: la detuvieron disparándola en una rodilla y fue hospitalizada. A su padre lo torturaron, tortura durante la cual consta que le sacaron los ojos antes de matarlo. Piero, con aproximadamente siete años, tuvo que ir a identificar a su padre a la morgue ya que su madre seguía en el hospital.

Cuenta Malanga que para que no detuvieran a su madre, el médico, italiano, le abría a cada tanto la herida para poder mantenerla más tiempo allí y, a la menor oportunidad, Sabine Heliczer consiguió escapar. Pudo mantenerse, junto a sus hijos, escondida hasta el final de la guerra.

La abuela de Piero y sus tías, que se habían quedado en Alemania durante los años del nazismo, sobrevivieron a Auschwitz y emigraron a Estados Unidos al finalizar la guerra. Sabine Heliczer y sus dos hijos decidieron emigrar también, de nuevo, esta vez de Italia a EE. UU. Ella siempre se sintió italiana a pesar de todo y nunca dejó de hablar a sus hijos en italiano ni de ser católica. En las reuniones familiares, Sabina hablaba yidis y alemán con su madre y hermanas mientras que con Piero y Bobby —su segundo hijo— hablaba en italiano. Luego nació Gerard de una relación que no fructificó. A él le hablaba en inglés.

Piero se adaptó perfectamente a la vida en Estados Unidos. Era muy buen alumno, sacaba unas notas excelentes. Pero, en algún momento durante el comienzo de la universidad —ingresó en Harvard con una beca—, se hizo evidente su esquizofrenia. Tras un episodio especialmente grave, fue expulsado de la universidad. Pasó algún tiempo internado, sin mucho éxito.

Quiso volver a Italia y, durante el trayecto en barco y según se acercaba a Nápoles, se tiró al agua en dirección al continente. Decía que iba en busca de la tumba de su padre: que había tenido una visión de dónde estaba enterrado.

Aunque tuvo una actividad frenética en todos los aspectos durante mediados de los cincuenta y los sesenta, no hizo mucho más a partir del 67, cuenta su hermanastro. No llegó a establecerse durante aquellos años en ningún lado: durante la década de los cincuenta alternaba Ámsterdam, París y Londres sin razón aparente, era errático en sus decisiones, vivía con lo justo. Luego, volvió a Nueva York. Estuvo viviendo en la calle. Escribía a su madre puntualmente —a la que quería patológicamente, según Malanga— y así sabían de él y que seguía vivo. Nunca supieron durante esos años dónde estaba exactamente. A veces se presentaba en casa de Gerard, que vivía en el Upper East Side con su familia, fuera de sí o bebido.

Gerard Malanga cuenta de la dificultad de ser su hermano, de ser familiar del caótico y enfermo Piero Heliczer. Desarrolló con los años un alcoholismo que le dificultaba el día a día y hacía sus brotes psicóticos más frecuentes. Cuenta su hermanastro que una vez se lo encontró rebuscando entre la basura —comía de la basura habitualmente, lo que le había causado diversas infecciones y enfermedades—, le faltaban dientes, había aumentado de peso, reía con desafuero, daba miedo.

Volvió a Francia y se compró una casa en Normandía, en Preaux. Durante un viaje a París, Piero Heliczer bebió de más y, a la vuelta, de noche, su motocicleta invadió el carril por donde conducían camiones y le arrollaron. Murió al instante. Dejó viuda y cinco hijos de distintas madres.

y 3. Tras la biografía —¿bajo ella?, ¿detrás de ella?—, sus poemas. Leyendo el libro, nos sorprende una vez más la frase, ahora en forma de verso, un verso que tal vez nos recuerde al comienzo del Inferno («Nel mezzo del cammin di nostra vida / mi ritrovai per una selva oscura / che la diritta via era smirrita»), que era, para nosotros, primigenio pie de fotografía. No podemos dejar de intentar una traducción del poema, de la primera parte del poema, en el que se encuentra ese verso. El poema se llama The Autumn Feast (El festín otoñal) —que es el mismo nombre de una película que rodó posteriormente, inspirada por el poema—; el lugar en el que aparece el verso es la primera parte del último poema que recoge este libro:

1. Notas para la fundación de una escuela de cine

el sendero que ascendía era la oscuridad

en lo alto del sendero vi una señal
los días de la infancia en los jardines civilizados del verano
había una traducción de la señal sobre ella
en un lienzo expresión

me di la vuelta oye tú mis pasos los arruinas
dije al desconocido que me di cuenta iba tras de mí
no ves que en lo alto del camino estoy grabando una película
yo era el cámara y el actor yo era el que hacía de santo

tenía la película bastante planeada y preparada
me senté a tomar un café con amigos
quería ver los fragmentos grabados (1).

Me pregunto por la oscuridad, esa oscuridad en la que descansa, a lo alto, la infancia para Heliczer. Aunque convendría señalar que este texto no trata sobre su poesía: este artículo trata de una imagen y lo que esa imagen puede proponer sobre la vida del fotografiado en una interpretación posible aunque desquiciada. Es decir, este texto trata sobre lo que puede armar esa imagen, sobre lo que tiene de constructo. Como señala Mieke Bal en relación con la obra de Bourgeois, «el respaldo de la biografía nos hace observadores vagos más que críticos» (Una casa para el sueño de la razón, 2007, Cendeac, trad. de Rafael Sánchez Cacheiro). Su vida no nos sirve para analizar su poesía. Por el contrario, sus poemas nos sirven para analizar la fotografía —como el verso que es utilizado de pie de página por el propio autor para la fotografía de Warhol y Malanga—. Así, observamos, estática, detenida, la vida del que sale representado en la fotografía, una fotografía, por lo que hemos visto, preñada de vida gracias a que tenemos razones para pensar que él fue el que ascendió o ascendía el sendero que era la oscuridad. No puedo sino reafirmarme mientras realizo esa lectura tramposa —por sibilinamente incierta, o por su «malinterpretación deliberada» que diría Bloom— en que su poesía habita espectralmente en la oscuridad: y como ocurre en todo relato de literatura gótica, la oscuridad no se escoge, le escoge a uno y uno se ve obligado a vivir en ella. Con ella, contra ella.  

Acaso, además, esta «malinterpretación deliberada» deba suscitar o inducir a otro tipo de reflexiones sobre la relación entre vida y obra: todo lo que se da por supuesto en ese binomio que prepara un engaño de tipo biográfico para la crítica. Sí, este texto, a pesar de todo, está escrito en contra de todo biografismo; este poema (o esta fotografía) no relata la vida de Heliczer sino que, de hacer algo, la construye —como se demuestra en las dos biografías que habrían de ponerse en paralelo, sin que ninguna de las dos esté equivocada—, parafraseando otra frase del libro de Mieke Bal.

Pero continuemos, terminemos, lleguemos hasta sus últimas posibilidades interpretativas.

Un desconocido vive en esa oscuridad conmigo, diría Heliczer, un extraño, mi doble, que porta una sonrisa desconcertante: somos dos personas y hemos vivido dos vidas, le dice el doble a Piero, ese doble que está bajo/sobre él. Vivo con la oscuridad, dice, en el sentido en el que Keats, en una de sus cartas, hablaba a modo de intuición de negative capability: la capacidad o la potencialidad que tiene un hombre de vivir dentro de las «incertidumbres, misterios y dudas» sin verse en la obligación de tener que moldearlas para darles razón (2). Sí, Heliczer abraza su oscuridad, se fotografía con ella, hace una película allí: él hace el papel principal, todos los papeles, de hecho. Y son dos personas y han vivido dos vidas, insisten sus biógrafos espectralmente. Vive acechado, asediado, por el fantasma —un fantasma que es solo su sombra: la oscuridad—, que le sigue el paso para malograrlo, para echarlo todo a perder, nos relata, quizá, su poema. Podemos afirmar que no decidimos la oscuridad sino que la oscuridad nos toma y permitimos que reine en (y alrededor de) nosotros: un sitio donde, para algunos, tiene lugar la vida. Una casualidad que obliga a tomar una decisión.

En definitiva, qué se puede decir sobre la vida: «Nada. Esta vida está sepultada», como escribió Sartre en el comienzo de su Venecia, Tintoretto (Gadir, 2007, trad. Carlos Manzano). Ciertamente, aunque el que sepulta la vida puede ser uno mismo: ahí observamos a dos hombres idénticos, sí, comparten la identidad pero uno —el otro—, la vida de ese uno —ese otro—, sepulta la otra, la cava para el otro —el uno—, y el agujero que prepara es asombrosamente grande, un agujero en el que entran, en el que caben, no una persona, sino dos.

Y lo mismo podrá decirse de la fotografía que parece sepultar todo lo que toca, todo a lo que se refiere, todo lo que oculta y muestra simultáneamente, ya sea visible o invisible: todo lo que, a través de ella, queda indicado.

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(1) El poema en inglés es como sigue: i. notes for the foundation of a school of cinema // the path I was going up it was darkness // at the top of the path was a sign post / childhood days in the civilized gardens of summer / a translation of the sign had been slipped over it / in canvas expression // I turned hey man you are mucking up my foot prints / I said to the unknown i realized was walking behind me / up the path cant you see I am making a movie / I was a camera man and actor I was a saint in the movie // I had de movie pretty much planned out / when I sat down to have coffee with friends / I wanted to see the rushes

(2)  John Keats, The Letters of John Keats, Cambridge University Press, 1958, ed. H. E. Rollins.  

No escribas novelas

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La lectora de novela, de Vincent van Gogh.

Durante un tiempo muchos nos creímos tan listos que llegamos a lamentar que Jorge Luis Borges (1899-1986) y Raymond Carver (1939-1988) no hubiesen escrito una novela. Pensábamos que con un libro así su obra habría completado el círculo, adquiriendo una forma perfecta. Menudos imbéciles. No nos dábamos cuenta de que eran tan buenos que fueron unos privilegiados que no escribieron novelas porque no hizo falta, y eso no aminoró —al contrario— su influencia entre una legión de lectores, escritores y críticos. Me temo que hay que ser mal lector para echar de menos en su corpus bibliográfico una novela. Novela ¿para qué? ¿Qué necesidad? Sus cuentos y su poesía son cimas absolutas. «No creo que escribir historias cortas deba ser necesariamente un trampolín para escribir una novela», sostenía Carver. Borges nunca escribió un texto que tuviera más de diez páginas. Le parecía demasiado vulgar. Concentraba la prosa, empujando la precisión hasta lugares desconocidos. «Con su estilo no se puede escribir un texto que tenga más de diez páginas», sostenía Ricardo Piglia, al que le gustaba citar la obra en cuatro tomos de un autor mexicano sobre el nazismo, para fulminarla diciendo que «en realidad eso es Deutsches Requiem», un cuento en cinco páginas de Borges. Nada resume su proyecto tan bien como el Aleph, un punto de dos o tres centímetros situado en el escalón de un sótano, en el que es posible ver la totalidad de actos y cosas que contiene el mundo de forma simultánea, y en un solo instante.

En 1981, Raymond Carver publicó «Escribiendo», un largo artículo en The New York Times Book Review en el que confesaba que a mitad de los sesenta, cuando aún no había cumplido los treinta años, empezó a notar «los muchos problemas de concentración que me asaltaban ante las obras narrativas voluminosas». Las dificultades lo afectaban como escritor y como lector. Su atención se despistaba y «decidí que no me hallaba en disposición de acometer la redacción de una novela». «Verlo y soltarlo, sin pena alguna. Avanzar», resumían la inercia literaria en la que se encontraba a gusto, así que se circunscribió a la poesía y la narración corta.

Borges sospechaba que la novela devenía en «informe» y tenía «algo de ripio», que obligaba a desarrollar un gran número de elementos ajenos a la trama esencial. A partir de cierta acumulación de páginas la obra se volvía una promesa «de tedio y rutina»; producía la sensación de estar ante algo antiguo. Su cuento «El jardín de senderos que se bifurcan» implica la existencia de cierta novela que hace mover la historia, y en un momento dado el narrador sostiene que «la novela es un género subalterno» y en el tiempo al que se refiere el cuento, también «un género despreciable». En el el prólogo de Ficciones ya aventuró sus convicciones: «Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario».

Frente a la novela, el cuento «lo veo de golpe, y esto espolea mi actividad. Hay novelas espléndidas, no digo que no; pero la novela puede fabricarse. Un cuento o un poema, no». Acostumbraba a decir que no se tenía mucha confianza, y que le gustaba vigilar lo que escribía. Ese propósito era mucho más fácil de acometer en un cuento o una poesía. Cada escritor, en su criterio, descubría sus limitaciones, y sus posibilidades e imposibilidades, y un día sabía lo que no debía intentar. «Por ejemplo, yo sé que no debo intentar una novela, me está vedada». Félix della Paolera le preguntó si cuando había leído por primera vez La isla del tesoro no había tenido ganas de escribir una novela, «porque Stevenson produce una tentación de ser novelista». Borges respondió que La isla del tesoro «por su extensión puede ser una novela, pero se lee como un cuento». En resumida cuentas, «la novela siempre me ha parecido un género algo estirado», concluyó.

La primera mujer de Carver, Maryann Burk Carver, detalla en Así fueron las cosas que «Ray solía afirmar que no había escrito una novela porque era muy difícil abordar un trabajo largo en medio de la lucha por conseguir estudiar y mantener a una familia con niños pequeños. Es bastante cierto. Con los relatos y los poemas, sin embargo, podía disfrutar a menudo de la sensación de haber acabado; no tenía que esperar años para sentir esa satisfacción». En los ochenta, cuando al fin dispuso de seguridad económica y tiempo para abordar cualquier proyecto, ¿qué hizo? «Escribió relatos y poemas como había hecho siempre. No escribió ninguna novela, a pesar de que muchos le instaban a hacerlo», cuenta Maryann Burk. Cuando obtuvo la beca Mildred y Harold Strauss en 1983, y gozó de cinco años para dedicarse solo a escribir, sin preocupaciones ni distracciones, siguió consagrado a los relatos e incluso «inició la mayor serie de poemas que escribió en su vida».

Después de publicar su primera colección de relatos, en 1976, «acepté un adelanto para escribir una novela… Y en su lugar escribí más cuentos», confesó en alguna entrevista el propio Carver. Y en 1984 declaró que que «hace unas pocas semanas me senté a escribir una novela, y me salió un ensayo sobre mi padre para la revista Esquire». Cuando ya sabía que su cáncer de pulmón acabaría con él, se aferró a la poesía. Tess Gallagher, su segunda mujer, con quien estuvo desde 1977 hasta su muerte, desvela en Carver y yo que en los últimos años Ray desatendió las presiones para escribir más relatos. Le daba igual. «No estaba “haciendo carrera”», así que «al final la poesía supuso para él una necesidad espiritual».

Es como si quisiesen pero no pudiesen, y además no quisiesen escribir novelas. Borges alegaba que estas «nos dan una serie de emociones, y nos dejan solamente su recuerdo», mientras que el cuento y el poema pueden «darnos una sensación de plenitud continuamente». En el cuento corto, tal como había sido practicado por autores que él sentía muy próximos, como Henry James, Kipling o Conrad, «puede caber todo lo que cabe en una novela. Es decir: que puede ser tan denso, estar tan cargado de complejidades y de intenciones como una novela con mucho entusiasmo». Sospechaba que la lectura de la novela a veces se volvía «menos un placer que una tarea». Mantenía la teoría de que «un cuento puede no exigir esfuerzo, y un soneto o un haiku no, desde luego. Pero en una novela parece indispensable que haya digresiones, opiniones, paisajes… bueno… puestas de sol, que todo suceda por escrito», mantenía en 1983.

En los días en los que la pregunta de por qué no escribía una novela empezaba a reiterarse más de lo que consideraba necesario, Borges alguna vez respondió que lo consolaba pensar que tiempo atrás le habían preguntado a los escritores «¿Y usted, cuándo va a escribir una epopeya?», o «¿Cuándo va a escribir un drama de cinco actos?», y sin embargo, el tiempo hizo estragos y «actualmente esa pregunta no se usa».

En uno de los ensayos incluidos en Fires Carver señalaba que «para escribir una novela un escritor ha de vivir en un mundo sobre el cual pueda afinar la puntería, y a partir de él escribir con exactitud. Un mundo que, al menos en un determinado momento, vaya a permanecer en su sitio. Junto a ello, ha de darse una completa fe en la esencial corrección de ese mundo. Una creencia en que el mundo conocido tiene razones para existir, y vale la pena que se escriba sobre él, pues no se va a volver humo en el proceso. No era ese el caso con el mundo que yo conocía y donde vivía». Sin embargo, a partir de 1977, cuando abandonó la bebida tras diez años de adicción, inauguró una nueva época que él llamaba «la vida postalcohólica». Para entonces hacía cuatro años que no escribía. Y su mundo cambió. En 1984 insinuó que en ese momento su vida era muy distinta. Estaba a punto, según él, de cerrar el capítulo de la poesía, aunque, como se vería después, eso era mucho decir. «En el plazo de un mes o poco más habré escrito otros ciento cincuenta poemas, por lo cual creo que cambiaré de línea, para estar entonces en condiciones de volver a la narración». Antes le resultaba «prácticamente imposible imaginarme siquiera tratando de escribir una novela en el estado de incomprensión, desesperación, en que me encontraba. Ahora mismo tengo esperanzas, y antes no las tenía». ¿Quería esto decir que tenía planes para probar suerte al fin en una novela? «Puede ser. Puede, después de terminar este libro de poemas con el que estoy ahora», respondió.

En De la alta ambición en el arte, publicado en 1944, Borges insinuó que preparaba «para el remoto y problemático porvenir una larga narración o novela breve, que se titulará El Congreso». Al cabo de una década, el anunció seguía siendo una vago propósito: «Deseo escribir una novela de la que ya ha nacido por lo menos el título: El Congreso», señaló en Noticias gráficas. Añadía que comenzaría como una novela y terminaría como un cuento de hadas, y que devendría en un libro nuevo, en el que estrían implicados todos los anteriores. ¿Qué pasó? Aquella novela se quedó en un relato que en 1971 se incluyó en El libro de arena.

En el año 2010 el profesor y crítico Julio Ortega descubrió un manuscrito de Borges inédito pero incompleto, de cuatro páginas. Se apresuró a decir que era el comienzo de una novela, enseguida abandonada, sin embargo. El texto se encontraba entre los documentos que atesora la Universidad de Austin. Carecía de fecha y firma, y tenía por título Los Rivero. Narra la historia de los nietos de un coronel que peleó como lancero en las guerras de la independencia americana, y sobrellevan la pobreza y una melancolía amarga. En opinión de Ortega no cabía duda de que Borges abandonó la escritura de Los Rivero «cuando se dio cuenta de que no era un cuento sino una novela que le exigiría extenderse». Quizá se asustó. En la misma línea casi de acontecimientos, dos décadas antes, tras la muerte de Carver, en 1991 se recuperó también material inédito o nunca incluido en sus libros, y se publicó en Sin heroísmos, por favor. Junto a sus primeros relatos y algunos poemas, así como dos ensayos y una veintena de reseñas, se incluyó El cuaderno de Augustine, apenas diez páginas de una supuesta novela inacabada. En 2005, Tess Gallagher vaticinó en una entrevista con Andrea Aguilar en El País que en los últimos tiempos «su prosa se iba alargando y creo que habría escrito una novela». Pero era solo una suposición. Carver abandonó El cuaderno de Albertine por propia voluntad. El texto está protagonizado por una pareja que se encuentra de paso en una ciudad con mar. El hombre es escritor y sueña con quedarse, y empezar una obra supuestamente larga —se intuye que es una novela— que podría llevarle seis meses o más. «Nunca lo he hecho antes, ya sabes», le dice a la mujer, llamada Albertine.

Francesco Petrarca y la batamanta de Boccaccio

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Laura y Petrarca, miniatura del Cancionero. (DP).

Cincuenta años después de que naciese el florín de oro, la divisa con la que Europa soñó por primera vez imaginar su nombre, vivió en Florencia un famoso notario llamado Pietro di Parenzo, conocido más tarde por la contracción de su nombre, Ser Petracco. Su profesión, determinada en su caso por una razón hereditaria (su padre y su abuelo también fueron procuradores), estaba relacionada con la usura y soportaba el peso de la sospecha. Aunque reportaba grandes beneficios, se consideraba un ejercicio poco piadoso. Pronto, uno o dos años más tarde, inmerso en un clima pujante y bullicioso como era aquella Florencia del Trecento, mitad política, mitad comercio, mitad artesanía, los frecuentes enfrentamientos entre güelfos (partidarios de la primacía del poder espiritual del papa) y gibelinos (defensores del poder temporal del emperador) obligaron a Ser Petracco a buscar cobijo en el Aretino bajo el signo de un indigno destierro político. Fue al calor de esas hayas, cipreses, encinas y castaños tan característicos de Arezzo donde, en el verano de 1304, nació su hijo Francesco, un joven que curiosamente vería su vida ligada al derecho por imposición paterna y que, con el tiempo, acabaría determinando los designios de la poesía occidental durante siglos. Ese joven habría de pasar a la historia con el nombre de Francesco Petrarca.

Su vida, como una constante entre genios universales, estuvo marcada por un profundo sentido de la libertad y una irrefrenable, vital pasión de vencer a la muerte. Es Ser Petracco, su padre, hombre prudente y culto, amigo de Dante (con quien compartía la adhesión a la facción blanca del partido guëlfo) y admirador de Virgilio, quien le procura una educación fornida y exquisita, orientándolo con especial interés hacia la jurisprudencia. Parecería el primer obstáculo en su carrera de no ser porque fue, en realidad, el primer impulso para que Petrarca avistase su destino. Tenía veintidós años. Antes, al auspicio del nuevo papa, el padre decide arrastrar a la prole hasta Carpentras, una comarca de la Occitania francesa próxima a Aviñón, ciudad en la que Clemente V había establecido la nueva sede del papado (estamos en pleno cisma de la Iglesia católica) y donde Ser Petracco hallaría finalmente asilo, trabajo y estabilidad para su familia. En ese momento, Francesco es enviado a la Universidad de Montpellier para que curse diversas materias, y es aquí cuando, con apenas doce años, animado por motivos administrativos a reducir su extenso nombre (que tan extraño debía parecer a un francés, o no tanto), escribe por vez primera el apodo por el que todos lo conocemos: Petrarca.

Pero un día, desde Montpellier, Ser Petracco recibe la noticia de que su hijo pierde el tiempo en lecturas caprichosas y «cosas de libros» —aquí se hallan las primeras huellas del bibliófilo inmenso en el que más tarde se convertirá el poeta—, y la reacción paterna, como era de esperar ante esta intolerable muestra de abandono por parte de Petrarca, es implacable: tira al fuego decenas de volúmenes que sin duda su hijo atesora con recelo. Salva de la pira, eso sí, y no sabemos si movido por el pudor, la devoción, el respeto o todo a la vez, la Eneida de Virgilio y la Retórica de Cicerón, que todo buen jurista debía —¿solo entonces?— conocer al dedillo. Tras esta violenta reprimenda, Ser Petracco lo envía a Bolonia, en cuya universidad conoce a Cino da Pistoia, profesor de Derecho Canónico y uno de los máximos representantes del dolce stil novo, una nueva corriente lírica compuesta por una serie de poetas dementes y revolucionarios que estaban poniendo patas arriba Italia entera, obsesionados con la galantería, el amor cortés, Aristóteles y la lengua vernácula. Del célebre estilnovista Petrarca, sin embargo, no adquiere mucha doctrina, pero sí descubre en él un sutil y decisivo deleite poético debido al entusiasmo con el que el maestro imparte sus lecciones. Estamos en la década de 1320 y el germen de la literatura echa a andar. Lo mejor aún está por llegar.

Petrarca – Andrea del Castagno 1350 (Galleria degli Uffizi, Florencia)

Tras la muerte del padre, Petrarca comienza a desarrollar el cultivo por la herencia literaria. Con esa clarividencia nebulosa tan propia del amor devoto, avista el valor de la literatura y es incluso capaz de intuir el sorprendente valor del libro en sí mismo, es decir, del objeto. Movido por un impulso insondable de descubrir nuevos manuscritos, encontrar códices desaparecidos o sencillamente hallar tesoros donde solo había centones, recorre Flandes, Lyon, Aquisgrán, Gante, Colonia… e incluso Lieja, donde encuentra el Pro Archia de Cicerón, todo un acontecimiento bibliográfico al que más tarde volveremos. Mientras, invita insistentemente a sus amigos a que investiguen en estantes de bibliotecas y anaqueles de monasterios, convirtiéndoles en auténticos cazarrecompensas. Solo existía una misión: encontrar libros antiguos. No es fruto de la casualidad que su privata libraria fuese la primera gran biblioteca privada de que se tuvo noticia en la Edad Media. En ella encontramos traducciones latinas de Homero, Aristóteles y Platón (comentario aparte merecería la anécdota del Timeo, del que Petrarca tenía en su haber una edición comentada por Calcidio, un cristiano neoplatónico muy considerado en su tiempo); un compendio de obras clásicas de Virgilio, Horacio, Quintiliano, Cicerón, Tito Livio, Flavio Josefo, Boecio o Suetonio; y autores cristianos como san Jerónimo, san Agustín, Casiodoro, san Isidoro de Sevilla o Ricardo de San Víctor.

Petrarca entonces abandona los estudios de Derecho y, poseído por una «sed insaciable de literatura», se abre definitivamente al mundo. Así, el 6 de abril de 1327 (que Petrarca quiso que fuese Viernes Santo pero no fue así), sufre una fulminante visión que marcará el rumbo de los acontecimientos: en Aviñón, en la iglesia de Santa Clara, arrodillada frente al altar, una mujer se halla rezando. La conoceremos por Laura. Ipso facto se enamorará de ella, pero Laura, que no ha podido siquiera devolverle la mirada, no tiene conocimiento expreso de su existencia. Arrebatado por una fulmínea admiración, Petrarca elabora todo un aparato simbólico movido tan solo por una puñalada de hambre inconmensurable, convirtiendo su vida en un monólogo de amor que acabará determinando y definiendo la obra por la que, muy a su pesar, pasará a los anales de la eternidad: el Canzoniere. Un gesto éste con el que Petrarca es consciente de estar rindiendo homenaje a Dante (creador de Beatriz como donna angelicata, fallecido tan solo cinco años antes) de la forma más hermosa que un ser humano es capaz de hacer vivo a un muerto, en este caso a un maestro, un amigo e incluso un padre: imitándolo y conociéndolo desde el reconocimiento. Esta idea, pilar toral del Renacimiento, nos permite anudar al Petrarca poeta con el Petrarca hombre, que está, a nuestro juicio, muy por encima de aquel, y es la del profeta cuya sola vida preludia el humanismo, en él siempre avant la lettre, y en este caso, quinientos años antes de que (curiosamente lejos del Mediterráneo, en Alemania) dicha palabra —humanismo— se pronunciase por primera vez en el mundo. Sigamos.

Recogida por él mismo en una epístola de las Familiares, el 26 de abril de 1336, acompañado de su hermano Gherardo, dos criados y un ejemplar de las Confesiones de san Agustín, el «cantor de Laura» asciende a una cordillera cercana a Carpentras, el Mont Ventoux. Más fatigante que fatigado, Petrarca se siente acobardado, se muestra temeroso, prefiere los tramos llanos a las cuestas empinadas, en ocasiones se echa atrás, amenaza con desistir, pero tan pronto esgrime una excusa para no tomar un camino demasiado exigente, se resuelve con decisión incierta y continúa la marcha. Si contabilizamos sus dos mil metros de altitud, estamos ante una verdadera proeza. Solo lo alienta su hermano, hombre de espíritu y cartujo que lo azuza hasta el final, culpable de que consiga llevar término la ascensión. Estamos ante un relato alegórico que conjuga ficción y realidad. Existen teorías que desplazan la redacción del texto hasta diez años más tarde; otros, por no hacer excesivo acopio de doctas conspiraciones, barajan la posibilidad de que Petrarca sencillamente se lo inventase. Sea como fuere, el poeta esboza la visión que, junto al hallazgo del Pro Archia de Cicerón tres años antes, bastaría para acabar forjando de forma definitiva el concepto de humanismo. Después, todo son mieles.

Famoso ya en Francia e Italia, en 1340 la Universidad de París le ofrece la coronación como «poeta laureatus». Se entiende que no tanto por lo que ha hecho, sino por lo que se espera de él. Es en ese momento cuando un cardenal Colonna y Dionigi da Borgo Sansepolcro (el monje agustino que le regala las Confesiones de san Agustín con las que alcanza la cima del Ventoux y a quien de hecho va dirigido el texto) interfieren en el asunto para que el Senado de Roma se sume a la propuesta. Petrarca rechaza la invitación francesa, pero, aunque no está del todo claro si la opción italiana fue una operación deliberadamente orquestada entre bambalinas, Roma acaba reclamándolo y el poeta se rinde en elogios. El legado clásico de la Ciudad Eterna representa para Petrarca el cénit de sus anhelos como hombre de cultura. Antes, para pasar la prueba con éxito, se somete durante tres días a un examen con Roberto de Anjou, rey de Nápoles y amigo suyo, y es ahí cuando ensaya el esperado discurso. Así las cosas, el 8 de abril de 1341, frente a una turba expectante apostada en la colina del Capitolio (lugar que hoy ocupa el ayuntamiento de Roma), y repleta a su vez la sala —según atestiguan las fuentes— de insignes autoridades, Petrarca pronuncia la Collatio laureationis y el senador Orso dell’Anguillara, finalmente, lo inviste con toda la pompa, el boato y los honores a los que un poeta puede aspirar: coronándolo de laurel.

Una única noticia enluta su vida: la muerte de Laura, presa de la peste de 1348 que se llevó por delante a más de la mitad de Europa. Es ahora cuando el poeta decide sublimar, como en palabras de piedra, la imagen y el recuerdo de su amada, reservándole acomodo en la posteridad entre sus Triumphi. Puede darnos una idea el Triunfo de la Muerte, cuando Petrarca relata el tránsito de Laura hacia la vida celestial y escribe lo siguiente en el verso 172: «Morte bella parea nel suo bel viso» [la muerte parecía bella en su bello rostro]. Por delante del luctuoso espectáculo de la muerte, por encima de la oscura y tirana tristeza, siempre en avanzadilla, «como ejército en formación de combate» —como diría Virgilio—, resta la hermosura. Y ésta es la lección. Pero para saber de qué se trata es necesario paladearla: es humanamente imposible decir tanto con tan poco.

Laura, por Giorgione. (DP)

Por otra parte, los doscientos sesenta y tres poemas que reunió en vida de Laura para la fase inicial del Canzoniere dan cuenta de lo mismo. Los ordenará y los entregará a Azzo da Correggio, señor de Parma, condottiero y mecenas, para que los proteja ante la amenaza de cualquier imprevisto. Después vendría el resto. En total, el Canzoniere comprendía trescientos diecisiete sonetos, veintinueve canciones, nueve sextinas, siete baladas y cuatro madrigales. Aunque Petrarca se lamenta de haber centrado tanta atención en un amor sensual, terreno y en cierto modo hedonista, cuesta creer que tildara esta obra monumental de «niñería». Quizás el título original —Rerum vulgarium fragmenta— nos ofrece un porqué. Diatribas al margen, hallamos las primeras trazas de arrepentimiento en el mismo proemio, donde el poeta se excusa diciendo que el error que ha cometido es fruto de un momento de su vida en que él era otro del que es ahora: «sul mio primo giovenile errore / quand’era in parte altr’uom da quel ch’i’ sono». A pesar de ese «primer error», Petrarca desplegará un hermosísimo exordio, cuna de belleza, regazo madre de la poesía moderna —«Voi ch’ascoltate in rime sparse il suono / di quei sospiri ond’io nudriva ‘l core»— que no solo lo hizo congraciarse con el lector, sino que terminó seduciéndolo durante más de quinientos años.

Pero hablemos ahora del remordimiento en Petrarca. Pues junto con el hecho aparentemente aislado del lamento juvenil (redactado, no lo olvidemos, ya en la senectud) persiste en él —de carácter epicúreo, como el propio Virgilio— un sentimiento que recorre toda su vida, y es la congoja que emana de la incapacidad de hacer convivir la rectitud religiosa con el deleite de la belleza. También aquí Petrarca preludia el futuro. En él, más que en ningún otro caso, sorprende la modernidad de distintas actitudes. Una de ellas es la forma de afrontar el hecho literario, que él interpreta casi como una epistemología y algo todavía más profundo si cabe: un estilo, una forma de estar en el mundo. Me refiero a la necesidad de construir un relato que lo absuelva del olvido en aras siempre de alcanzar la salvación. Un relato para el que no necesita la veracidad porque el relato mismo la instaura. Esto encontrará su materialización en las innumerables epístolas que redactó a lo largo de su vida (muchas corregidas, reestructuradas e incluso reescritas). El conflicto por el remordimiento sensual, por el contrario, se halla en una obra singular que ilustra muy bien este episodio angustioso, el Secretum, un diálogo ficticio que mantiene con san Agustín en presencia de una mujer desnuda y silenciosa, la Verdad. Al no estar destinada para su publicación, en esta obra encontramos al Petrarca más despojado de artificio (si podemos decir tal cosa, puesto que en verdad nunca lo abandonó) y a un ser humano hablando de sus fantasmas sin condicionantes, un hecho sin precedentes si pensamos que estamos alrededor de 1350.

También le preocupa, como sucede en gran parte de la literatura del Trecento, la disputa entre el vulgar, el italiano, y el estilo elevado propio de la gran literatura, de las grandes obras, del gran legado cultural, el latín. De ahí el desdén por las obras escritas en lengua vernácula. Aun así, este tipo de autocensura tampoco es nueva. Se dice que Virgilio, en su lecho de muerte, quiso quemar la Eneida. El emperador Augusto se lo impidió. También Boccaccio, instigado por las pías artes de un monje sienés enemigo de la sensualidad, tuvo accesos de arrojar a la hoguera todas sus obras profanas. En este caso fue Petrarca quien logró convencerle de lo contrario. A esta amistad volveremos más tarde. Ya veremos por qué.

Mientras, el poeta va y viene por media Europa, ofrece sus servicios a diversos señores y persigue el sosiego necesario para dedicarse sin estrecheces a la literatura: Vaucluse, Montrieux, Parma, Nápoles, Módena, Bolonia, Verona, Milán, Padua, Venecia, Pavía… Todas las cortes por las que pasa lo acogen como el buen diplomático que es. Finalmente, después de vivir un episodio abrupto en Venecia donde unos jóvenes le reprenden llamándole charlatán, dice adiós a la Serenissima tras seis años de plácida estadía y se refugia en la que será su residencia hasta el final de su vida: Arquá (hoy Arquà Petrarca, llamada así en su honor). Comienza entonces a redactar sus dos obras latinas más ambiciosas: De viris illustribus y, sobre todo, la que él consideró siempre su pieza maestra y por la que deseó pasar a la posteridad: Africa, un poema en hexámetros sobre la Segunda Guerra Púnica que comenzaba con Escipión el Africano y llegaba hasta la célebre batalla de Zama, acontecimiento que puso fin al poder del cartaginés Aníbal, el temible y temerario caudillo que cruzó los Alpes a lomos de elefantes y que llegó a poner en jaque a toda la civilización de Roma. Por decirlo de algún modo, Petrarca no escribía para su tiempo, sino para la eternidad. Por eso, con este poema épico pretendía, por un lado, demostrar su conocimiento de las Décadas de Tito Livio, y por otro, de largo lo más importante, legitimarse como discípulo directo de Virgilio.

Mont Ventoux. Imagen cedida por Le Tour de FRance.

Con todo, la razón de congregar hoy a Petrarca no es solo que el 19 y 20 de julio se cumplen muerte y nacimiento de este inmenso poeta, sino también otras cuestiones singulares, entre ellas, para empezar por alguna, el Camino de Santiago. Dejen que me explique. Un día, entre el año 813 y 840, un anacoreta llamado Pelayo y un obispo llamado Teodomiro (titular de Iria Flavia, hoy Padrón, un pueblo de A Coruña) acuden al rey astur Alfonso II el Casto para notificar un acontecimiento inigualable: los restos mortales de Santiago el Mayor han sido hallados. El rey se apresura e informa al papa León III. Este redacta la epístola Noscat fraternitas vestra, que anunciará oficialmente el descubrimiento de un sepulcro donde descansa el hermano de Juan el Evangelista. La comunidad religiosa se vuelca con el tesoro jacobeo y esto da inicio a una peregrinación que se prolongará en la historia hasta nuestros días. El sentido de ese viaje era, como en el resto de peregrinaciones, buscar la intercesión y el beneplácito del mártir, inundándose de su santidad a través de las reliquias. Con el tiempo, el sentido del camino ha tomado distintos derroteros. Es fácil encontrar a laicos y ateos realizando la peregrinación. Lo que antes era un trayecto guiado por el fervor de la devoción religiosa, hoy se ha convertido en un viaje de introspección espiritual desligado por completo de la tradición. Aquí aparece el segundo motivo, pero… ¿qué pinta Petrarca en todo esto? Recordemos la subida al Mont Ventoux. Con esa pequeña etapa —una etapa que por cierto hemos podido ver hasta el año pasado dentro del itinerario del Tour de Francia— el poeta inauguró ya no solo la que se dice fue la primera expedición alpinista de la historia, sino el viaje como viaje interior, el viaje como viaje hacia uno mismo, al que solo puede dar sentido el descenso, es decir: el regreso, pues regresar siempre es asimilación, reflexión, digestión. Y aún nos falta una cosa más: la amistad entre Petrarca y Boccaccio.

Su relación está ampliamente documentada. No tenemos dudas al respecto. Y, aunque merecería un capítulo aparte, se resume en una anécdota que puede despertar emociones cercanas a la ternura. Para comprender la dimensión de estas palabras, tenemos que acudir al ocaso. El 19 de julio de 1374, un día antes de cumplir los setenta años, en su studiolo de Arquá, la muerte sorprende a Petrarca como él siempre había deseado: «sereno de ánimo, sin ruidos, sin distracciones, sin cuidados, leyendo siempre y escribiendo, y alabando a Dios, y a Dios dando gracias, tanto de los bienes como de los males». En su testamento, sin embargo, aparecen tres líneas donde menciona al amigo amado, Boccaccio, al que destina «quinquantaginta florenos auri de Florentia, pro una veste hiemali, ad studium, lucubrationesque nocturnas», que traducido en cristiano viene a ser: «cincuenta florines de oro para [comprar] un sobrepelliz invernal para el estudio y las elucubraciones [investigaciones, vigilias] nocturnas». No pudo disfrutarla mucho porque murió tan solo un año más tarde, pero estamos autorizados no solo a imaginar a Boccaccio como una prefiguración medieval del freelance moderno (alguien que atribulado en la noche renquea intermitentemente de la despensa a la biblioteca, que reflexiona sesudamente sobre sus textos, que se parapeta del frío tras capas y capas de ropa raída, que lucha en un mundo constelado de agonías), sino también a creer que aquella «sobrepelliz invernal» pudo ser —La tienda en casa me lo permita— la primera batamanta de la historia. Sí, digo bien: la primera batamanta. Y todo por una amistad. No sé ustedes, pero yo no consigo sacármelo de la cabeza.


Denise Levertov, poeta y algo más

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Denise Levertov. Foto: Denise Levertov Archive, Stanford University (DP)

Figura imprescindible de la poesía y la crítica norteamericanas del siglo XX, Denise Levertov (Reino Unido, 1923-EE. UU., 1997) es conocida en nuestro idioma casi exclusivamente como poeta, y ello solo de manera parcial, ya que es difícil resumir en unas cuantas antologías diecinueve libros de poemas publicados entre 1946 y 1999. Poeta precoz, educada en casa en un ambiente de gran estímulo espiritual, social y literario (su padre era pastor anglicano de origen judío; su madre, cristiana galesa), a los doce años se «atrevió» a enviar a T. S. Eliot un puñado de poemas, quien le respondió alentadoramente; casada con el escritor norteamericano Mitchell Goodman, a finales de la década de 1940 ambos se instalaron en Nueva York. Pronto abandonó el estilo del nuevo romanticismo inglés, al que pertenece su primer libro de 1946, The Double Image, para empaparse de las vanguardias poéticas del nuevo continente, sobre todo a raíz de su lectura de William Carlos Williams. Pasó así de la noción de poema «acabado» de reflexiones y emociones sutiles al llamado «poema en proceso», donde se busca la complicidad del lector en un «estar haciéndose» que no duda en incorporar el estilo demótico, en apariencia banal pero lleno de energía expresiva, del habla popular estadounidense.

A finales de la década de 1950, Denise Levertov ya era conocida y respetada en los principales círculos literarios de los Estados Unidos, localizados en Nueva York y San Francisco. En un entorno poético mayoritariamente masculino (1), Levertov fue una de las escasísimas poetas incluidas en la antología de Donald Allen de 1960 The New American Poetry, todavía hoy el mayor referente académico de la lírica norteamericana de posguerra. Su espíritu inquieto, sin embargo, la llevó a partir de entonces por derroteros poco «canónicos»: primero, la poesía política que acompañaría a su activismo de los años sesenta y setenta, en el contexto de la guerra de Vietnam; después, la espiritualidad que, siempre presente en su obra, se vuelve más acuciante y explícita a raíz de su conversión al catolicismo en la década de 1980. Si bien ambos movimientos la separaron hasta cierto punto del favor de la crítica, enriquecieron sin duda el desarrollo de una poeta que, cuestionando su inicial situación de privilegio, asumió todas las contradicciones en que la situaron sus sucesivas decisiones. A la luz de todo ello, se puede afirmar que donde se malogró hasta cierto punto el genio de los cincuenta nació la poeta de humana estatura de las siguientes décadas (2). De todo ello dan fe multitud de poemas inolvidables en libros como Here and Now (1957), O Taste and See (1964), Life in the Forest (1978) o Breathing the Water (1987), por mencionar unos cuantos.

En su país de adopción, Denise Levertov es conocida no solo por su poesía, sino también por el ingente volumen de cartas y ensayos que escribió, en los cuales exploró incesantemente las características de la poesía de su tiempo. Dos autobiografías recientes contribuyen a remarcar la simbiosis vida/obra que su obra en prosa deja traslucir a cada paso, no menos que su poesía. Por lo cual es una buena noticia que la editorial Vaso Roto se haya decidido a publicar un volumen representativo de su obra ensayística, titulado Pausa versal: ensayos escogidos, traducido por José Luis Piquero. Abre dicho volumen un campo de visión que discurre paralelo a las tres «etapas» principales de la producción poética de Denise Levertov (la experimental, la política y la espiritual), pero en ningún modo resulta hermético para lectores que no estén familiarizados con su creación poética. Más aún: aporta un rigor didáctico que debió de presidir sus clases de escritura creativa en Berkeley, donde contó con alumnos que se convertirían más tarde en poetas célebres (entre ellos, Rae Armantrout, quien menciona a su maestra en su prosa autobiográfica True y recuerda algunas de sus enseñanzas en torno a la construcción del verso).

Aunque todos los ensayos traducidos tienen interés en sí mismos, por cuanto iluminan el complejo y prolífico universo poético de los Estados Unidos en el siglo XX y lo enmarcan dentro de la tradición occidental, personalmente encuentro especialmente valiosos aquellos en los que la autora intenta definir, en la medida de lo posible, las coordenadas de algo tan indefinible como eso que llamamos «poesía contemporánea». Comenzando con el estudio de la terminología (verso libre, pausa versal, formas abiertas y formas cerradas), Levertov insiste en la importancia de la forma en el poema, aun cuando se trate de formas «no reutilizables, voluntarias, no impuestas por las reglas establecidas de las formas preconcebidas». Para ella, «la analogía más cercana» entre las formas cerradas (por ejemplo, un soneto) y las abiertas (las de la inmensa mayoría de los poemas escritos a partir del siglo XX) es «la de las leyes de la conciencia contrapuestas a las leyes del Estado». Se opone de este modo a la creencia extendida de que el poema contemporáneo carece de restricciones: «Cualquier distinción entre forma y lo que carece de forma solo puede ser una distinción del arte respecto del no arte, no de los tipos de arte». Critica así la falta de ritmo, es decir, de oído, de mucha poesía, sin dejar por ello de apostar por un arte poético de y desde la contemporaneidad: «el impulso del siglo XX de apartarse de las formas prescritas no siempre se ha debido a la rebelión y a un deseo de mayor libertad, sino más bien a un interés consciente en la experiencia del viaje en sí y no solo en su destino».

Levertov proporciona a cada paso ejemplos propios y ajenos de aquello que sostiene, y nos lleva con naturalidad del análisis de la forma al del contenido. Pronto se «topa» con los excesos de la poesía confesional, sin dejar por ello de respetar las puertas abiertas a este estilo por poetas de altura como Robert Lowell o Sylvia Plath. Señala, sin embargo, que «el énfasis que, durante los años cincuenta o primeros sesenta, William Carlos Williams puso en las circunstancias locales concretas de la vida diaria como fuente vital para el poeta, empezó poco a poco a diluirse y distorsionarse». La banalidad resultante no nos es ajena en el contexto poético español: «poemas en los que una descripción (posiblemente de interés intrínseco) de algo que el escritor había visto se ve precedida por la información, enteramente superflua, de que este lo había visto y de que en ese momento iba camino de una taberna porque necesitaba una cerveza». Tampoco resulta anacrónica, en pleno siglo XXI, la conclusión a la que le conduce esta distorsión del movimiento confesional: «Los poemas de este tipo han llegado a ser tan prevalentes que son aceptados como normativos». En la misma línea, y con motivo de la muerte de Anne Sexton en 1974, Levertov desmonta con valentía la simbiosis mistificadora entre creatividad y autodestrucción: «Mientras el impulso creativo y el impulso autodestructivo pueden coexistir (y a menudo lo hacen), su relación es claramente no causal; la autodestrucción es un obstáculo para la vida artística, no su reverso».

Se asoman a los ensayos compañeros epistolares como el poeta de San Francisco Robert Duncan, filiaciones poéticas que la acompañaron a lo largo de la vida (Rilke, Proust), así como un curioso supuesto sobre la animadversión de Williams por T. S. Eliot. Las consideraciones métricas serán difíciles de entender para un lector no familiarizado con la prosodia inglesa, más cercana al sistema de pies y acentos del verso grecolatino que al sistema silábico español. Con todo, la lectura de este volumen no requiere ni siquiera ser experto en poesía norteamericana: todos los poemas citados están primorosamente traducidos y, además, el contexto del que surgen es también el nuestro. Somos hijos de las mismas convulsiones históricas, los mismos movimientos sociales, idénticos avances a trompicones de un sentir poético que discurre entre la irrelevancia social, el marasmo tecnológico y los retos globales (medioambientales, políticos, económicos) de todo cariz.

Denise Levertov fue singular testigo de la época que le tocó vivir y dio en articularla, tanto en poesía como en prosa, siempre desde la poesía, principal motor de su vida. La aplicó como foco introspectivo a los asuntos tanto públicos como privados, haciendo de la historia personal y la Historia con mayúsculas un único campo de prueba expresiva, y dirigiendo su perspicaz mirada asimismo a la obra de sus congéneres, sin innecesaria hostilidad pero sin complacencia. Solo por eso, porque su testimonio habla de todos nosotros en cuanto que lectores contemporáneos y busca infatigablemente el esclarecimiento ahí donde, por pereza o incapacidad (o peor aún, interesadamente), la inercia o las leyes del mercado prefieren no llegar al fondo de las cosas, merece nuestra atención.

(1) En su estudio de mujeres poetas de la época, titulado Women of the Beat Generation (1996), Brenda Knight relata una jugosa anécdota acaecida en un recital en San Francisco, cuando el poeta Jack Spicer lanzó una pulla de mal gusto hacia las mujeres, a la que Levertov respondió con un poema muy ad hoc, resultando vencedora en la contienda. Esta característica resolutiva de su temperamento es más que evidente en su obra crítica.

(2) A esta conclusión me ha ayudado a llegar un interesantísimo ensayo de Anne Dewey titulado «La poesía política de Denise Levertov», publicado en 1999 en el volumen De mujeres, identidades y poesía: poetas contemporáneas de Estados Unidos y Canadá.

Creí que Umbral era Dios

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Francisco Umbral. Foto: Elisa Cabot (CC)

Los escritores han perdido tanto espacio en la vida pública contemporánea que para que alguien se fije en ellos tienen que hacerse hueco recurriendo a pequeños escándalos y desplantes de salón, en forma de ataques contra la mojigatería intelectual dominante o exhibiciones de músculo conservador y rancio. Esa es prácticamente la única oportunidad que el escritor actual tiene de que se le preste atención, lo que también significa que se le compre, claro. Javier Marías y Pérez Reverte llevan ya tiempo en esto de las provocaciones y las salidas de tono, y no se puede decir que les vaya mal. No pongo en duda lo que ambos valen como escritores, que es mucho, pero tampoco dejo de pensar que salen a odiador por comprador, de manera que al final les salen las cuentas.

Eso ya lo descubrió hace años Francisco Umbral. Se dio cuenta de muchas cosas, pero la primera y más importante es que llegó a entender que en España ser odiado interesa. La técnica le funcionó en vida, y a lo largo de su trayectoria creó una especie de escuela de germanía para escritores, a la que ahora intenta subirse todo el que puede.

Sin embargo la técnica de Umbral tiene un grave problema, y es que, fallecido el escritor y pasado un tiempo, esa estrategia de vida puede perjudicar al recuerdo de tu legado. Se cumplen diez años de la muerte de Umbral, y me aterra calcular cuántas personas siguen leyéndole. Ya hay distancia suficiente para que busquemos las grandes luces de su producción, que son muchas, y hablemos de él como del gran escritor que fue. Es tiempo de encontrar la excelencia en sus más de cien novelas y cien mil artículos de prensa.

El de Umbral es sin duda un caso más del riesgo —tan contemporáneo— que corren los escritores de personalidad de que el anecdotario de sus peripecias vitales acabe por sepultar su obra. Digo esto porque si es grave que un conocimiento superficial y no lector se quede exclusivamente con el recuerdo de Umbral como el de aquel personaje excéntrico y malhumorado que se enfrentó a una diosa de la televisión trash como Mercedes Milá, preocupa que pueda contaminar también la estimación de su legado, y por tanto alejar a futuros lectores de su obra. Dicho con otras palabras: hay que gritar al mundo que el autor de Amado siglo XX es mucho más que el tipo de la voz profunda que dijo aquello de «Yo he venido aquí a hablar de mi libro».

La fecha exacta de la muerte de este enfermo perpetuo que fue Francisco Umbral es el 28 de agosto. Ese día de 2007 se extinguió su voz de autor sin que se hubiera agotado lo que uno podía saber de él. Muchos de los que reían con la terrible tempestad de su carácter no conocían hasta que punto su biografía fue desgraciada. Vivió dos de las circunstancias más dolorosas que uno pueda imaginar en una persona: la orfandad y la muerte de un hijo. Ausencia por arriba y muerte por abajo.

Si uno lee en cualquier manual de literatura la entrada dedicada a Francisco Umbral, encuentra que se le define como un escritor memorialista, biográfico, un redactor de memorias de corte poético. Lo que no se suele decir en las biografías rápidas es que esa memoria supuestamente autobiográfica, en su mayor parte, es pura ficción. Cuando habla de su madre no habla de su madre, sino de la madre que hubiera querido tener. Tituló uno de sus mejores libros El hijo de Greta Garbo, en el que nos grita que se siente más hijo de cualquiera que aparece en una pantalla que de una madre verdadera. Cuando cuenta su infancia, habla de un niño que no es él mismo, sino quien él hubiera podido ser. Si habla de su padre no habla de nadie, directamente, sino que el autor lucha en cada frase por definir una ausencia. Cuando habla de su hijo, entonces relata la mayor de las pérdidas de su vida y con su llanto cimienta ese Mortal y rosa que constituye una de las joyas literarias en español del siglo XX.

He dicho antes que murió sin que su biografía fuese totalmente conocida. Eso, para alguien que fallece en el 2007 de la furia de lo digital y la información permanente, es bastante inusual. A su muerte, ni siquiera se tenía muy claro cuál era su verdadero nombre. Francisco Umbral era en realidad Francisco Alejandro Pérez Martínez, un nombre sin poética alguna, gris y seco, como las circunstancias en las que nació. Manuel Jabois, en un artículo de 2015 para El País cuya lectura les recomiendo, completó parte de una historia con la que Umbral, sus seguidores y biógrafos andábamos jugando a gato y ratón desde hacía muchos años. Los datos añadidos a su biografía ofrecen ese argumento electrizante y lleno de peripecia que uno espera encontrar en las buenas novelas.

Umbral pasó los primeros años de su vida pensando que era huérfano, recibiendo de cuando en cuando las visitas de la tía May, sin saber que aquello de la tía May constituía el primer y quizá más doloroso fingimiento de su vida, pues aquella señora era en realidad su madre, Ana María Pérez Martínez. Se trataba de una chica de provincias que se refugió en 1932 en el anonimato de una gran ciudad como Madrid para dar a luz al hijo de un hombre casado. Como en una de esas fábulas familiares profundamente grotescas que Dickens adoraba, cuando encontró el momento apropiado entregó el niño al cuidado de una familia y volvió a Valladolid a continuar su vida sin el hijo.

Umbral, en sus inolvidables columnas, se rio mucho de aquella España de ponerle un piso a la querida en Chamberí, esa España rancia y paticorta del amor oculto y el café con leche. Ignoro si cuando escribía esas cosas conocía la historia completa de su familia, y también en qué momento Umbral supo quién era su padre, porque aquí viene la sorpresa más novelesca de esa biografía que no quiso compartir con nadie quien escribió miles de páginas sobre sí mismo, según dicen los que no le han entendido.

El giro sorprendente es que su padre era escritor, un poeta. Imagínense qué ironía, paradoja, predestinación, o como quieran llamarlo. Su padre era Alejandro Urrutia, cordobés afincado en Valladolid, para quien su madre ejerció de secretaria. También era escritor su medio hermano, porque ser hijo de Alejandro Urrutia suponía ser hermanastro de Leopoldo de Luis (*), poeta de trayectoria con el que Umbral entabló cierta amistad en sus años de formación literaria en Madrid. Leopoldo de Luis está retratado en su obra La noche que llegué al Café Gijón como un habitante más de ese friso de artistas que componen la primera familia real de Francisco Umbral, porque al final él consiguió rellenar todos los huecos vacíos de su biografía con lo que su escritura le iba aproximando. La técnica de Umbral para escapar de ese universo de ausencia y muerte que era su vida fue crearse una existencia paralela, la de la literatura.

Umbral siempre quiso ser poeta, pero sabía que de eso no se podía vivir. Él necesitaba dinero y un nombre, porque tenía demasiado odio dentro como para ser pobre. Entendió bien que hasta para odiar hace falta dinero, así que se pegó al calor de la novela y el columnismo porque se dio cuenta de que los novelistas comen y los poetas no. Después creó novelas sin argumento que eran pura poesía, y columnas de periódico que tenían poco de periodismo y mucho de aliento lírico. Destrozó los géneros como venganza y para vivir mejor, y yo se lo aplaudo. Es posible que se labrara toda una carrera literaria como ejecución de una venganza privada, íntima, una apuesta negra contra su biografía, contra esa gente que le había abandonado cuando era niño.

Ganó todos los premios que le dejaron y estuvo en todas partes, con todo el mundo. Hubo una época en la que sus columnas tenían tanto eco social que mucha gente del espectáculo se hacía la encontradiza con Umbral en los saraos que compartían o forzaba una frase ingeniosa delante de él con la esperanza de convertirse en uno de los nombres que aparecían en negrita en su próxima columna. Llegó a ser el Dios de su universo privado, el universo Umbral.

Mi artículo es, por encima de todo, una invitación a que vuelvan a leerle. Muy al contrario de lo que se piensa, la prosa de Umbral es generosa, abierta al mundo y permeable al resto del arte. Su producción es antes que nada una celebración entusiasta del poder de la literatura en el individuo. La leyenda del César visionario es la mejor novela-parodia que se ha escrito sobre la figura de Franco. Los helechos arborescentes plantea unos juegos de tiempo y espacio que hacen palidecer a los jefes del realismo mágico.

Él era consciente de que la literatura le había salvado de la pobreza y quizá la locura, y comparte ese sentimiento con el mundo en cada texto. Amó la literatura por encima de todas las cosas y, lo que era más importante para él, se sentía querido por ella. Como todo niño abandonado, solía mostrar en público su perpetua necesidad por sentirse querido, y si uno lee bien sus artículos de prensa, especialmente los de la última época, verá que da las gracias en cada artículo, en cada frase, reitera sus gracias a la literatura por lo que le ha dado. Habla continuamente de los clásicos, de los lectores, de los amigos artistas. Quiere estar siempre rodeado de nombres porque uno intuye que tiempo atrás pasó mucho tiempo solo. Incluso se podría decir que agradecía la compañía de los escritores que odiaba, que eran legión y también tenían espacio en sus textos, quizá porque le permitían seguir vivo intelectualmente, ofreciéndole motivos para estar plácidamente enfadado.

La mayor (y quizá única) humildad de Umbral era que tenía un respeto profundo por el oficio de escritor, por la dificultad de este arte, por la complejidad del hecho literario. Desplantaba, sí. Tenía mal humor, sí. Hablaba mucho de sí mismo, sí. Pero reverenciaba la palabra escrita, era consciente de lo difícil que resulta el oficio de las letras. Por eso lo que más odiaba en este mundo era a los escritores que, porque tuvieran en la calle una novelita que funcionaba medianamente, fuesen por ahí pensando que ya conocían el principio y fin de ese arte extraño que es la literatura.

Umbral, en su universo de libros y artículos, se sentía dueño de su destino, y eso le tranquilizaba. Cuando le hacían una pregunta incómoda, normalmente dirigida a esclarecer sus primeros años, solía contestar con un «Eso yo ya lo he escrito». Al menos fue feliz en la letra impresa. Otra cosa es lo que sintiera fuera del mundo aterciopelado de las letras.

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(*) Leopoldo de Luis no utilizó su verdadero nombre, Leopoldo Urrutia, por temor a represalias durante la dictadura a cuenta del pasado político de su padre.

Juan Manuel Bonet: «El arte contemporáneo casi siempre ha sido elitista»

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Fotografía: Begoña Rivas

Poeta por encima de todas las cosas y erudito a su pesar, Juan Manuel Bonet (París, 1953) es uno de los críticos de arte contemporáneo más reputados de este país, así como uno de los grandes estudiosos de nuestras vanguardias. Suyo es el imprescindible Diccionario de las vanguardias españolas (1907-1936).

Tras dirigir con éxito el Instituto Valenciano de Arte Moderno y el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, acaba de ser nombrado director del Instituto Cervantes, institución a través de la cual pretende demostrar que la tradición clásica española no solo se encuentra presente en la lengua y la literatura.

Junto a Quico Rivas formó durante muchos años una de las parejas de hecho más célebres e intelectualmente estimulantes del Madrid de los setenta, donde fue testigo y actor privilegiado del nacimiento de toda una generación de artistas y galeristas que revolucionaron el panorama de la contemporaneidad en España, siendo esta para muchos la auténtica simiente de la hoy controvertida movida madrileña.

Repasamos con Bonet toda una vida excitante dedicada al arte y a la literatura, a la creación y al estudio, descubriendo por el camino a un apasionado de la cultura de su país, por la que tanto ha hecho, a la que tanto ha reivindicado.

Desde fuera da la sensación de que has entrado en el Instituto Cervantes como un elefante en una cacharrería.

¿Sí? ¿Por qué?

Salvo que esté sacado de contexto, un titular como «El Instituto Cervantes no es una escuela de idiomas» suena bastante beligerante.

No está sacado de contexto, porque el Instituto Cervantes es una escuela de idiomas, y muy buena además. Pero no es solo eso. A ese titular le falta entonces un «solo». Creo que este es un hecho que hay que recordar de vez en cuando, porque mucha gente, sobre todo en tiempos de crisis, piensa que la cultura es algo superfluo, lo que puede llevar a focalizar todos los esfuerzos en lo meramente productivo y rentable. Me interesa por tanto recordar que el Instituto Cervantes es una institución adscrita al Ministerio de Asuntos Exteriores pero en cuyo consejo de administración también está presente el de Educación, Cultura y Deportes. Tenemos la misión de difundir el español, de enseñarlo y de enseñar a enseñarlo, así como de estar presentes en los sistemas reglados de todos los países. Esa faceta es fundamental, y encima es una fuente muy importante de ingresos. El Instituto Cervantes está autofinanciado en casi un cincuenta por ciento. Pero luego no podemos prescindir del hecho de que somos también una embajada cultural, una red para que España enseñe, en esos escaparates que son los centros, lo mejor de su cultura y de su historia.

No obstante, por más que el Instituto Cervantes sea un organismo dependiente del Estado español, su campo de actuación es mucho más amplio que la propia España.

Alemania tenía su Goethe-Institut, Reino Unido su British Council, Francia su Alliance Française y su Institut Français… así que el Gobierno de España creó el Instituto Cervantes en 1991 para homologarnos con nuestros vecinos. Pero, como bien dices, el idioma hace que efectivamente la institución trascienda la cuestión española, porque de los quinientos cincuenta millones de hispanohablantes que hay ahora mismo, solo la décima parte reside en España. El propio logo del Cervantes, diseñado por el catalán Enric Satué, simboliza la unión de los dos continentes a través de la tilde de la letra eñe, que es nuestra letra diferencial.

Nuestra programación refleja de forma muy patente esta realidad transcontinental. En primer lugar, tenemos bastantes profesores colaboradores de origen iberoamericano. Asimismo, se están llevando a cabo numerosas iniciativas conjuntas con la Real Academia Española. Los Congresos Internacionales de la Lengua Española, por ejemplo, salvo uno, se han celebrado todos en el continente iberoamericano. El próximo congreso será en Córdoba, Argentina, y tenemos previsto evocar allí la figura de Juan Larrea, el poeta vasco que pasó allí el final de su vida, y de Manuel de Falla, que aunque está enterrado en Cádiz murió en Altagracia, a unos cuarenta kilómetros de la ciudad de Córdoba.

También destacaría iniciativas conjuntas como la creación de los diplomas de español SIELE, pensados para la era digital, puestos en marcha por el Instituto Cervantes, la Universidad de Salamanca, la UNAM de México y la Universidad de Buenos Aires, y a la que se han terminado asociando casi ochenta instituciones.

Una de tus grandes líneas renovadoras aboga por introducir el arte, en el sentido más amplio, dentro del marco de actuación del Instituto Cervantes. ¿Los literatos se habían apropiado de la institución?

No. Lo que ocurre es que en los últimos años, y sobre todo por razones presupuestarias, la actividad del Instituto Cervantes se había centrado más en las clases de español y en la realización de eventos culturales menos costosos. Un escritor o una película son más fáciles de mover que una exposición, que suele llevar muchos gastos asociados, como seguros y transporte. En este sentido, es posible que el mundo del arte haya podido tener la sensación de que el Instituto Cervantes estaba un poco retraído o ausente en su misión de proyectar su labor fuera de nuestras fronteras.

Por este motivo, quiero meter más arte en la programación, sobre todo fotografía, que es un campo que se interrelaciona muy bien con la literatura. Pienso en el legado fotográfico de Mario Muchnik, que muy generosamente nos ha donado y que ya había sido expuesto en otros centros del Cervantes pero no en el de París, donde vivió muchos años y donde hizo muchas de las fotografías que queremos exponer allí. Estamos trabajando también en una exposición sobre Jesse Fernández, fotógrafo y escritor cubano que cuenta con retratos de Cortázar, Lezama Lima, Miró, Tàpies, Guerrero, Vargas Llosa… Tiene fotos extraordinarias por el lado del retrato, pero también por el lado urbano. Esta exposición la va a comisariar el escritor Fernando Castillo. También estamos trabajando con la Xunta de Galicia en una exposición sobre el fotógrafo Baldomero Pestana, poco conocido pero elogiado por gente como Vargas Llosa, que será comisariada por otro escritor: Juan Bonilla.

Luego tenemos un gran proyecto, muy ambicioso, sobre literatura y realidad hispánica vista a través de la fotógrafa germano-francesa Gisèle Freund, judía exiliada, que hizo aquellos retratos maravillosos a color a Virginia Woolf, Victoria Ocampo, Norah y Jorge Luis Borges, Torres-García, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Eva Perón, Frida Kahlo… Viajó muchísimo, conoció a todos los grandes nombres del Buenos Aires de la época, estuvo en Uruguay y Chile, volvió luego a París… Su vida y obra son fascinantes. Hemos contactado con una editorial importante para publicar un libro sobre ella y la exposición, a ser posible en varios idiomas. Ojalá salga.

Mi idea, en cualquier caso, es que haya proyectos sobre música, danza, historia… pero para ello necesitamos algo más de presupuesto, así como apoyo por parte de otras estructuras estatales.

¿No hay riesgo de que acusen al Instituto Cervantes de intrusismo? De algún modo, ya existen otras instituciones públicas volcadas en la proyección internacional del arte español.

No, porque el Instituto Cervantes no puede competir con los grandes museos. El Cervantes no podría organizar nunca una gran exposición de Tàpies, si acaso una sobre sus grabados o sobre piezas muy seleccionadas. Somos más que conscientes de nuestras limitaciones, por lo que no podrá haber jamás intrusismo en este sentido. Por otro lado, somos también muy conscientes de que nuestros centros deben ofrecer una programación cultural variada, donde la literatura, la música y las artes plásticas, entre otras manifestaciones culturales, tengan cabida por igual, de ahí que no podamos renunciar a ninguna de ellas.

Tenemos a su vez que pensar en la calidad de lo que ofrecemos. En muchos Cervantes la programación se basa en la oferta de los artistas locales. Eso a veces es bueno, porque da visibilidad, pero otras puede resultar menos lucido de lo que se espera. Nuestra intención es poder tener un parque de exposiciones a disposición de los distintos centros. En la mayoría de los casos serán exposiciones poco costosas, que permitan su movilidad. He hablado, por ejemplo, con la Fundación March para hacer una exposición sobre grabado abstracto español, que es algo que liga con mis orígenes cuando trabajé a las órdenes de Fernando Zóbel en el Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca. Aquellos grabados de Mompó, Millares, Torner, Saura o Tàpies fueron coleccionados y en algún caso editados por el propio Zóbel, y se pasearon por toda España durante la década de 1980 al más puro estilo de las Misiones Pedagógicas. Nos movemos entonces en esa longitud de onda. No estamos proponiendo mover a Picasso al mismo nivel que lo haría un gran museo.

Tampoco las clases de español, o de lenguas cooficiales, que oferta el Instituto Cervantes compiten con las facultades de Filología. El español o el catalán que enseñamos nosotros es uno de comunicación, pensado para gente que quiera viajar a España o trabajar aquí, pero no pretende formar a filólogos. Para eso está la Universidad.

¿Cómo le explicamos a un profano que Cervantes y el castellano están presentes en una obra, por ejemplo, de Luis Gordillo?

Establecer este tipo de relaciones es siempre complicado y más con la obra de Luis Gordillo, que es un artista muy pop, aunque su humor sea sin duda muy español. Pero en la generación inmediatamente siguiente a la de Gordillo tenemos, por ejemplo, a Guillermo Pérez Villalta, que cuenta con una serie de acuarelas y dibujos inspirados en Andalucía, donde se ven retratados de forma maravillosa algunos de los monumentos más famosos de esa comunidad autónoma. En este sentido, la obra de Pérez Villalta está inscrita en la tradición clásica española, del mismo modo que lo está la generación de Lorca, que estuvo constantemente refiriéndose en sus escritos a Lope de Vega y a Calderón de la Barca. La Barraca llevó toda esta tradición a los pueblos. Del mismo modo, a través de las Misiones Pedagógicas, Ramón Gaya, Eduardo Vicente y Juan Bonafé copiaron las obras maestras de Velázquez, Goya y El Greco para que se vieran en la España profunda.

Luego, un ensayista como José Bergamín nos ha enseñado a leer a los clásicos. Ortega y Gasset, cuya primera obra se llama Meditaciones del Quijote, tiene a su vez un libro extraordinario sobre Velázquez. La visión de España de Azorín está totalmente determinada por los clásicos. Unamuno, Ganivet, Maeztu, Azaña… Tenemos la suerte de que nuestro siglo XX ha bebido mucho de nuestra tradición, y en el mundo hispánico hay una gran conciencia de este hecho: Octavio Paz escribió un gran libro sobre Sor Juana Inés de la Cruz y Alfonso Reyes, que era un sabio, escribió sobre Góngora.

En el marco de los sucesivos centenarios cervantinos que hemos celebrado estos últimos años, tenía pleno sentido proyectar El Quijote de Kozintsev, que es una película muy de la época del deshielo. Sus escenarios fueron asesorados por el gran escultor toledano Alberto, que estaba entonces exiliado en Rusia y que recreó los pueblos de La Mancha en la estepa rusa, metiendo ruedas de carros, campanarios y mucha cal. Es una Mancha más Mancha que la de verdad. Las siluetas de Don Quijote y Sancho se ruedan pensando en el famoso grabado de Daumier, y en sus pinturas de inspiración similar.

No hay muchos países como España en los que los creadores se hayan mirado tanto en el espejo de sus clásicos, y esto es algo que ha continuado hasta nuestros días. Seguimos teniendo escritores y pintores que siguen apostando por esa inscripción en la tradición española. Esto es algo que me interesa mucho y creo que el Instituto Cervantes es un lugar maravilloso para estudiarlo.

No muchos saben que fuiste cocinero antes que fraile. ¿Cómo surgió aquel Equipo Múltiple que formaste junto a Quico Rivas a finales de los sesenta?

Quico Rivas y yo nos conocimos en Sevilla, fuimos compañeros de instituto y empezamos a hacer muchas cosas juntos. Empezamos no solo a pintar a la vez sino también a escribir sobre arte, los dos en El Correo de Andalucía y los dos con seudónimo [risas]. Quico firmaba como Francisco Jordán, nombre tomado de un antepasado suyo, el teórico de la estética José Jordán de Urríes, y yo como Juan de Hix, que es el nombre de una localidad del Pirineo, de la zona de la Cerdaña, de donde viene la familia de mi madre, que es francesa. Éramos muy jóvenes, hablo de cuando teníamos entre quince y dieciocho años. Entramos ahí a través de mi padre, Antonio Bonet Correa, que dirigía aquellas páginas sobre arte en las que también escribió mucha gente de renombre, como José Ramón Sierra o Víctor Pérez Escolano. Hicimos muchas entrevistas, escribimos artículos dedicados al arte povera, al cómic, publicamos un fragmento del ensayo de Trotski sobre el futurismo. Aquello fue una novedad. El director, el padre José María Javierre, nos daba muchísima libertad. Fue una suerte tenerlo a él como primer director. Me consta que la Diputación de Sevilla se ha planteado alguna vez hacer una edición facsímil de aquellas páginas, lo cual estaría muy bien.

Empezamos además a escribir sobre arte en un momento en el que Sevilla estaba en ebullición, gracias sobre todo a La Pasarela, la galería que exponía a Carmen Laffón y a todos los artistas de Juana Mordó, y más tarde a la de Juana de Aizpuru. Luego estaba, por supuesto, la figura de Fernando Zóbel, tras mi padre mi segundo maestro, que tanta influencia tuvo en los pintores de la ciudad, desde Pepe Soto a Gerardo Delgado. Precisamente fue en el estudio de Gerardo Delgado donde empezamos Quico y yo a pintar. Le dejábamos aquello perdido [risas]. Hacíamos sobre todo collages, pero eran muy modestos. Luego hicimos algunos montajes con pirámides de plástico, pero, sinceramente, no le doy yo mucha importancia a aquello del Equipo Múltiple. Es más, desde entonces, no he vuelto a pintar. Para mí son prehistorias.

Pero llegasteis a exponer en la galería de Juana Mordó.

Sí, expusimos en sitios muy buenos porque nos llevaba Juana de Aizpuru. En la Juana Mordó expusimos en la colectiva llamada «Nueve pintores de Sevilla», que luego se pudo ver también en Barcelona, en la sala Adrià. Allí nos hizo una foto muy buena Toni Catany, en la que salimos Quico y yo con nuestras pirámides.

¿Queda obra viva del Equipo Múltiple?

Mis padres tienen alguna cosa, pero se lo quedó prácticamente todo Quico Rivas. Pablo Sycet creo que también tiene algo, pero porque lo ha ido comprando. Juana de Aizpuru también ha donado algunas obras nuestras al Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, para alguna retrospectiva que se ha hecho allí sobre los años sesenta y setenta. Quico luego organizó una exposición en un colegio mayor de Valencia, y sacó un texto muy bonito. Él quiso hacer más exposiciones, pero yo no estaba muy por la labor.

En ese texto que citas, Quico Rivas menciona la biblioteca de tu padre como la culpable de vuestros desvelos intelectuales.

La biblioteca de mi padre era y es extraordinaria. Contaba con muchísimo arte y muchísima literatura. Mi padre era entonces catedrático de Historia del Arte Hispanoamericano. Se había recorrido todo el continente, y por eso en su biblioteca tenía tanta presencia lo iberoamericano. Todavía hoy acudo a ella, aunque ahora está repartida en varias casas.

¿Para valorar bien el arte es necesario haber sido artista?

Se suele decir que el crítico de arte es un artista frustrado y en ese sentido yo podría encajar perfectamente en esa definición [risas]. Bromas aparte, yo creo que lo más importante no es haber sido artista sino ser escritor. Defiendo mucho la línea del poeta-crítico, surgida en Francia en el siglo XIX, con Baudelaire a la cabeza, que escribía textos prodigiosos sobre pintura. Su texto El pintor de la vida moderna, sobre Constantin Guys, que pintaba calesas y gente en la ópera, es clave para mí. También fueron poetas-críticos Apollinaire, acompañando al cubismo, y Breton y Éluard con el surrealismo.

Luego, en España, esta misma tradición la encuentras en un poeta de la prosa como fue Gómez de la Serna o en un poeta-poeta como Cirlot. La manera que tiene Cirlot de traducir en palabras la pintura de Tàpies es prodigiosa, no hay otro. Octavio Paz fue otro gran escritor de arte. También Quico Rivas escribía poesía.

En los Estados Unidos tienes a Frank O’Hara, cuya manera de contar la pintura crea escuela, y a John Ashbery, todavía vivo. Uno de los críticos más interesantes hoy día en ese país es John Yau, poeta también.

Reivindico entonces esta tradición, que es en la que yo me encuadraría. Al fin y al cabo también soy poeta [risas].

Estando tus intereses como crítico tan enfocados hacia el arte contemporáneo, tu poesía sin embargo no es nada vanguardista.

Con independencia de que a veces haya hecho alguna broma creándome un alter ego checo llamado Pavel Hrádok, mi poesía, que por cierto ahora se reedita completa, no es para nada de vanguardia.

Yo empecé a escribir poesía en serio en Sevilla. Al final de mi infancia había ya escrito algo en francés, pero hoy está totalmente borrado. Luego, en español, escribí mucho inspirado en los Novísimos, y por suerte no lo publiqué nunca [risas]. Lo cierto es que yo tardé en publicar. Mi primer libro, La patria oscura, salió en 1983, y en él hay mucho de la generación del 98, mucha referencia a ciudades de provincias, ciertas alusiones al mundo de Cunqueiro y otros gallegos… Fueron años en los que comencé a leer a muchos poetas del modernismo, de la generación del 27, buscando de algún modo mi propio santoral. Aquel primer libro fue muy neonoventayochista.

Luego tengo muchos poemas polacos, dispersos en varias partes de mi obra, y que recogí en un libro titulado Polonia-Noche. No hablo polaco, tan solo lo chapurreo, pero mis dos hijos sí, mérito de su madre, como de la mía mi francés. Mi poesía suele ser urbana y, sin embargo, para mi sorpresa una gran parte de mi poesía polaca es rural, fruto de haber pasado muchos veranos en una casa a unos setenta kilómetros al sur de Varsovia, en un bosque de pinos y abedules, cerca de un río.

¿Qué te parece que Loquillo haya hecho una canción con un poema tuyo?

Me gusta. Me gusta mucho la canción. «Una provincia», se llama. Ese poema es sobre mi vida entre Sevilla y París, del tiempo en que había que coger un tren primero a Madrid, luego otro a Hendaya… Me sorprendió que Loquillo se fijara en ese texto porque no lo conozco personalmente.

¿En qué momento abandonas tu carrera artística?

En 1972 me fui a vivir a Madrid porque a mi padre lo habían trasladado. Para entonces ya había dejado la pintura y me encontraba trabajando para Zóbel, en el Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca, en la confección del catálogo razonado de Manolo Millares, obra que no llegué a terminar pero que remató muchos años después Alfonso de la Torre. Un catálogo razonado es una cosa absolutamente desalentadora [risas]. Es un trabajo de hormiga, muy importante, pero que se vuelve uno loco haciéndolo. El caso es que en esa misma época me contactó Mercedes Buades, a quien había conocido a través de Rafael Pérez-Madero, secretario de Zóbel, y me ofreció dirigir la programación de su galería, que estaba a punto de abrir.

Lo que hice con la galería Buades fue meter la pintura de mis amigos en una estructura comercial, en este caso muy amateur, pero así me planteé la primera temporada, revindicando esa pintura narrativa que hacían Pérez Villalta, Rafael Pérez Mínguez, Carlos Franco, Manolo Quejido, Herminio Molero, Carlos Alcolea, Chema Cobo También incluí a algunos conceptuales como Alberto Corazón y Nacho Criado. Dejé planteada la segunda temporada, una vez se incorporó Miquel Navarro y Juan Navarro Baldeweg, gran pintor y arquitecto. A Buades estuvo también muy vinculado Ángel González García. Paco Calvo también iba mucho por allí.

Recuerdo también que en Buades se proyectaron los primeros cortometrajes de Pedro Almodóvar, y se hicieron conferencias muy interesantes, una de ellas de Leopoldo María Panero. Más tarde aparecerían los del grupo Trama: Broto, Cardín, Jiménez Losantos… La mezcla de gentes que hubo allí fue tremenda [risas]. Esa galería ha hecho su historia. En el Patio Herreriano se le hizo una exposición hace años muy buena, muy bien hecha.

¿Qué fue la sala M-11?

El M-11 fue un centro de arte que fundamos Quico y yo en Sevilla, a la altura de 1974, y en el que ocurrieron también cosas muy interesantes. Aunque yo ya no vivía en Sevilla, iba bastante a menudo por allí. La sala estuvo en la casa natal de Velázquez, donde ahora está la sede de Victorio & Lucchino. Entonces era propiedad de la familia Guardiola. El director del centro fue durante un tiempo José Francisco de la Peña, un historiador sevillano que falleció muy joven. Fue colaborador de John Elliott en Princeton, y con él estuvo estudiando en profundidad la figura del Conde Duque de Olivares. Por allí estaba también Manuel Salinas, un pintor al que aprecio mucho, también surgido de la generación de Gerardo Delgado y compañía. Quico era quien llevaba el día a día del centro, que fue un tanto multifacético. Allí hicimos exposiciones de Saura, Gordillo, Quejido…

Se asocia mucho la efervescencia artística que se vivió en las galerías de Madrid, tipo Buades o Amadís, con el inicio de la movida.

Sí, pero es una conexión que no me interesa mucho. En el libro de entrevistas que hizo José Luis Gallero sobre la movida, Solo se vive una vez, que es un libro muy bueno, con la cubierta de Dis Berlin, me preguntan esto mismo y ahí puedes ver que mis respuestas son un tanto escépticas. Es cierto que en Buades expuso, por ejemplo, Ceesepe, pero desde luego no fue en mi época [risas]. Yo solo me hago responsable de las dos primeras temporadas, por más que luego colaborara mucho con ellos. Para mí la movida fue sobre todo musical, con algunos flecos literarios, plásticos y fotográficos, y el único pintor de verdad que hubo cercano al mundo de la música pop fue Pérez Villalta.

En cualquier caso, es innegable que hubo una efervescencia cultural general en Madrid durante los últimos años de la dictadura, una que además tuvo conexiones políticas evidentes. En esa época éramos todos muy de extrema izquierda. Recuerdo que en esa época le encargamos a Manolo Quejido un cartel contra la ley de peligrosidad social, y lo pegamos luego por las paredes del metro. Cuando la gente fue a trabajar al día siguiente a primera hora de la mañana se encontraron con aquella cara monstruosa… [risas].

Luego, con la movida tuve conexiones, claro. De hecho la cantante solista de Las Chinas, que luego siguió en solitario como Kikí d’Akí, fue mi novia. Yo iba siempre a sus conciertos. Me gustaban también mucho Ejecutivos Agresivos. Se parecían a Madness. En aquella época bailaba mucho el ska [risas]. En todo caso, fueron años en los que estaba todo muy entremezclado y que yo viví un poco en los márgenes.

Quico Rivas, en cambio, sí que los vivió en plenitud.

Quico vivió la movida, la pos-movida y todas las que llegaron [risas]. Él en el bar La Mala Fama nos daba ginebra de garrafa. Quico luego se distanció mucho de mí, hasta el punto de que en los últimos años de su vida apenas lo vi, pero conservo intacta toda la parte buena de los recuerdos que tengo con él. Fuimos una pareja de hecho: yo le metí en el mundo del arte y él me metió en la extrema izquierda [risas]. Vivimos en paralelo muchas cosas.

Háblame de ArteFacto, la revista que montaste junto a Rivas y Trapiello.

El otro día me encontré con la persona que nos embarcó en aquella aventura, José María Ballester, que había sido crítico de arte del Diario Madrid. Le di las gracias por habernos dejado hacer aquellas páginas, sin ponernos ninguna pega, porque con lo locos que éramos, al día siguiente de publicarlas tenían siempre unas broncas tremendas en la redacción. Aquello no eran más que unas paginas rosas que venían dentro de la revista Arteguía y en las que publicábamos dibujos de Broto, Alcolea, Campano, Diego Lara, poemas de Gonzalo Armero, textos de Cardín… Hicimos un número especial sobre Sevilla, en el que mezclábamos un fragmento de Bataille sobre la ciudad con un dibujo de Carmen Laffón, o un poema de su tío Rafael Laffón. Recuperábamos ese y otros textos antiguos de la generación del 27, tradujimos una entrevista a Rothko… Era una revista de transición en la que había todavía mucho de la pintura de los años ochenta pero en la que en lo literario ya empezaban a dejarse ver nuestros intereses personales.

Éramos todos amigos que estábamos en un proceso de reencuentro con la tradición española. Quico y yo, por ejemplo, siempre habíamos tenido mucho interés por las viejas vanguardias, y empezamos a estudiarlas en profundidad. Yo tenía en la casa de campo de mi familia en Galicia una colección de Blanco y Negro de los años veinte y treinta, de la cual me dediqué a arrancar todas las páginas de arte, que eran buenísimas porque estaban escritas por Manuel Abril y venían con fotos de Maruja Mallo, Ponce de León, Alberto… Curiosamente, Quico tenía otra colección de Blanco y Negro en la casa de su familia en Grazalema, así que allí estuvimos también, estudiando aquel material para un trabajo que al final no se llegó a culminar. La raíz remota de mi Diccionario de las vanguardias en España surge de ahí.

Hablando de vanguardias españolas, ¿a qué se debe esa debilidad tuya por el ultraísmo?

Eso me viene de familia. Mi tío abuelo, Evaristo Correa Calderón, fue profesor de instituto y escribió un manual muy importante de la época. Pero antes de todo eso fue ultraísta. Fue contertulio de Ramón Gómez de la Serna en el café de Pombo, así que fue el primer exvanguardista que conocí. Participó en un poema colectivo que Borges y unos cuantos más mandaron a Tristan Tzara. En ese poema había unos versos en gallego que eran de él, otros eran de Eugenio Montes. Solana le hizo un retrato, pero mi tío se murió sin saber dónde estaba. Nunca lo pudo encontrar. En cualquier caso, no habría tenido dinero para comprarlo [risas]. Mi tío Evaristo tenía en su casa libros y revistas excepcionales, y de ahí me vino la fascinación por el ultraísmo. Con trece o catorce años empecé a frecuentar una casa que tenía mi familia en Lugo, en el campo, y allí mi padre me autoriza a llevarme el primer libro importante de mi vida: Fervor de Buenos Aires de Borges, en su primera edición de 1923, con cubierta de Norah Borges. Ese libro lo tenía mi padre por su tío. En aquella casa encontré también un número de la revista sevillana Grecia, que como sabes tuvo su sede al lado de El Jueves.

Llegué a hacer un documental sobre el ultraísmo, pero está en paradero desconocido, como el retrato de mi tío [risas]. Lo hice con Josefina Molina además, pero ella tampoco sabe lo que pasó con él. Lo llegamos incluso a montar. Recuerdo que con motivo del rodaje de ese documental conocí a Abelardo Linares en Sevilla. Entré en su tienda de la calle Mateos Gago y allí encontré dos libros de Lasso de la Vega, aquel ultraísta cuya vida fue tan borgiana, tan de novela. Cuando puse esos dos libros en el mostrador, Abelardo me dijo: «Se ha fijado usted que esos libros son caros, ¿no?» [risas]. Luego nos hicimos amigos. Por aquel entonces él vivía al lado de la Giralda y allí fue donde vi su ya impresionante biblioteca. «Yo quiero tener una biblioteca como esta», me dije. Te estoy hablando de 1978 o así. Yo compraba ya libro de viejo, pero fotocopié mentalmente el cuarto tapizado que tenía Abelardo, que era realmente de caerse de espaldas, para emularlo.

¿Sigues presidiendo la fundación de Rafael Cansinos Assens?

Sí, pero nos reunimos muy poco. Fue una pena que la fundación no arraigara en Sevilla. Fui una vez allí para interceder un poco pero finalmente no fue posible. La anterior concejala de Cultura había dado unas esperanzas muy grandes a la fundación, parecía que había un consenso para que pudiera tener su sede allí, pero, finalmente, con la entrada de la nueva concejala, se anuló el convenio y ahora mismo la fundación vuelve a estar en Madrid. El archivo que tienen es extraordinario, tienen toda la correspondencia de Cansinos. Tendría que meterse allí una persona especializada en el mundo judío, porque hay una correspondencia con el doctor Pulido, que fue el primero que hizo en España una campaña sionista, a favor de los judíos españoles, y con muchísimas personalidades de muchos países. Luego está la parte del ultraísmo. Hay muchas cartas de mi querido Lasso de la Vega, de César González Ruano, de Huidobro, de Larrea… Sería una gran tarea publicar ese epistolario, sería un trabajo importante, pero yo ahora mismo tengo muy poco tiempo. Es una pena que la fundación no tenga más apoyos.

Para ser España un país democrática y socialmente atrasado, la presencia del arte contemporáneo a lo largo del siglo XX ha sido brutal. ¿A qué crees que se debe esto?

Se dice, a modo de tópico, eso de «España, país de pintores», pero es que es verdad [risas]. En el siglo XX hemos tenido grandísimos momentos artísticos. En los años veinte, cuando coinciden en París Picasso, Juan Gris, María Blanchard, Julio González, Pablo Gargallo, y en otro momento con Dalí y Miró; y luego toda la generación del 27, con Francisco Bores y compañía; durante el propio franquismo, con la eclosión del grupo Dau al Set en Barcelona y El Paso en Madrid; luego los vascos como Oteiza y Chillida; Barceló en los ochenta…

Curiosamente, el arte contemporáneo recibe en España un gran apoyo por parte del régimen franquista.

Es verdad. Aquello fue una operación muy inteligente ideada por un sevillano, Luis González Robles, un hombre de un carácter muy endemoniado, ayudado al principio por otro sevillano, José María Moreno Galván, luego miembro del Partido Comunista y fenomenal crítico que podía haber sido poeta si hubiera querido por lo bien que escribía sobre arte. González Robles convirtió el arte contemporáneo español en una vía más de propaganda del régimen de Franco. No obstante, hay que decir también que muchos artistas jugaron a este juego, que de algún modo empieza un poco antes, en 1951, con la celebración de la primera Bienal Hispanoamericana de Madrid. Hubo entonces en México y París contrabienales organizadas por los artistas españoles en el exilio. Pero, claro, quienes consiguieron una verdadera proyección internacional fueron los que expusieron en Madrid. Más tarde, alrededor de 1960, se produjo cierta ruptura entre el régimen y aquellos artistas. En todo caso, lo que no creo que haya que hacer, como sí ha hecho algún crítico norteamericano, es afirmar que el arte de estos artistas fue un producto cultural franquista. ¿Que era un arte utilizado y enseñado por el franquismo? De acuerdo. Pero yo no creo que eso altere el hecho de que la mayoría de aquellas obras fueron de meditación cuando no directamente de denuncia. Son obras además que han aguantado el paso del tiempo, y ese es el único juicio que se debería hacer sobre ellas.

¿Es el arte siempre político?

No. Es más, yo no creo que mucho arte sea político. En los extremos de las vanguardias siempre hubo la tentación de hacer política a través del arte, desde fascistas como Pound o Céline, a comunistas como Alberti o Arconada. Pero la política en esa zona de confrontación siempre ha producido enormes desastres. En el fondo, la mayoría de los creadores se buscan a sí mismos en el arte, más allá de la política. Yo, que viví la Transición desde el balcón de la extrema izquierda, me he ido con el tiempo moviendo hacia zonas mucho más templadas, hasta el punto de que ahora me empeño en definirme como de extremo centro, que seguramente sea una figura retórica. Durante la Transición, por más que ahora esté tan denostada, hubo una gran capacidad de encuentro y diálogo. Santiago Carrillo fue quien acuñó el término de «reconciliación nacional», que es algo que entre todos se llevó a la práctica.

En este sentido, reconozco que tengo nostalgia de la Transición, y discuto mucho sobre esto con gente más joven, porque yo reconozco que me convertí tarde a esta visión calmada de las cosas. Leí el libro que escribió el siempre polémico Gregorio Morán sobre Adolfo Suárez, y cuando le presenté en el IVAM su libro sobre Ortega y Gasset, que era muy duro, diría que hasta injusto en muchas cosas, le confesé que yo me había convertido a Suárez gracias a lo que él había escrito. Me dijo, muy sorprendido: «¡Pero si lo hice justo para lo contrario!». Cuando uno lee los orígenes de Suárez y luego ve lo que ha sido capaz de hacer, no te queda otra que pensar que fue un genio. Lo escuché una vez, en Valencia, cuando le dieron el honoris causa por la Politécnica, y lo que decía casi te llevaba a las lágrimas, acordándose de lo que pusieron todos de su parte durante aquel proceso de reconciliación. Esa Transición imperfecta es lo mejor que hemos hecho en España en política.

Yo he tenido la inmensa suerte de dirigir las dos grandes instituciones culturales que se crearon en España durante la Transición: el museo Reina Sofía, que se crea ya durante los años ochenta; y el Instituto Cervantes, en los noventa. Digo que son instituciones de la Transición en el sentido de que ambas fueron necesarias para culminar la misma en materia cultural. El Reina Sofía era el museo que no había podido tener España durante el franquismo, y eso que ya había habido directores que habían intentado hacer cosas muy importantes. Siempre hago referencia a la labor del arquitecto José Luis Fernández del Amo, que fue quien dirigió el Museo de Arte Moderno de Madrid en los años cincuenta, y que ya entonces intentó comprar cuadros de Rothko o esculturas de Julio González. Digo intentó porque luego no pudo hacerlo, no le dejaron. Le fue además muy difícil contar con el apoyo de los artistas que vivían fuera de España, que, lógicamente, estaban en contra del régimen. Así que el Reina Sofía fue precisamente eso: el museo que permitió que los españoles pudiéramos ver a Picasso, a Miró, a Julio González, a Juan Gris o a Tàpies a un nivel importante.

Antes de dirigir el Reina Sofía dirigiste el IVAM de Valencia, con salida un tanto polémica.

Mi salida fue complicada, en efecto. Todo surgió de una decisión que se me impuso, y que desde el principio dejé claro que no la iba a aceptar. Se llevó a cabo entonces en contra de mi opinión, se metió aquella famosa escultura… En fin, no me apetece evocarlo porque fue muy tenso. Tan solo dejar constancia de que mi posición se entendió perfectamente en el mundo de la cultura. Recibí al respecto muchas muestras de solidaridad.

Hasta entonces, yo había trabajado muy bien en el IVAM, hasta que se produjo aquel episodio que determinó mi sentencia. Tras lo ocurrido estaba claro que me tenía que marchar de la institución. Había triunfado moralmente, pero luego, claro, resultaba muy difícil seguir trabajando allí. Al poco me llamó la ministra Pilar del Castillo para dirigir el Reina Sofía, así que no estuve parado ni un mes.

El equipo que tuve en Valencia fue muy bueno, tengo un gran recuerdo. Fue un museo en el que me encontré muchas líneas ya marcadas, a las cuales yo añadí alguna. Muchos creen que fui yo quien se inventó lo de la presencia de papeles, de materiales impresos, en el museo. «Claro, como a ti te gusta mucho el Rastro, has metido el Rastro en el museo», me decían. Pero aquello lo había creado Vicente Todolí, que fue el alma del museo. Él fue quien decidió que un museo tenía también que tener los libros futuristas, los libros constructivistas rusos y los libros checos, y yo continué con esa línea incidiendo más en el campo español. Añadí entonces a todos los tipógrafos españoles de vanguardia de los años veinte y treinta: Luis Seoane, Mauricio Amster, Enric Crous-Vidal… Ya habían expuesto en el museo Allan McCollum, Sigmar Polke, Campano, y yo metí a Alex Katz, a Helmut Federle, a Juan Antonio Aguirre, a Dis Berlin, a gente con otras aperturas.

En el IVAM promoví una exposición sobre Erik Satie, que es la mayor que se ha hecho sobre él y es de la que estoy más orgulloso de todas en las que he participado, de las que me he encargado o he comisariado. Es mi joya de la corona. Se la encargué a una italiana, Ornella Volta, que tiene ahora noventa años. Tiene un libro titulado El vampiro, sobre el surrealismo, pero después todo lo demás que ha publicado es sobre Satie. Es la persona que más sabe de Satie del mundo. Es algo prodigioso. Se sabe su vida al día. Ha publicado su correspondencia completa, más de mil páginas de cartas. Son deliciosas. Como no tiene hijos, los archivos que ha ido recopilando sobre Satie, toda su colección privada, los ha donado al IMEC.

En el IVAM hice también una gran exposición de objetos surrealistas, que la comisarió uno de mis grandes colaboradores: Carlos Pérez. Fue como mi hermano mayor. Falleció el pobre cuando todavía tenía muchas cosas que decir. Me hizo también una exposición enorme sobre infancia y arte moderno. Una maravilla. El IVAM permitía experimentar muchísimo y tengo muy buenos recuerdos de mi paso por allí, excepto de mi final, claro.

¿Suele ser difícil trabajar con políticos?

Para mí no. Yo solo me puedo quejar de aquel episodio. En el Reina Sofía estuve cuatro años y mi final se debió a un mero cambio de política. Es verdad que la manera que tuvo de llegar la ministra Calvo no fue… Bueno, en la hemeroteca está lo que dije, tampoco quiero hacer sangre con este asunto. Pero hasta entonces a mí se me dio total libertad. Lo principal es que un político te dé su confianza. Luego tú puedes defraudar esa confianza, y entonces el político tiene derecho a decir: «No cumples las expectativas que yo tenía para este puesto», y quitarte de allí. Pero en el Reina Sofía yo pude desarrollar mi línea de trabajo.

Aun así, el Reina Sofía es un centro muy distinto del IVAM. En mi época, además, tenía mucha menos autonomía que ahora. Me refiero a nivel de personal. Yo no podía prácticamente nombrar a nadie, cosa que ya no pasa. Carlos Pérez fue también quien me acompañó en esta aventura. Hicimos juntos aquella enorme exposición sobre Gómez de la Serna. Luego él hizo una sobre el cartelismo francés de los años veinte y treinta. Hicimos varias exposiciones de arquitectura: una de Gaudí, otra de Jean Nouvel. Hice también un programa muy sistemático de exposiciones españolas, sobre José Gutiérrez Solana, Ramón Gaya, Caneja, Vázquez Díaz, Alberto… Fui yo quien plantó allí la reproducción de su famosa escultura El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella, con el acuerdo de su viuda y su hijo. Creo que es hermoso que el tótem de Alberto esté de nuevo protegiendo el Guernica, como ya hizo en la Exposición Internacional de París de 1937, cuando ambas obras se estrenaron.

Con todo, hubo gente que me acusó de descuidar el arte contemporáneo durante mi estancia en el Reina Sofía. Uno de los más beligerantes fue precisamente Luis Gordillo. Tuvimos incluso un pequeño rifirrafe en prensa. Yo tuve de subdirector a Enrique Juncosa, y entre los dos expusimos a Andreas Gursky, a Axel Hütte, a Pablo Siquier, a Guillermo Kuitca, a Francis Alÿs… que son nombres absolutamente contemporáneos.

¿Hasta qué punto la cultura debe depender de los presupuestos públicos?

Hay que pedir dinero, por supuesto, pero moderadamente. El mundo de lo privado en cultura es muy importante, obviamente. Nada más hay que pensar en las galerías, las editoriales, las productoras de discos… Todo eso es fundamental, pero yo creo que su acción se tiene que combinar con una atención pública. Los museos son un deber que tiene el Estado de coleccionar la excelencia. Los conservatorios de música, las salas de exposiciones que dependen de la Administración pública, todo eso es absolutamente necesario mantenerlo, y existe además una clara conciencia de ello a nivel político. La cultura de calidad cuesta dinero.

Para cultura tenemos este año en el Instituto Cervantes un presupuesto de tres millones de euros, que supone un aumento del diez por ciento con respecto al año anterior. No es un presupuesto desorbitado, pero tampoco es una migaja. Bien administrado, se pueden hacer con él grandes cosas. Observo también una muy buena disposición por parte de las instituciones privadas, a las que podemos y debemos implicar en algunos de nuestros proyectos, más que nada para que al Cervantes no se le exijan luego imposibles. Muchas de estas instituciones privadas no quieren ganar dinero, sino ayudar a que el Cervantes muestre sus obras por el mundo, lo que para ellos implica también un retorno.

¿No está el arte contemporáneo muy alejado del hombre común?

Hay formas de arte que están cada vez más conectadas con la vida cotidiana, léase aquí la fotografía. Su principal atractivo radica en que es una expresión muchas veces de la cotidianeidad contemporánea. Me interesa de hecho enormemente la relación del fotógrafo con la ciudad, la figura del fotógrafo-peatón. Hice una exposición en el Círculo de Bellas Artes sobre Josef Sudek, que es el peatón por excelencia de Praga. Es el hombre que mejor expresa el alma de su ciudad. Lo mismo podría decir de Brassaï en París o de Stieglitz en Nueva York, en ese Nueva York de los primeros rascacielos. De Stieglitz promoví una exposición en el Reina Sofía en colaboración con el Museo de Orsay de París. Ahora, por ejemplo, se ha descubierto la obra de esta fotógrafa Vivian Maier, que está en todas partes. A la gente lo que le ha atraído de ella es que es como si fuera tu tía, que hace fotos [risas]. Habría que añadir aquí también a Horacio Coppola y su fascinante Buenos Aires, a quien le programé en el IVAM su primera exposición europea.

Yo mismo he dialogado, desde esa perspectiva, con dos fotógrafos. Uno es Bernard Plossu, del que comisarié una gran exposición para el IVAM. En el catálogo, usé la fórmula, muy querida por mí, del diccionario. Sobre Plossu he escrito varios textos críticos. Con él publiqué un libro de entrevistas e hice un libro titulado Nord-Sud, en homenaje al nombre primitivo de la primera línea de metro de París, retomado por Pierre Reverdy como título de su gran revista. Para ese libro elegí treinta fotos y con ellas compuse otros tantos poemas. En la edición de mi poesía reunida por parte de La Veleta, logré convencer a Andrés Trapiello para que fueran las fotos al lado de los poemas, ya que sin ellas quedarían incompletos. La segunda vez que he hecho una colaboración de esta intensidad fue con el fotógrafo José Manuel Ballester. Nuestro libro, recientemente aparecido, se titula Fervor da metrópole, y gira sobre la ciudad de Sâo Paulo. Es una obra fruto de deambulaciones compartidas por esa urbe laberíntica, en la que buscábamos sobre todo los grandes hitos de su arquitectura moderna, incluido obviamente Oscar Niemeyer. A veces se me escapa decir «fotografiamos», y no, obviamente, yo de las fotos no fui más que el guionista, el autor del listado inicial de cosas que había que incluir. Otras, como pasa siempre, surgieron sobre la marcha. Luego escribí un texto, una suerte de diario de nuestra deriva urbana, para el que concité muchas sombras del pasado, como los maravillosos poetas Mário de Andrade, Luís Aranha, Oswald de Andrade o la pintora Tarsila do Amaral, sobre la que he hecho una exposición para la Fundación Juan March.

¿Es el arte contemporáneo elitista?

Elitista es una palabra peyorativa, pero sí, el arte contemporáneo ha sido casi siempre elitista, quizás salvo en los tiempos de grandes convulsiones, donde el arte ha sido un arte de masas. Mayakovski organizó un concierto de barcos utilizando las sirenas a modo de instrumentos. Pero el arte, evidentemente, es más de torre de marfil, es más «para la inmensa minoría», que diría Juan Ramón Jiménez. De todos modos, a Paul Klee, por ejemplo, le bastan una cuartilla o un folio para crear un castillo encantado con unos peces que salen del lago y un bosque.

Si pensamos en el surrealismo, diríamos que se trata de un arte muy convulso con fuertes implicaciones políticas, pues muchos de sus artistas militaron en el partido comunista. Curiosamente, el arte surrealista que a mí más me gusta es el más aburrido, aparentemente. Las Landas de Yves Tanguy, esos paisajes que le vienen de sus raíces bretonas, ese paisaje que llevaba en la cabeza, pues lo pintó cuando estaba en Estados Unidos, es un paisaje interior. Tanguy es en ese sentido un pintor monótono, y siempre que uso este término tengo que añadir «en el buen sentido» [risas]. Más de un galerista me ha sugerido quitar el adjetivo cuando lo utilizo en mis textos, pero yo lo uso como elogio. Los grandes pintores monótonos son para mí los pintores de botellas, de flores, de aquello que ven por la ventana.

¿Puede el arte popular ser de vanguardia?

En el siglo XX hay mucho arte popular detrás de la vanguardia. La poesía del 27 se nutre del folclore. El flamenco es un claro ejemplo. Vicente Escudero fue un bailarín de vanguardia. En París hacía espectáculos con máquinas y ventiladores. Tiene un cartel hecho por Van Dongen. Era muy amigo de Miró, de Picabia. Él mismo pintaba. Le gustaba mucho a Ángel González García. El otro día vi, casualmente, un Vicente Escudero en Granada, en el escaparate de un anticuario amigo.

Entonces, no eres de los que piensa, como Luis de Pablo, que los Beatles y los Rolling Stones son lo peor que le ha pasado al mundo de la música.

Para nada. Yo he sido de hecho muy de los Stones. Escucho poco rock últimamente, pero tuve mi época. Luis de Pablo, al cual aprecio muchísimo, porque es un gran músico y una persona enormemente culta, tiene opiniones con las que se puede estar de acuerdo o no, y con esa opinión no estoy de acuerdo. Es más, a Luis tampoco le gusta Erik Satie [risas]. Le honra, eso sí, que una vez me invitó a dar una conferencia en el Centro de Música Contemporánea, cuando él dirigía la institución, y me propuso hacer algo sobre música electrónica, pero yo le dije que quería hablar de Satie. Ahí fue cuando me confesó que no le gustaba. A Pierre Boulez le ocurría lo mismo, al igual que a Cristóbal Halffter. Yo creo que esta generación encuentra demasiado sencilla la música de Satie. El caso es que al final convencí a Luis de Pablo para que me dejara hablar de Satie y su relación con la literatura, sobre el tránsito del simbolismo al dadá, y cuando terminé se me acercó y me dijo: «Sigue sin gustarme, pero la conferencia ha sido espléndida» [risas].

Gracias a Satie empecé a interesarme por la música del siglo XX, sobre todo a través de sus discípulos. Tengo partituras de muchos de ellos. No sé leerlas, pero las colecciono. Es un tema que me apasiona. Así fue como acabé interesándome por la figura de Morton Feldman, a quien le hice una exposición, como comisario, en el Museo de Arte Moderno de Dublín, cuando Enrique Juncosa lo dirigía. Esa exposición, que giraba e torno a la relación de Feldman y las artes plásticas, es la más cara en la que yo he participado. Se tuvo que aplazar un año porque no encontraban fondos para hacerla. Al final conseguimos recopilar cuadros importantes de todos los pintores amigos en los que Feldman se había inspirado para componer su música: Rothko, Guston, Pollock, De Kooning… y luego en las salas sonaba su música de fondo. Teníamos también una colección de alfombras del Medio Oriente, que Feldman coleccionaba y sobre las que se inspiraba igualmente para componer. Hicimos conciertos. Fue impresionante.

¿Cuál dirías que es el artista español contemporáneo más sobrevalorado?

¡Uy! ¿Español? ¡Que tengo un cargo! [risas]. Te digo mejor uno extranjero: encuentro excesivamente valorado el tipo de artista que representa Jeff Koons. Aquí influye una cuestión de gustos personales, no te digo que no, pero incluso más atrás, siendo aquí más arriesgado decirlo, considero también hipervalorado a Andy Warhol. A Warhol lo vi pasar cuando hizo la exposición aquella famosa en Madrid. Lo que más me divirtió de ese día fue la foto que le hizo Luis Pérez-Mínguez con Maruja Mallo. A mí ya entonces no me interesaba especialmente. He discutido mucho con grandes valedores de Warhol como icono, como por ejemplo José Luis Brea, que siempre fue muy warholiano, o Estrella de Diego. Lo mismo me pasa con Marcel Duchamp. De mi generación había algunos que eran fanáticos totales de Duchamp, como Carlos Alcolea o Nacho Criado. Pero esa tradición artística no es mi «taza de té», como dirían los ingleses.

¿Y el más infravalorado?

En general, tengo tendencia a mirar a los artistas más silenciosos, más retrospectivos y meditativos, en la onda de Rothko, para entendernos. Rothko no es que esté infravalorado, ni mucho menos, pero para mí es uno de los máximos. En esa misma línea no es todo lo conocido que debiera Helmut Federle, un pintor suizo que vive en Viena. Federle empezó con dibujos de montañas suizas, y luego poco a poco empezó a hacer una pintura cada vez más abstracta, geométrica, pero muy espiritual, muy intensa. Los tres grandes cuadros que hay suyos en España los he comprado yo. Uno está en el Reina Sofía, aunque no está expuesto ahora mismo; el otro lo compré para el IVAM, donde como te dije le hice una exposición; y el tercero lo compré para Bancaja, para la cual soy asesor. En Bancaja enseñé, en otra exposición que le dediqué, su trastienda, donde se pudo ver el arte de otros artistas que Federle colecciona, su gusto por el mundo de la teosofía, los muchos kimonos japoneses que tiene así como telas norteamericanas del Oeste. Ha viajado mucho por Perú y Bolivia, ha vivido en Nuevo México. Me parece uno de los pintores más infravalorados que hay ahora mismo.

El otro gran «mal valorado» sería, para mí, Alex Katz. Me encanta. Ahora tiene noventa años. En el IVAM, como ya te dije, le hice también una exposición, que yo mismo comisarié. Me acuerdo de que cuando me fui del IVAM se publicó un artículo en El País por dos historiadores, Manuel Menéndez y Enrique Selva, que dijeron que las dos exposiciones más mías habían sido la de Federle y la de Katz. Me pareció muy acertado ese comentario. Yo escribí luego un artículo hablando sobre ambos artistas, relacionado sus obras, pero a Federle, que es muy ortodoxo, no le hizo gracia la comparación [risas]. A Katz le volví a dedicar una exposición en el IMMA de Dublín.

Al final no me has dicho ningún nombre español.

Es verdad. En España he escuchado también voces que hablan en voz baja, que no son vehementes. Me gusta mucho la pintura de Cristino de Vera, que es muy zurbaranesco. Cuando lo expuse en el monasterio de Silos, el guardia civil de la zona me decía: «Si yo veo a este señor un día caminando hacia Silos, pienso que se va a meter a monje» [risas]. Ahora tiene ochenta y muchos años. Vive metido en su celda, en el barrio de Chamberí, con todo tapado, con una calavera, escuchando siempre música zen. Pinta sobre todo bodegones con flores secas, mujeres con velas. Su pintura es muy intensa. Me interesa esa figura.

También me interesa mucho Miguel Galano, un pintor asturiano de casas solitarias en paisajes, sobre el que he escrito una monografía hace poco. Su estilo es un poco a lo Hopper, pero más gris. Es un pintor del mar, de farolas en acantilados desiertos, de callejones del barrio de Alfama, en Lisboa. Dejé programada una exposición suya en el Cervantes de París.

Tras haber vivido fuera de España unos cuantos años, ¿crees que el arte contemporáneo español tiene la presencia que debiera?

El arte español tiene más proyección internacional de la que se dice y piensa. Los españoles tenemos a veces cierta tendencia a autoflagelarnos. Tenemos un cierto número de artistas españoles que han estado bastante presentes en el mapa internacional del arte. Juan Navarro Baldeweg, como arquitecto, es muy conocido, y como pintor ha expuesto en Nueva York, al igual que Gordillo. Santiago Sierra no es mi favorito, pero es un señor que está exponiendo en grandes museos de fuera. Uslé está muy presente, y Barceló para qué decir. Jaume Plensa igual. Susana Solano tuvo grandes momentos. José María Sicilia está también muy presente en París y Nueva York. Cristina Iglesias, Juan Muñoz… Ya llevamos unos cuantos nombres, ¿no? Y no son nombres que se hayan caído. Por supuesto, en las ferias internacionales no son los que más se ven, pero en casi todas ellas hay alguna pieza de varios de estos artistas. Así que yo no soy tan pesimista. Creo que, comparativamente, no tenemos muchos menos artistas en el circuito internacional que, por ejemplo, Francia, que es un circuito que conozco bien, pues para algo estuve viviendo en París casi cinco años.

Te reconozco que para mí ha sido muy importante poder vivir en mi ciudad natal, de la cual me fui con tan solo tres años de edad, y estar al frente del Cervantes, defendiendo el español, la cultura española y la iberoamericana. En el centro acogimos a Vargas Llosa, a Jorge Edwards —cuando llegué todavía era embajador de Chile allá—, al recientemente desaparecido Juan Goytisolo, a Aurora Bernárdez (la viuda de Cortázar), a Rosa Torres Pardo con Luis García Montero, a Barceló, a Antonio López —con el cual hicimos un taller—, a Fernando Colomo o a David Trueba, a hispanistas franceses, al recordado Yves Bonnefoy, a Jean Clair, congresos sobre Juan Benet o sobre Sarduy, y así sucesivamente, incluida la atención a la vieja emigración, así como al mundo judeoespañol. Luego, como todo director de centro debe hacer, me busqué la vida para encontrar patrocinios y conseguí montar exposiciones bastante importantes sobre Juan Gris, Mompó, Cortázar o sobre la biblioteca de Juan Negrín. Aquellas fueron exposiciones hechas en París y para París.

Mi vivencia allí, en algún momento, se condensará en algún proyecto literario. Hemos sido, y aquí hablo en plural, muy felices en París, y viajando desde ahí a Chartres, a Nantes, a Aix, a Metz, a Nancy, a Périgueux, a Perpiñán y mis veranos de antaño… Mi biblioteca, por otro lado, ha crecido mucho, gracias sobre todo a las expediciones sabatinas al mercado de las pulgas de la Porte de Vanves y al vecino Marché Brancion del parque Brassens, uno de los mejores paraísos de papel del mundo.

De todos modos, creo que París no ha sido tu primera experiencia fuera de España.

Cierto. En 1984, Carmen Giménez me encargó desde el Ministerio de Cultura, en colaboración con el Ministerio de Exteriores, una exposición española para circular por varios países del Pacto de Varsovia. Se inauguró en Atenas, con Melina Mercuri, que era entonces la ministra de cultura griega. Luego se suponía que la exposición iba a ir a Italia, pero finalmente se llevó a Belgrado, de ahí a Sarajevo y de ahí a Varsovia, donde conocí, delante de uno de los cuadros de Miró que integraban la muestra, a Monika, mi mujer, que entonces no me hizo ningún caso [risas]. A los dos meses volví y nos casamos a comienzos de 1985. Descubrí por el camino esa maravilla absoluta que es Cracovia. Carmen Giménez siempre dice que fue ella quien «nos casó». La exposición siguió su rumbo, ya no recuerdo en qué orden exacto, pero pasó por tres ciudades austriacas (Innsbruck, Graz, Klagenfurt), Budapest, Sofía, Berlín Este y Praga, el último capítulo y único que no viví en directo porque no pude acudir.

La exposición fue como un cursillo acelerado sobre la otra Europa, entonces todavía muy cerrada. Para que te hagas una idea: cuando llegué a Varsovia gobernaba todavía Jaruzelski y había ley marcial. Esa misma semana mataron al padre Popiełuszko. Fue en la misma semana en que murieron, en París, Michaux y Truffaut. Recuerdo perfectamente estar en el avión que me devolvía a Occidente, leer esta doble noticia en portada del diario Le Monde. Hay muchas huellas de todo esto en mi diario La ronda de los días, y en mi último poemario, Praga, con el que, según mi mujer, aprobé mi examen de eslavismo.

Al hilo de tu nombramiento como director del Instituto Cervantes, ¿te han salido muchos amigos nuevos que no recordabas tener?

[Risas] Sí, muchos. Algunos eran amigos de verdad, buenos amigos incluso, pero de otros no tenía yo constancia de nuestra amistad. Las plazas, por desgracia, son las que hay. Así es la vida.

Patti Smith, el poder de la poesía y la música frente a la muerte

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Patti Smith: Dream of Life, 2008. Imagen: Clean Socks / Thirteen / WNET.

«Elegie» fue grabada el 18 de septiembre de 1975, el mismo día en el que, cinco años antes, murió Jimi Hendrix. Con esta canción, un acto profético que no fue ni fruto del azar ni tampoco del capricho, Patti Smith cerraba Horses. «Trompetas, violines, los escucho en la distancia / Y mi piel emite un rayo, pero creo que es triste, muy malo / que nuestros amigos no puedan estar hoy con nosotros». Su voz y el piano de Richard Sohl atravesando la niebla de pesar que deja a su paso la muerte de quienes nos importan. Desde el regreso de Smith a los escenarios en 1995, la balada ha sonado esporádicamente en sus conciertos —especialmente en aquellos en los que se interpreta Horses al completo— para recordar a aquellos que ya no están. Héroes a los que admiró en su juventud, como Brian Jones, pero también maestros con los que compartió la vida y la creación, y a quienes ha visto morir. Robert Mapplethorpe, Lou Reed, Jerry Garcia, Fred «Sonic» Smith.

Iluminaciones

Prácticamente desde el principio de su carrera, antes incluso de grabar aquel primer álbum, Patti Smith ya lamentaba la ausencia eterna de quienes habían alimentado su espíritu y su talento. Cantó apasionadamente a la fraternidad y al amor romántico en canciones como «Kimberly» y «Because the Night», y su obra es una inextinguible celebración de la vida y el arte. Por eso mismo, la muerte del artista, está tan presente en sus versos. Su obra se estremece por la ausencia de creadores prodigiosos, como Jim Morrison, que según Smith fue «lo más cercano que un músico de rock & roll había estado de ser un artista». En 1972, durante una visita a su tumba parisina, tuvo una revelación: «Me senté allí durante un par de horas. Estaba cubierta de barro y temía moverme. De repente todo se terminó. Ya daba igual. Cruzando mi cráneo había nuevos planes, nuevos sueños, nuevos viajes, sinfonías, colores. Solo quería irme de allí, volver a casa y hacer mi propio trabajo. Enfocar mi proyector sobre mi ritmo interior». Smith escribió la canción «Break It Up» inspirándose en el líder de The Doors. También sería el punto de partida de un artículo publicado en Creem en 1975 bajo el título «Jukebox Cruci-fix» en el que reflexionaba sobre el sentido último de las más célebres defunciones del rock & roll: «Me niego a creer que Hendrix tuviera la última mano poseída, que Joplin tuviera la última garganta ebria, que Morrison tuviera la última mente iluminada. No se deslizaron sus pieles ni se disolvieron por siempre para nosotros para hibernar en rockolas póstumas».

Muerte de Brian

Desde sus inicios como poetisa, Patti Smith conjuró los nombres que la inspiraron y empujaron a buscar su propia voz. Admiró a escritores, actrices, poetas, pintoras, iconos. Modigliani, Genet, Pollock, Edie Sedgwick, Rimbaud, Jeanne Moreu, Frida Kahlo, Anna Karina. Además, intuyó que el cada vez más poderoso rock & roll —que la contagió de niña, cuando su padre veía el Ed Sullivan Show en la televisión— albergaba una nueva forma de arte, a través de la cual algunos de aquellos trovadores eléctricos —con Dylan a la cabeza— estaban destinados a crear una nueva forma de poesía, simple pero inquebrantable, culta y popular a la vez. Se enamoró de los Stones. De los gestos de Mick Jagger, del rostro canallesco de Keith Richards, de la diabólica belleza de Brian Jones. Durante el verano de 1969 estando con su hermana Linda en París, comenzó a tener una serie de sueños recurrentes. En aquellas visiones, el ya exmiembro de Rolling Stones se encontraba siempre bajo una terrible amenaza donde el agua era un elemento omnipresente. Patti convenció a Linda para adelantar su regreso a la capital —estaban en una granja en las afueras— e intentar avisar a quien fuese —en aquel momento, Smith no era nada más que una joven dependienta en una librería neoyorquina— de que Jones corría un grave peligro. Cuando llegaron, el titular sobre su muerte ya ocupaba los periódicos de aquel día. Brian Jones murió ahogado en una piscina en julio de 1969. En el poema «Edie Sedgewick (1943-1971)», incluido en Seventh Heaven (1972), su primer libro, lamentaba la pérdida de quien fuera la actriz fetiche de Warhol durante 1965, fundiendo su figura con la de Brian Jones: «Y me gustaría verla / levantarse de nuevo / sus huesos blancos / con el pequeño Brian Jones / el pequeño Brian Jones / como muñequitas sonrojadas».

El rock del dérèglement

Aquellas premociones avanzaron un aspecto que ha terminado por resultar imprescindible en su trabajo. Patti Smith es quizá la única gran artista del siglo XX que ha llorado a través de su obra a muchos de los nombres capitales de la cultura de dicho siglo. Con algunos de ellos recorrió parte de su propio camino. La vida y el destino se han encargado de que la elegía con la que cerraba Horses haya ido perpetuándose hasta el día de hoy. La última vez fue a raíz de la muerte del que fuera su cómplice y amante, el escritor, actor y músico Sam Shepard, fallecido el pasado 27 de julio, al cual recordó en un artículo para The New Yorker titulado «My buddy» (mi compañero). Estos lamentos, ya adquieran forma de verso o de prosa, forman parte indisociable de su opus. Resulta inevitable que así fuera, puesto que el rock & roll implica el riesgo de una muerte prematura, inducida casi siempre por ese dérèglement que Rimbaud practicó afanosamente en sus años como poeta. Morrison, Jones, Hendrix, Joplin, primero; después, Kurt Cobain, Jim Carroll, Lou Reed y su propio marido, Fred Smith, guitarra de los revolucionarios MC5, el hombre por el cual abandonó su carrera musical en 1980, coautor de «People Have The Power», una de sus canciones más famosas.

La muerte y la poetisa

Dos de sus obras capitales fueron propiciadas por la desaparición de seres queridos que también fueron artistas. La primera de ellas data de 1996 y es el álbum Gone Again. Fue su respuesta ante la pérdida de su marido, fulminado por un ataque al corazón en noviembre de 1994. Con dos niños a  su cargo, Jesse y Jackson, Smith quedó atravesada por un dolor paralizante. Su hermano Todd que durante los años setenta formó parte de su equipo en las giras— la hizo reaccionar, convenciéndola para que cantara en el funeral, episodio que Smith rememoraría años después en el libro M Train (2016). Pero antes de que pudiera asimilar la pena, su hermano fue víctima de un derrame cerebral. Esta vez fueron sus amigos Allen Ginsberg y Michael Stipe quienes la convencieron de que volver a los escenarios la ayudaría. Dylan, que le dio públicamente su apoyo cuando inició su carrera musical, la invitó a que abriera como telonera algunos de sus conciertos.

Acerca de un chico

Gone Again es el exorcismo de esa tristeza, el resultado de un proceso a través del cual el dolor se diluye entre notas y versos para celebrar la alegría de lo vivido como antídoto contra el dolor. Fred está presente en los temas más rítmicos, «Summer Cannibals» y «Gone Again», en los que es coautor. Pero son canciones como «My Madrigal» y «Farewell Reel» las que mejor expresan el desgarro ante la pérdida del guitarrista que la enamoró en 1976 que se convirtió en una de sus más íntimas influencias. No obstante, la semilla de Gone Again ya estaba plantada antes de su fallecimiento. El suicidio de Kurt Cobain estremeció enormemente al matrimonio Smith. «Fred y yo lloramos cuando lo supimos —contaría ella posteriormente—. Pero no lloramos por él como admiradores, sino en calidad de padres. Lamentamos la pérdida de alguien tan dotado y que obviamente estaba muy mal». «About A Boy» es la canción que floreció de esa angustia: «Desde un caos rabiosamente dulce / Desde la calle lúgubre y recóndita / hacia otra clase de paz / Hacia el gran vacío / Sobre un chico que está más allá de todo».

Vida con Mapplethorpe

Just Kids se publicó en 2010 (a España llegó ese mismo año con el título Éramos unos niños) y supuso el espaldarazo literario de la autora al convertirse en su primer libro de amplia repercusión comercial. Su primera incursión en la prosa tomaba como línea narrativa recuerdos de los años en los que empezó a formarse como artista. Un periodo que se abre cuando conoce a Robert Mapplethorpe en el verano de 1967 —el verano en el que muere John Coltrane, uno de sus músicos favoritos—, con el cual comparte la necesidad desesperada de hallar una voz propia y un incontenible apetito de reconocimiento artístico. Tras su relación amorosa, ambos quedaron unidos por un vínculo espiritual que va más allá de cualquier tipo de relación. Fue la muerte del fotógrafo, ocurrida en marzo de 1989, la que abrió el camino literario que desembocaría en el aclamado y premiado Éramos unos niños. Antes de morir, Mapplethorpe le hizo prometer a Smith que prologaría su libro póstumo de fotografía. Así lo hizo, pero el mismo día de su muerte, ella empezó a escribir The Coral Sea, una remembranza poética de su amigo. La visión que sobre él ofrece la biografía que publicó Patricia Morrisroe (Robert Mapplethorpe, Circe, 1996) la animó a escribir un texto autobiográfico donde el fotógrafo fuese el coprotagonista. La evocación de su despedida de él conforma la escena con la que comienza el libro.

El adiós a los maestros

Como ocurriría en posteriores ocasiones, la muerte de Mapplethorpe no irrumpió de manera aislada en la vida de Smith. Unos meses después fallecía Richard Sohl, que fue junto a Lenny Kaye uno de los músicos con los que se acompañó  en los recitales donde guitarra y piano se sumaban al ritmo de sus torrenciales declamaciones poéticas. Allen Ginsberg, cuyo primer encuentro con Patti en 1969 es relatado en Éramos uno niños (una anécdota divertida y enternecedora en la cual el poeta intenta ligar con ella al confundirla con un chico) falleció a causa de un cáncer en 1997. Smith y Philip Glass estuvieron entre los amigos que cuidaron de él durante la enfermedad. En su funeral recitó uno de sus poemas, «Cremation of Chogyam Trungpa» y desde entonces ha participado con Glass en diversos actos en su memoria. En agosto de ese mismo año moría también William Burroughs. Se conocieron cuando el escritor regresó a Nueva York en 1974, convirtiéndose casualmente en padrino de la generación punk que estaba naciendo entonces en la ciudad. «Construye un buen nombre», le aconsejó el autor de Yonqui a Smith, con quien mantuvo una buena amistad durante los años que ambos coincidieron en la ciudad. «Mantenlo limpio. No te comprometas, no te preocupes por ganar mucho dinero o ser famosa. Preocúpate por hacer un buen trabajo y tomar las decisiones adecuadas y proteger lo que hagas. Y si te ganas una reputación, eventualmente, ese nombre será tu propia divisa».

Toda la gente que murió

Jim Carroll  fue otro autor brillante cuyos inicios coincidieron con los suyos, sellando sus destinos para siempre. Compartió apartamento y estrecheces con Mapplethorpe y con ella a principios de los años setenta. Y fue quien la animó a que recitara sus poemas en público, en los encuentros poéticos que tenían lugar en St Mark’s Church, en compañía de autores como John Giorno o Anne Waldman. Carroll, que participaba con su amiga de la pasión por Burroughs, Ginsberg y Rilke, se convirtió rápidamente en un reputado escritor. Estuvo nominado al Pulitzer en 1973 por el poemario Living in the movies pero su obra cumbre fue The basketball diaries (1978), en la que relataba sus correrías callejeras durante los primeros años de su adicción a la heroína. En 1980 debutó como cantante de rock & roll con el álbum Catholic Boy. En él se incluía un tema que hablaba de su amiga («Crow») y también la que habría de ser su canción inmortal, «People Who Died». Carroll falleció a los sesenta años, en septiembre de 2009. En su juventud había conseguido librarse de la heroína pero no pudo burlar el efecto letal de un ataque al corazón. En una de las evocaciones que hizo tras su muerte, Smith destacó que era un poeta de raza, como lo fue Rimbaud. Había nacido para serlo y poseía todas las cualidades necesarias para ello: técnica, lenguaje, belleza y una mirada propia.

El día de los poetas

La muerte de Lou Reed también supuso un duro golpe. Como muchos otros artistas neoyorquinos de los setenta, Smith creció artísticamente contemplando a figuras como Warhol, Dylan o el propio Reed. En el obituario que firmó en The New Yorker escribió: «Antes de dormirme busqué el significado de la fecha, 27 de octubre y descubrí que era el cumpleaños de Dylan Thomas y Sylvia Plath. Lou había elegido el día perfecto para desplegar sus velas. El día de los poetas, un domingo por la mañana, el mundo a sus espaldas». Se emocionó también al leer su discurso en el acto de introducción de Reed en el Rock & Roll Hall Of Fame, contando cómo, en aquel día aciago, algunas personas que se encontraba en Nueva York lloraban la muerte del autor de Berlin, y la ciudad parecía sumida en un duelo silencioso. Reed le dio vuelo literario a la música pop y Patti siguió sus pasos aunque recorriendo su propio camino. La poesía acabó de infiltrarse en el rock & roll gracias a ellos, pero el rock & roll también contenía sus propia materia poética. Con el transcurso del tiempo, tal como Patti proclamaba, esa música pasó a ser una forma artística y algunos de sus representantes trascendieron el ámbito musical.

Elegía del CBGB

En ese sentido, su concierto en el CBGB  el 16 de octubre de 2006 fue un acto de justicia poética. Actuó junto a su banda en uno de los lugares que le dio cobijo cuando empezaba, antes de que la sala fuera clausurada para siempre. En esa ocasión, los versos de «Elegie» acogieron en su recitado nombres de amigos y camaradas que también pisaron aquel escenario y que nos habían dejado para siempre. Bryan Gregory. Robert Quine. Lester Bangs. Terry Ork. Jerry Nolan. Lance Loud.  Peter Laughner. Joe Strummer. Johnny Thunders. Stiv Bators. Richard Sohl Joey, Johnny y Dee Dee Ramone. «Elegie» fue la última canción que se interpretó nunca en el CBGB. Para entonces, lo que antes había sido fruto de la devoción, era también empatía. Algunas de las cosas de las que había hablado en el pasado se habían convertido en realidad, dejando su marca en ella. Toda la gente que había muerto, que diría Carroll, se transformó en un flujo de emoción constante que ha ido calando en los escritos y las actuaciones de la artista, confiriéndole a su madurez cercanía, melancolía, verdad.

La huella de Bolaño

Durante los últimos años, la figura y la obra de Roberto Bolaño se han convertido en una de sus fijaciones. Ha escrito poemas para él y ha participado en diversos homenajes alrededor de su figura, entre ellos uno organizado en 2010 por la Casa de América de Madrid. En él, Smith, acompañada a la guitarra por Lenny Kaye, recreó una electrizante versión de «Free Money» en el peor momento de la crisis económica, instando a la rebelión contra los poderes económicos. Bolaño, cuya casa de Blanes ha sido objeto de peregrinación por parte de la artista, como en su día lo fueron la Casa Azul de Frida Kahlo o la tumba de Jim Morrison, tiene su lugar entre los recuerdos conjurados en M Train. «Al leer [su poema] “Amuleto” reparé en que se refería de pasada a la hecatombe —un antiguo sacrificio ritual de cien bueyes— y decidí escribir una hecatombe para él: un poema de cien versos. Sería una forma de darle las gracias por haber pasado el último trecho de su vida afanándose por acabar su obra maestra, 2666. Ojalá le hubieran concedido una dispensa especial para continuar con vida porque 2666 parecía concebida para prolongarse eternamente, siempre que él quisiera seguir escribiendo. Qué triste injusticia para el hermoso Bolaño, morir en la plenitud de sus facultades, a los cincuenta años. La pérdida de su persona y de lo no escrito nos niega cuando menos un secreto del mundo». Quizá para afrontar esta y todas esas pérdidas, para tener cerca a los autores que ya no escribirán, las canciones que nunca existirán porque sus compositores se han ido, Patti Smith continúa escribiendo y cantando. Solo así se puede mantener vivos a los muertos. Ella misma lo dice en Éramos unos niños: «¿Por qué no puedo escribir algo que resucite a los muertos? Ese es mi afán más hondo».

El constructor de quimeras, Xul Solar

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Piai, Xul Solar, 1923.

Entró en la sala y proclamó con aire triunfal: «Tengo una excelente noticia para todos vosotros. Ha muerto el adverbio». Lo decía Xul Solar con el peso de la certeza y con cierto odio burlón en su voz. Era un vengador de las palabras. Su guardián. Las señoras de la alta sociedad que le acompañaban esa noche en la casa de Victoria Ocampo solo podían mirar fascinadas a aquel hombre alto de maneras exquisitas que anunciaba una defunción como quien celebra una conquista. Xul lo explicaba ufano: la gente ya no se despedía diciendo «que le vaya lindamente», bastaba con «que le vaya lindo». Por fin podría desterrar cinco letras que atentaban contra la estética: aquel odioso sufijo. Recuerda Borges cómo durante aquella velada las damas celebraron la noticia con alborozo. Hasta que una preguntó «qué es el adverbio». No consta qué contestó Xul Solar.

Podrían haber preguntado qué es Xul Solar. Pero en los salones más selectos de Buenos Aires se habían acostumbrado a su excéntrica presencia. A su porte tan poco argentino. A su felicidad nunca impostada. A su forma de bromear con todo, de esconder la verdad entre retruécanos. O quizá lo que escondía era el secreto del mundo. Ese que habían descubierto unos pocos iniciados. Los que comprendieron que el alma de América, el corazón del cosmos, estaba allá donde viviera Óscar Agustín Alejandro Schulz Solari.

Podrían haber dicho de él que era un pintor. O que era un poeta. O que era astrólogo. O, para ser justos, que era un místico y un visionario. El padre de todas las quimeras. Que inventó un nuevo tipo de piano porque sentía que era absurdo tener un teclado tan largo que supusiera un reto de contorsionismo. Podrían haber recordado que de su cabeza nació el panajadrez —que era al ajedrez lo que el ajedrez era a las damas—. O que confesó haber creado doce religiones mientras se quedaba callado después de comer. Que este argentino propuso un nuevo fútbol con tres o cuatro pelotas en el que los jugadores llevarían camisetas con distintas letras para formar palabras con cada movimiento.

Podrían recordar que parecía hablar todos los idiomas porque tenía aquello que llamaron babelismo. Y que, como ningún idioma parecía servirle, proyectó uno tan matemático, tan exacto y tan complicado al mismo tiempo que nadie lo podía hablar. Un idioma que se explicaba a sí mismo pero que era imposible de explicar. Cuentan que aprendía con la rapidez del que en otro tiempo supo. Que, ingresado en el hospital con una fractura de cadera, se empeñó en hablar ruso para charlar con su compañero de habitación. El vecino de convalecencia jamás pudo convencerse de que Xul había estudiado su lengua en los días que pasó postrado en aquella cama. Pronunciaba como si hubiera nacido en el mismísimo Moscú.

«Soy campeón del mundo de un panjuego que todavía nadie conoce: el panajedrez. Soy maestro de una escritura que nadie lee todavía. Soy creador de una nueva técnica musical, de una grafía que permitirá que el estudio del piano, por ejemplo, sea posible en la tercera parte del tiempo que hoy lleva estudiarlo. Soy creador de una lengua universal —la panlengua— sobre base numérica y astrológica, que tanto contribuiría a que los pueblos se conociesen mejor unos a otros. Soy creador del neocriollo, lengua que reclama con insistencia el mundo de Latinoamérica. Soy el director de un teatro que todavía no funciona». Pero no fueron sus creaciones las que no servían, fueron sus contemporáneos los que no las supieron apreciar.

Recordaba su madre el día en el que el pequeño Alejandro se fue de casa. Lo buscaron en los lugares en los que se suponía que podía perderse un niño de su edad. Pero a los siete años el hijo de los Schulz Solari no era como los demás. Nadie esperaba encontrarle donde apareció: en la estación de ferrocarril dibujando locomotoras, mirando los raíles, con la sospecha primera de que había nacido para ir más allá.

A Xul podría haberle bastado con el título de maestro de Borges. O el de su amigo. Uno de los hombres a los que el argentino más admirado más admiró. Aquel con el que paseaba hasta su casa en el número 1212 de la calle Laprida, en una conversación de ida y vuelta de la puerta de uno a la del otro, como si la de Sísifo hubiera sido la bendición de tener con quien charlar.

Decía Borges que en aquella casa había encontrado una de las bibliotecas más extensas que había visto. Allí su amigo, su mentor, le descubrió a Blake. Allí leían a Hölderlin y a Rimbaud. Allí aprendió, de aquel descendiente de prusianos, alemán. «Tal vez el único cosmopolita que yo conocí, ciudadano del universo, haya sido Xul Solar». Se encontraron hacia el final de 1924, pero a los dos les gustaba fantasear con el momento en el que se vieron por primera vez. Imaginarlo. Porque para Xul y para Borges lo mismo valía lo vivido que lo soñado, el recuerdo fabricado o el real.

«Xul Solar es uno de los acontecimientos más singulares de nuestra época». Lo era sin pretenderlo. Aquel argentino del norte de Europa conformaba un puzle de contradicciones: astrólogo que no creía en los horóscopos, pintor realista de orbes que solo él vio, ciudadano del cosmos encerrado en su biblioteca, ermitaño que quería fundar una comunidad de confraternización intelectual.

Cuevas, Xul Solar, 1948.

Son esas muchas paradojas las que explican que un día abandonara la ciudad. Se alejó del Tortoni y de la calle Corrientes. De los salones mundanos donde le habían adorado los esnobs y los intelectuales. Cerró su casa y se llevó sus libros. Dejó de recibir a sus amigos en lo alto de aquella escalera donde esperaba la sabiduría y la felicidad. Y se fue.

Decidió refugiarse Xul Solar en un lugar voluptuoso y primigenio: en el Tigre, un delta exuberante e inesperado, no lejos de la capital. Allí, en aquel escondite magmático, en la casa que bautizó «Li-Tao», podía ser sin pausa el demiurgo que siempre fue. Allí, entre la humedad de los helechos y el aire acuoso, Xul creó el mundo. Ese mundo que luego reflejaba en sus pinturas, gemelas australes de las de Paul Klee. Profeta de un cosmos paralelo, decía pintar lo que veía. Se jactaba de sus cuadros realistas. Imágenes de un lugar donde un sol de rabioso amarillo triunfaba sobre la tierra caleidoscópica, donde las casas se alzaban en palafitos tan altos como el arco iris, donde los árboles crecían según los preceptos del Talmud. Aunque lo que este Xul cúbico y cartesiano quería era pintar como Turner. Admiraba aquellas estelas suyas que parecían infinitas a pesar de ser apenas un minúsculo retazo de color. Anhelaba la pericia de quien supo dejar sobre sus lienzos un aire que casi se podía palpar. Como el aire gelatinoso del lugar donde se había ido a vivir.

En el Tigre, escribiría el viejo pintor, se encontraba «lejos de las neurosis y las urgencias, banales o serias, de esa densa urbe». Allí Xul podía pensar. Pensar sin descanso. Lo hacía como si las ideas no formaran una especie de red abstracta que la mayoría de las veces se deshilacha sin tomar el nombre de la acción. Cada razonamiento de Xul revelaba el fragmento de un universo que parecía tener una exacta materialización. «La gente acepta el mundo. Él examinaba todas las cosas y las reformaba. Por eso nunca conseguí entender muchas de sus invenciones —reconocía el sabio Borges—, porque su pensamiento era incesante». Y así, Xul Solar, apóstol del asombro, vivía a la vez aquí y allí: sumido en la luz pastosa de los atardeceres del delta mientras el brillo de sus neuronas iluminaba todo lo que había a su alrededor. Si Xul dejaba de imaginar, el delta desaparecería, como desaparecen los seres cuando deja de pensarlos su Dios. Porque en eso se había convertido: una divinidad en el laberinto de la marisma, un heredero bondadoso de Asterión que soñaba galaxias en las que solo mandaba la Verdad. Como si en el corazón del Nuevo Mundo se pudiera inventar un mundo nuevo. Así lo hizo Xul Solar, que todo lo alumbraba. Porque, en el fondo, ¿qué era su nombre sino un anagrama de la palabra lux?

Jorge Luis Borges le coló en uno de sus relatos más enigmáticos, «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius». Y no es inocente que sea el traductor del imaginario idioma de Tlön. Xul era la personificación del hombre borgeano: el que mientras está dormido aquí está despierto al otro lado. Tenían los dos amigos la impresión de que la frontera entre lo material y lo onírico era una membrana permeable que la imaginación podía traspasar. Que la vigilia y el sueño eran dos estados del ser con el mismo peso y con la misma verdad. Que era tan tangible y tan real vivir como leer, respirar como crear. Por eso Borges negó su muerte. «No ha muerto Xul Solar. Cuando invento algo siento que es Xul el que lo inventa». Desde algún sitio, durmiendo aquí y despierto allá, seguía iluminándole con su genio único.

Se emociona un Borges ya anciano, al recordarle en una conferencia. Como si al hablar de él le invocara. «Quiero hacerles constar una circunstancia extraña: que hayan invitado a un ciego para hablar de pintura. Pero he visto su pintura y sigo viéndola. O para hablar con más propiedad: Xul y su pintura siguen viéndome a mí». Parecía mirarle desde aquel cuadro que compró por cincuenta pesos con su primer sueldo. Un cuadro que Borges ya solo podía recordar, pero que no por eso dejaba de existir. Como nunca dejó de existir Óscar Agustín Alejandro Xul Solar.

Contrapunto de montes y Yara, Xul Solar, 1948.

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